24 may 2019

El liberalismo del siglo XIX: de la calificación estamental a la propiedad

 “La revolución que siguió a la muerte de Fernando VII –ilustra Fontana– no cambió muchos las cosas: la España liberal que empezaba de nuevo en 1836, después de una transición de dos años de ambigüedad, instaló una monarquía con unas constituciones que no se cumplían y con nula participación política de las clases subalternas. Lo que se explica por el hecho de que el proyecto de los liberales, en España como en el resto de Europa, no tenía nada que ver con la democracia. Si las diferencias entre los hombres se habían establecido en el viejo régimen por su calificación estamental, ahora lo harían en función de la propiedad. Como dijo un procurador en las cortes del Estatuto Real: “En el día la sociedad de Europa, en todas partes, se divide en dos grandes grupos: el de ricos o propietarios, hacendados y demás gente acomodada, y el de pobres o proletarios”. Y la participación en la política correspondía sólo al primero de estos grupos. 

 En la discusión de la constitución española de 1837, un patriarca del liberalismo de Cádiz como Argüelles, dijo: “Todo vecino que en España va, por ejemplo, a la guerra, hace el servicio de las armas, contribuye directa o indirectamente con el fruto de su trabajo, con el sudor de su rostro, ¿cree [...] nadie que éste sea un título suficiente para que se le entregue el uso de un derecho como éste [el de votar]? Estoy seguro de que no”. La sociedad liberal se dividiría, como dijo Jaumeandreu, en “ciudadanos” y “habitantes”: los unos tenían los derechos políticos y civiles; los otros, sólo los civiles.

 A que entre nosotros se haya mantenido hasta hoy la simplista interpretación tradicional ha contribuido el hecho de que se conservasen vivas las interpretaciones retrógradas de los apostólicos, defendidas por unos ultras, los de hoy, que comparten el horror por el liberalismo que llevó al general Franco a condenar en bloque el siglo XIX, “que nosotros hubiéramos querido borrar de nuestra historia”, superando largamente en este terreno a Fernando VII, que sólo quiso borrar “los tres mal llamados años” del constitucionalismo. Unos ultras que en ocasiones se ven obligados a situarse  fuera, no sólo del discurso de la modernidad, sino del de la racionalidad misma (…)

 La burguesía europea, uno de los agentes principales de la mutación de las reglas del juego social que permitieron consolidar el “nuevo régimen”, tuvo el acierto de presentar su contrarrevolución como si fuese una continuación prudente y juiciosa de los cambios iniciados en 1789, una “revolución burguesa”, cuando la realidad era que, desde el momento mismo, en que habían conseguido las primeras victorias contra el Antiguo Régimen, y habían ganado las libertades que necesitaban –y, sobre todo, la del comercio que, una vez proclamada por la Revolución, no volverá a ser discutida–, estos burgueses se descubrieron conservadores y empezaron a pedirle al estado control social y protección contra sus trabajadores. Habían conseguido las condiciones que convenían a sus actividades económicas y, a la vez, el derecho de participación en la política como electores y elegibles, que hará de ellos la fuerza social dominante, ya que la ciudadanía “censitaria”, definida por la posesión de propiedad, les daba la mayoría y ponía el estado en sus manos.

 No era lógico esperar que estos hombres, que asumían por su cuenta la representación colectiva del tercer estado, adoptasen posturas revolucionarias. La visión que los convierte en protagonistas de la lucha por la libertad y el progreso –héroes de una primera etapa de liberación necesaria para conseguir más adelante objetivos más ambiciosos– es una falacia que han inventado ellos mismos (…)

 Haber conseguido que se creyese que sus “revoluciones” eran de la misma naturaleza que la francesa de fines del siglo XVIII, reciclando sus símbolos y su retórica,  fue uno de los engaños en los que se fundamentó el nuevo orden social. De hecho, uno de los grandes dramas del movimiento obrero en el siglo XIX fue el de creer en la vocación revolucionaria de la burguesía. Lo dijo un hombre de tanta lucidez como Walter Benjamin: “la ilusión según la cual la tarea de la revolución proletaria sería la de acabar la obra de 1789, en estrecha colaboración con la burguesía […], ha dominado la época que va de 1831 a 1871, de la insurrección de Lyon a la Commune. La burguesía no ha compartido nunca este error. Su lucha contra los derechos sociales empieza desde la revolución del 89 y coincide con el movimiento filantrópico que la oculta […]. Al lado de esta posición encubierta de la filantropía, la burguesía ha asumido siempre la posición franca de la lucha de clases. Desde 1831 reconoce en el Journal dels débats: “Todo manufacturero vive en su manufactura como los propietarios de plantación entre sus esclavos”.

  • Josep Fontana / De en medio del tiempo

No hay comentarios:

Publicar un comentario