9 may 2019

Los dueños de la tierra durante la Segunda República


  El acceso al poder de Lerroux (noviembre de 1933) apoyado por la CEDA, sólo podía traducirse en la práctica destrucción de todas las arduas conquistas realizadas durante el primer bienio progresista. Con el acceso al gobierno de los tres primeros ministros cedistas, la gran huelga revolucionaria. Octubre del 34 representa para Brenan la primera batalla de la Guerra Civil. Si las izquierdas no habían sabido esperar a un acto consumado del nuevo gabinete –por ejemplo, algún decreto abiertamente inconstitucional– para defender las instituciones republicanas, a ojos de las derechas, las rebeliones de octubre ofrecían la justificación ideal para instaurar un régimen de excepción. Junto a la represión, la esencia de este segundo bienio no podía ser otra que la restauración y la renuncia a cualquier creación política. ¿En algún momento presentaron las derechas alguna medida para enmendar las grandes fallas del país? La historia es capaz de brindar inestimables ejemplos:

  Gil Robles declaraba que en política eran "sólo admisibles las concesiones nacidas de un espíritu cristiano". El líder cedista asignaba la cartera de Agricultura a Manuel Giménez Fernández, pero hete aquí que su ministro iba a resultar un conservador honesto, sabedor de las carencias de un agro atrofiado, anclado en el siglo XIX. El país permanecía sin conocer reforma alguna de la tierra. Lejos de presentar una ley fallida, como se presumía entre los grandes propietarios, el cedista no podía evitar presentar un proyecto análogo a los anteriores.

   El definitivo proyecto de ley, promulgado el 15 de marzo de 1935 estaba concebido, es evidente, desde la moderación. Conservadoras y buscando siempre la conciliación con los propietarios, resultaron también la reforma promulgada durante el primer bienio y la –suspendidaLey de cultivos de Companys en Cataluña. Con todo, al cedista se le ocurría anunciar la conveniencia de establecer algún tipo de límite respecto a la cantidad de tierras que podía llegar a acaparar un sólo individuo y, al tiempo, recogía una de las normas básicas de toda ley agraria: que los campesinos obtuvieran el derecho a comprar a los grandes propietarios las tierras que trabajaran durante más de doce años de arrendamiento ininterrumpido. Por si fuera poco, Giménez Fernández no olvidaba el predicamento cristiano de sus Evangelios y gustaba de justificar su labor con oportunas citas papales escogidas de las encíclicas vaticanas: la propiedad –en tanto materia legislativa– debía concebirse de un modo mínimamente compatible con una cierta función social.

 Apenas se promulgaba la nueva disposición, señala Preston, se presentaban en casa del ministro un grupo de propietarios de Cáceres junto a tres activistas cedistas, otros cuatro radicales electos por la provincia, y el presidente de la asociación aristocrática terrateniente  –conocida como Agrupación de propietarios de fincas rústicas–. En su diario, Giménez Fernández recogería el horror de aquella visita referida por Hugh Thomas: “A punto estuvo de ser fusilado por unos señoritos de Jerez; su mujer perdió la razón. Su hijo, que estaba presente, cree que lo habrían matado si los señoritos no hubieran estado tan borrachos”. De la noche a la mañana, el conservador ministro era descalificado, difamado, tachado de marxista y bolquevique. Gil Robles lo laminaba de inmediato colocando en su lugar a un rico terrateniente ultra del partido agrario.

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