23 may 2019

Fernando VII; un rey no tan felón

 Sabido es que en los seis años en que Fernando y los suyos residieron en Valençay, ninguno visitaría un sólo día la magnífica biblioteca de Tayllerand, a su disposición. Con todo, el Borbón sí que llegaría a encontrar cierta pasión en los libros: le privaba separar hojas pegadas con una plegadera, al punto de pedir a su secretario los tomos de un diccionario para su recreo, “pues sabes lo que me gusta despegar las hojas”. “Es un hombre escribe Napoleón que despierta poco interés. Estúpido hasta el punto de que no le he podido sacar una palabra. Sea lo que sea que se le diga no contesta; tanto si se le riñe como si se le hacen cumplidos, nunca cambia de gesto". 

 Napoleón suelta al Borbón en febrero de 1814. Dos meses antes, éste ha suscrito un tratado (11 de diciembre) manifestando su deseo de obtener el reconocimiento de la regencia –liberalespañola; troika integrada por el cardenal Luis de Borbón –un sobrino de Carlos III, pariente, por tanto, del rey si obviamos la condición bastarda de éste– y los generales Ciscar y Agar. Pero los liberales españoles no han perseguido otra cosa que el consenso con las clases directoras; han carecido y siguen haciéndolo de fortaleza alguna para desarrollar una pretendida revolución cuyo tiempo social no ha llegado, ni lo hará, a la península. En palabras de Marx, "La humanidad no se propone nunca más que los problemas que puede resolver, pues mirando más de cerca, se verá siempre que el problema mismo no se presenta más que cuando las condiciones materiales para resolverlo existen o se encuentran en estado de existir". Que el alumbramiento del constitucionalismo español derivase en la regencia de un cardenal Borbón no deja de resultar una esclarecedora anécdota. Con el regreso del Deseado, pocas semanas serían suficientes para fraguar la conspiración, organizarla bajo tutela inglesa y desalojar a los liberales de un poder que no podían hacer suyo.

 Fernando pasa a la historia como el principal protagonista de la caída del constitucionalismo en España. El relato popular no duda en descargar en él la responsabilidad del retorno del país al absolutismo. La simplificación contribuye, sin embargo, a la distorsión. El rey, cobarde, desconfiado, contemporizador, actúa toda su vida sobre seguro. Fernando no es un Luis XIV. Por despreciable que resulte siempre su comportamiento, el rey no encarna otra cosa que una determinada fisonomía del poder. Las Cortes de Cádiz, más allá de sus anhelos negro sobre blanco, no han modificado un ápice la realidad de los grupos sociales dominantes en España. Alto clero y nobleza no han padecido, ni lo van a hacer, una justicia republicana a la francesa capaz de atemperar sus impulsos o instarlos a una cierta reflexión respecto a la necesidad de un contrato social de mínimos.

 Detestado por sus padres y acompañado desde niño por su camarilla de ultras, Fernando entiende el trono, es evidente, de un modo absoluto pero, sobre todo, se muestra siempre como un cínico posibilista. Los principios del rey son siempre aquellos que corresponden a cada momento y circunstancia. A lo largo de toda su vida no hace otra cosa que intentar asegurar burdamente sus aspiraciones: primero con un golpe de Estado frente a sus padres; luego mostrándose como el más ferviente admirador de Napoleón y hasta felicitándole efusivamente por sus victorias frente a los españoles, y a su regreso, en fin, protagonizando un nuevo golpe contra los liberales. Cuando su posición se vea debilitada se convertirá en “el primero en marchar por la senda del constitucionalismo” hasta que una nueva invasión francesa, esta vez en clave conservadora –los 100.000 hijos de san Luis– le posibilite volver a reprimir a los liberales. De fondo, los tradicionales grupos rectores y unos constitucionalistas acólitos al poder, incapaces de zafarse de la gravedad monárquica, y menos aún, de atraerse a un campesinado al que detestan tanto como los privilegiados.

 El rey de las camas

 Fernando VII contraería matrimonio en cuatro ocasiones. Los correos de la primera de sus consortes, la italiana María Antonia de Nápoles y de su madre, aportan una impagable descripción del perfil real. Escribe la suegra en 1802: "Mi hija se desespera de vivir en esa corte, raza y país. El marido es un necio total, ni siquiera un marido en el sentido físico (…) Un necio, indolente, vil y simulador y que no es ni hombre físicamente. Y ya es grande que a los dieciocho años no se sienta nada, y que a fuerza de orden y persuasión se hagan inútiles pruebas sin resultado ni fruto: sin placer ni efecto”. Fernando tardaría más de un año en consumar su primer matrimonio. No menos desalentadora resultaría alguna carta de María Antonia a sus íntimas: “El príncipe está siempre encima mío: no hace nada, ni lee, ni escribe, ni piensa nada, nada. Va, viene, se deja caer en una silla, abraza a la dama, salta encima de la camarera, viene, dice unas palabras, pregunta mil cosas y así todo el día […] Un marido que no entiende lo que le digo, que me hace ruborizar de vergüenza por las groserías que hace a la gente y que, cuando se habla de cosas cultas, se pone a hablar de comida o de paseos”.

 Para la posteridad, la carta de Prosper Merimée a Stendhal detallando la noche de bodas del tercer enlace real con una espantada María Josefa Amalia de Sajonia:


Entra Su Majestad. Figúrese a un hombre gordo con aspecto de sátiro, morenísimo, con el labio inferior colgándole. Según la dama por quien sé la historia, su miembro viril es fino como una barra de lacre en la base, y tan gordo como el puño en su extremidad; además, tan largo como un taco de billar. Es, por añadidura, el rijoso más grosero y desvergonzado de su reino. Ante esta horrible vista, la Reina creyó desvanecerse, y fue mucho peor cuando Su Majestad Católica comenzó a toquetearla sin miramientos, y es que la Reina no hablaba más que el alemán, del que S.M. no sabía ni una palabra, así que la Reina se escapa de la cama y corre por la habitación dando grandes gritos. El Rey la persigue; pero, como ella era joven y ágil, y el Rey es gordo, pesado y gotoso, el Monarca se caía de narices, tropezaba con los suelos. En resumen, el Rey encontró ese juego muy tonto y montó en espantosa cólera.  
 Llama, pregunta por su cuñada y por la camarera mayor, y las trata de Putains y de Brutes con una elocuencia muy propia de él, y por último les ordena que preparen a la Reina, dejándoles un cuarto de hora para ese negocio. Luego, se pasea, en camisa y zapatillas, por una galería fumándose un cigarro. No sé qué demonios dijeron esas mujeres a la Reina; lo cierto es que le metieron tanto miedo que su digestión se vio perturbada. Cuando volvió el Rey y quiso reanudar la conversación en el punto en que la había dejado, ya no encontró resistencia; pero, a su primer esfuerzo para abrir una puerta, abrióse con toda naturalidad la de al lado y manchó las sábanas con un color muy distinto al que se espera después de una noche de bodas. Olor espantoso, pues las reinas no gozan de las mismas propiedades que la algalia. ¿Qué habría hecho usted en lugar del Rey? Se fue jurando y estuvo ocho días sin querer tocar a su real esposa y de hecho nunca tuvieron hijos”.


 Un cuarto matrimonio con su sobrina María Cristina le brindaría, por fin, la tan deseada sucesión. A la espera de su primer encuentro, el rey la escribe impaciente: “¡Cómo nos queremos!, pues no digo nada cuando tengamos un hijo y que se parezca a su madre; entonces me vuelvo loco”; “¡Qué guapita eres! ¡Qué rica!, se conoce que tienes chispa; así quiero yo los genios; me parece que nos hemos de llevar muy bien pues yo también soy muy alegre y me gusta echar cuatro frescas; yo no quiero para mujer una sosa, pues es un fastidio, sino a una viva como tú”; “El corazón me hace pitititi, señal que me muero por tititi”.

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