“La
revolución que siguió a la muerte de Fernando VII –ilustra Fontana– no cambió
muchos las cosas: la España liberal que empezaba de nuevo en 1836, después de
una transición de dos años de ambigüedad, instaló una monarquía con unas
constituciones que no se cumplían y con nula participación política de las
clases subalternas. Lo que se explica por el hecho de que el proyecto de los
liberales, en España como en el resto de Europa, no tenía nada que ver con la
democracia. Si las diferencias entre los hombres se habían establecido en el
viejo régimen por su calificación estamental, ahora lo harían en función de la
propiedad. Como dijo un procurador en las cortes del Estatuto Real: “En el día
la sociedad de Europa, en todas partes, se divide en dos grandes grupos: el de
ricos o propietarios, hacendados y demás gente acomodada, y el de pobres o
proletarios”. Y la participación en la política correspondía sólo al primero de
estos grupos.
En la discusión de la constitución española de 1837, un patriarca del liberalismo de Cádiz como Argüelles, dijo: “Todo vecino que en España va, por ejemplo, a la guerra, hace el servicio de las armas, contribuye directa o indirectamente con el fruto de su trabajo, con el sudor de su rostro, ¿cree [...] nadie que éste sea un título suficiente para que se le entregue el uso de un derecho como éste [el de votar]? Estoy seguro de que no”. La sociedad liberal se dividiría, como dijo Jaumeandreu, en “ciudadanos” y “habitantes”: los unos tenían los derechos políticos y civiles; los otros, sólo los civiles.
En la discusión de la constitución española de 1837, un patriarca del liberalismo de Cádiz como Argüelles, dijo: “Todo vecino que en España va, por ejemplo, a la guerra, hace el servicio de las armas, contribuye directa o indirectamente con el fruto de su trabajo, con el sudor de su rostro, ¿cree [...] nadie que éste sea un título suficiente para que se le entregue el uso de un derecho como éste [el de votar]? Estoy seguro de que no”. La sociedad liberal se dividiría, como dijo Jaumeandreu, en “ciudadanos” y “habitantes”: los unos tenían los derechos políticos y civiles; los otros, sólo los civiles.
A
que entre nosotros se haya mantenido hasta hoy la simplista interpretación
tradicional ha contribuido el hecho de que se conservasen vivas las
interpretaciones retrógradas de los apostólicos, defendidas por unos ultras,
los de hoy, que comparten el horror por el liberalismo que llevó al general
Franco a condenar en bloque el siglo XIX, “que nosotros hubiéramos querido
borrar de nuestra historia”, superando largamente en este terreno a Fernando
VII, que sólo quiso borrar “los tres mal llamados años” del constitucionalismo.
Unos ultras que en ocasiones se ven obligados a situarse fuera, no sólo del discurso de la modernidad,
sino del de la racionalidad misma (…)
La
burguesía europea, uno de los agentes principales de la mutación de las reglas
del juego social que permitieron consolidar el “nuevo régimen”, tuvo el acierto
de presentar su contrarrevolución como si fuese una continuación prudente y
juiciosa de los cambios iniciados en 1789, una “revolución burguesa”, cuando la
realidad era que, desde el momento mismo, en que habían conseguido las primeras
victorias contra el Antiguo Régimen, y habían ganado las libertades que
necesitaban –y, sobre todo, la del comercio que, una vez proclamada por la
Revolución, no volverá a ser discutida–, estos burgueses se descubrieron
conservadores y empezaron a pedirle al estado control social y protección
contra sus trabajadores. Habían conseguido las condiciones que convenían a sus
actividades económicas y, a la vez, el derecho de participación en la política
como electores y elegibles, que hará de ellos la fuerza social dominante, ya
que la ciudadanía “censitaria”, definida por la posesión de propiedad, les daba
la mayoría y ponía el estado en sus manos.
No
era lógico esperar que estos hombres, que asumían por su cuenta la
representación colectiva del tercer estado, adoptasen posturas revolucionarias.
La visión que los convierte en protagonistas de la lucha por la libertad y el
progreso –héroes de una primera etapa de liberación necesaria para conseguir
más adelante objetivos más ambiciosos– es una falacia que han inventado ellos
mismos (…)
Haber
conseguido que se creyese que sus “revoluciones” eran de la misma naturaleza
que la francesa de fines del siglo XVIII, reciclando sus símbolos y su
retórica, fue uno de los engaños en los
que se fundamentó el nuevo orden social. De hecho, uno de los grandes dramas
del movimiento obrero en el siglo XIX fue el de creer en la vocación revolucionaria
de la burguesía. Lo dijo un hombre de tanta lucidez como Walter Benjamin: “la
ilusión según la cual la tarea de la revolución proletaria sería la de acabar
la obra de 1789, en estrecha colaboración con la burguesía […], ha dominado la
época que va de 1831 a 1871, de la insurrección de Lyon a la Commune. La
burguesía no ha compartido nunca este error. Su lucha contra los derechos
sociales empieza desde la revolución del 89 y coincide con el movimiento
filantrópico que la oculta […]. Al lado de esta posición encubierta de la
filantropía, la burguesía ha asumido siempre la posición franca de la lucha de
clases. Desde 1831 reconoce en el Journal dels débats: “Todo manufacturero vive
en su manufactura como los propietarios de plantación entre sus esclavos”.
- Josep Fontana / De en medio del tiempo
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