“Es
lamentable que el rey Juan Carlos nunca, nunca, condenara el régimen franquista
ni aludiera a sus miles de víctimas” declara Ian Gibson en reciente entrevista.
¿Quién podría negar la sana razón al bueno de Gibson? Lamentable es; qué duda cabe. Esclarecedor también.
“En marzo de 1976 –escribe Luis María Anson–, don Juan hace un viaje a Madrid para advertir abiertamente a su hijo que no puede continuar con Carlos Arias como presidente del Gobierno. “O liquidas a Arias o esto se acaba”. Juan Carlos destituía a Arias Navarro el 1 de julio. Torcuato Fernández Miranda, preceptor del monarca y verdadero director en la sombra de la Transición, engañaba al Consejo de Estado –prosigue Anson–, presentando una tríada de candidatos en la que el tercero, tras Federico Silva y López Bravo, era una joven promesa del Movimiento, un tal Suárez, llamado a promover el “suicidio" de las Cortes franquistas mediante la Ley de reforma política.
Contaba el chiste la carrera política de aquel concejal con distintas militancias radicalmente antagónicas. Al ser preguntado por su abierta incoherencia, el interpelado alegaba con firmeza: “¡Incoherencia ninguna; yo toda mi vida quise ser concejal!” El rey emérito pudo validar aquella España “atada y bien atada” que le entregara Franco y no quiso hacerlo. Restaurado por el dictador, Juan Carlos I buscó asegurar, primero, su reinado; luego, la continuidad dinástica. Para ello sólo había un camino: traicionar el mandato de quien lo formó ideológicamente y lo reinstaló en el trono. Condenar el régimen de su auspiciador hubiera resultado poco decoroso incluso para Juan Carlos. Como recuerda Pilar Urbano en La Gran Desmemoria, lo que en realidad se sustancia aquellos años es una transición del poder tutelada por Estados Unidos que había de resolverse con la integración de España en la OTAN y el concierto internacional. Juan Carlos, timonel de dicha travesía, se topaba con un Suárez que, tras ganar ampliamente las elecciones, buscaría emanciparse de él. Como resultado, un patético, esperpéntico a la postre, 23-F.
Mirabeau, uno de los grandes protagonistas de la Asamblea constituyente francesa, tuvo tiempo de advertir antes de morir (1791) de las funestas consecuencias que podría acarrear una posible huida del monarca. “El rey jamás debe intentar huir”. El gran orador sabía bien lo que decía. Como el felino que se abalanza sobre su presa cuando ésta le da la espalda, de igual modo, el secular hechizo monárquico comenzó a encarrilar su desgaste en Francia cuando una noche de junio de 1791, Luis XVI y María Antonieta eran descubiertos de incógnito, camino de la frontera. La huida había sido planeada por Fersen, un amante de la reina.
Lejos queda cualquier extrapolación o analogía respecto a nuestra Corona. La actual reprobación pública, si así puede decirse, por la "huida" juancarlista o respecto a los comportamientos de nuestra monarquía en los últimos tiempos, no parece trascender más allá del solaz e inocuo dictamen estival. Meras tertulias de verano a falta de soberanía popular. ¿Acaso urge una ley orgánica que regule y delimite claramente, de una vez por todas, las figuras del rey y su familia; la sucesión, la abdicación o, en fin, las arbitrariedades y lagunas que se desprenden de las actuaciones de la Institución monárquica? ¿Quién lo pide?
"Que no se ha marchao, que lo hemos echao" cantaban los más, esperanzados, en 1931. A este paso, bien podremos acabar concluyendo que Juan Carlos, sencillamente, se ha largao. Porque son meses para ello y porque le apetece. Si hace diez años el New York Times estimaba en 2.000 millones de euros la fortuna personal del Emérito, resulta también indudable que nuestros "siete magníficos" nunca hubieran podido imaginar tanto fleco pendiente tras cuatro décadas de absoluta inmunidad procesal.
Pero hacen bien padre e hijo en ignorar tanta estolidez, pues misma opinión parece abrazar nuestro ya inviolable Felipe VI. ¿Por qué razón habría de aclararse andanza o paradero alguno con respecto a nuestra familia real? Cánovas, enemigo del sufragio universal y de las verdaderas garantías constitucionales, supo hacer de la farsa y la apariencia parlamentaria el único motor posible de una nación a la que nunca concedió solvencia alguna, incluso trató de manera más que despectiva. ¿A fin de cuentas –pensaba el ideólogo del turnismo–, quién era el pueblo español para arrogarse una soberanía nacional que nunca supo o pudo hacer suya? Se ve que en Zarzuela opinan igual.
“En marzo de 1976 –escribe Luis María Anson–, don Juan hace un viaje a Madrid para advertir abiertamente a su hijo que no puede continuar con Carlos Arias como presidente del Gobierno. “O liquidas a Arias o esto se acaba”. Juan Carlos destituía a Arias Navarro el 1 de julio. Torcuato Fernández Miranda, preceptor del monarca y verdadero director en la sombra de la Transición, engañaba al Consejo de Estado –prosigue Anson–, presentando una tríada de candidatos en la que el tercero, tras Federico Silva y López Bravo, era una joven promesa del Movimiento, un tal Suárez, llamado a promover el “suicidio" de las Cortes franquistas mediante la Ley de reforma política.
Contaba el chiste la carrera política de aquel concejal con distintas militancias radicalmente antagónicas. Al ser preguntado por su abierta incoherencia, el interpelado alegaba con firmeza: “¡Incoherencia ninguna; yo toda mi vida quise ser concejal!” El rey emérito pudo validar aquella España “atada y bien atada” que le entregara Franco y no quiso hacerlo. Restaurado por el dictador, Juan Carlos I buscó asegurar, primero, su reinado; luego, la continuidad dinástica. Para ello sólo había un camino: traicionar el mandato de quien lo formó ideológicamente y lo reinstaló en el trono. Condenar el régimen de su auspiciador hubiera resultado poco decoroso incluso para Juan Carlos. Como recuerda Pilar Urbano en La Gran Desmemoria, lo que en realidad se sustancia aquellos años es una transición del poder tutelada por Estados Unidos que había de resolverse con la integración de España en la OTAN y el concierto internacional. Juan Carlos, timonel de dicha travesía, se topaba con un Suárez que, tras ganar ampliamente las elecciones, buscaría emanciparse de él. Como resultado, un patético, esperpéntico a la postre, 23-F.
Mirabeau, uno de los grandes protagonistas de la Asamblea constituyente francesa, tuvo tiempo de advertir antes de morir (1791) de las funestas consecuencias que podría acarrear una posible huida del monarca. “El rey jamás debe intentar huir”. El gran orador sabía bien lo que decía. Como el felino que se abalanza sobre su presa cuando ésta le da la espalda, de igual modo, el secular hechizo monárquico comenzó a encarrilar su desgaste en Francia cuando una noche de junio de 1791, Luis XVI y María Antonieta eran descubiertos de incógnito, camino de la frontera. La huida había sido planeada por Fersen, un amante de la reina.
Lejos queda cualquier extrapolación o analogía respecto a nuestra Corona. La actual reprobación pública, si así puede decirse, por la "huida" juancarlista o respecto a los comportamientos de nuestra monarquía en los últimos tiempos, no parece trascender más allá del solaz e inocuo dictamen estival. Meras tertulias de verano a falta de soberanía popular. ¿Acaso urge una ley orgánica que regule y delimite claramente, de una vez por todas, las figuras del rey y su familia; la sucesión, la abdicación o, en fin, las arbitrariedades y lagunas que se desprenden de las actuaciones de la Institución monárquica? ¿Quién lo pide?
"Que no se ha marchao, que lo hemos echao" cantaban los más, esperanzados, en 1931. A este paso, bien podremos acabar concluyendo que Juan Carlos, sencillamente, se ha largao. Porque son meses para ello y porque le apetece. Si hace diez años el New York Times estimaba en 2.000 millones de euros la fortuna personal del Emérito, resulta también indudable que nuestros "siete magníficos" nunca hubieran podido imaginar tanto fleco pendiente tras cuatro décadas de absoluta inmunidad procesal.
Pero hacen bien padre e hijo en ignorar tanta estolidez, pues misma opinión parece abrazar nuestro ya inviolable Felipe VI. ¿Por qué razón habría de aclararse andanza o paradero alguno con respecto a nuestra familia real? Cánovas, enemigo del sufragio universal y de las verdaderas garantías constitucionales, supo hacer de la farsa y la apariencia parlamentaria el único motor posible de una nación a la que nunca concedió solvencia alguna, incluso trató de manera más que despectiva. ¿A fin de cuentas –pensaba el ideólogo del turnismo–, quién era el pueblo español para arrogarse una soberanía nacional que nunca supo o pudo hacer suya? Se ve que en Zarzuela opinan igual.