Juan Antonio Molina / nuevatribuna.es
En mi libro “Dios mío, ¿qué es España?”[1] -expresión tomada prestada de Ortega y Gasset- me preguntaba: ¿Existe una identidad común más allá, como escribía Manuel Azaña, de los harapos de la vida pública española, caída en la miseria y en la hediondez, con los restos de regímenes abolidos y que sin embargo, han pretendido y pretende hacerse pasar por la más genuina representación del alma española? Es evidente que una hegemonía cultural de la derecha más rancia sustentada en la arquitectura de una transición que no era sino la salvaguarda de los intereses, influencias, estatus y dominio posfranquistas en una débil democracia -la democracia siempre es quebradiza si no es un régimen de poder y en la transición el poder siempre fue ajeno a la democracia-, hacen de la vida pública un lodazal donde la mediocridad, la bravuconería, la cortedad intelectual y el matonismo de suburbio suplanta alevosamente el debate de las ideas en un ámbito dialéctico de índole político.
Asistimos al risorgimento del españolismo del caudillaje trufado de sectarismo cainita que sustantivamente se fundamenta en una suplantación de la propia nación. Y es que una nación adquiere la fantasmagoría de la inexistencia cuando todo aquello que pudiera constituirla está exiliado, exilio intelectual y psicológico que es el peor de todos. Aquellos que gritaban “vivan las cadenas” y arrastraron con sus brazos la carroza de Fernando VII eran víctimas de esa inexistencia de la nación suplantada por déspotas, prejuicios y supercherías que pasaban por la esencia de lo español. Siempre habrá un país inexistente mientras que lo defina y represente, en palabras de Azorín, una turba de negociantes discurseadores y cínicos.
Todo ello se sustancia en una ecología pública caracterizada por la falta de ejemplaridad, abolición de la ética y una disfunción de la política que es perversamente ubicada ajena al bien común, es el signo de una absoluta decadencia, el dictum de Nietzsche dixit: “Corrupción: éste no es más que un término para los períodos otoñales de un pueblo (El eterno retorno). El prestigioso diario británico The Times, definía a la familia real española como "un clan" y abría su reportaje con el cinematográfico titular "Sexo, mentiras y cuentas bancarias suizas". Los lectores ingleses podían sorprenderse entre cacerías de elefantes, regatas con jeques árabes, cuentas multimillonarias en el extranjero, comisiones sin tributo fiscal, y una amante de alquiler con apellido filosófico que denuncia una campaña de acoso contra ella y sus hijos llevada a cabo por los servicios secretos y azuzada por la Casa Real española. Y no salió lo del medio millón de euros de la luna de miel de Felipe y Letizia pagada en dinero negro porque la noticia vio la luz esta semana.
Estamos hablando del poder arbitral del Estado, es decir, el elemento fundante y ejemplarizante de los atributos que han de constituir un aparato político saludable desde la perspectiva del bien común y la solvencia democrática, que en este caso supone todo lo contrario: la patrimonialización del Estado por la casa real y las minorías influyentes, el auténtico poder fáctico, que convierte al régimen del 78 en una gran fantasmagoría cada vez más necesitada del déficit democrático, la abolición de la política, el guerracivilismo dialéctico y la inmunidad coactus.
Enrique Tierno Galván hacía una gráfica analogía entre el poder, ese poder in the shadow que es el que manda sin someterse a escrutinio alguno, y un lobo afirmando: “La diferencia entre un lobo y el poder es que el lobo necesita al cordero para devorarlo, y el poder para esconderse tras él.
El cordero del poder fáctico en España, el que blinda a la monarquía, lo constituye el aparataje mediático, financiero y estamental que tiene en la corona la garante de la universalidad de sus intereses asumidos por el Estado como generales de la nación lo que convierte la democracia en un simulacro y las libertades y derechos individuales en una concesión del poder que, como gracia dispensada, se pueden limitar o suprimir.
Todo esto ha hecho que España se constituya durante siglos y hasta hoy mismo en un régimen de poder patrimonial: se heredan los bancos, las tierras, las grandes empresas, las influencias sociales y políticas en un constante ritornello. Las mayorías abandonadas, damnificadas, excluidas, intuyen que el régimen genera la imposibilidad de construir una alternativa que suponga un nuevo paradigma, una creación de sentido, que pueda servir de semántica común a la alteridad. Un proceso constituyente auténticamente democrático.
En mi libro “Dios mío, ¿qué es España?”[1] -expresión tomada prestada de Ortega y Gasset- me preguntaba: ¿Existe una identidad común más allá, como escribía Manuel Azaña, de los harapos de la vida pública española, caída en la miseria y en la hediondez, con los restos de regímenes abolidos y que sin embargo, han pretendido y pretende hacerse pasar por la más genuina representación del alma española? Es evidente que una hegemonía cultural de la derecha más rancia sustentada en la arquitectura de una transición que no era sino la salvaguarda de los intereses, influencias, estatus y dominio posfranquistas en una débil democracia -la democracia siempre es quebradiza si no es un régimen de poder y en la transición el poder siempre fue ajeno a la democracia-, hacen de la vida pública un lodazal donde la mediocridad, la bravuconería, la cortedad intelectual y el matonismo de suburbio suplanta alevosamente el debate de las ideas en un ámbito dialéctico de índole político.
Asistimos al risorgimento del españolismo del caudillaje trufado de sectarismo cainita que sustantivamente se fundamenta en una suplantación de la propia nación. Y es que una nación adquiere la fantasmagoría de la inexistencia cuando todo aquello que pudiera constituirla está exiliado, exilio intelectual y psicológico que es el peor de todos. Aquellos que gritaban “vivan las cadenas” y arrastraron con sus brazos la carroza de Fernando VII eran víctimas de esa inexistencia de la nación suplantada por déspotas, prejuicios y supercherías que pasaban por la esencia de lo español. Siempre habrá un país inexistente mientras que lo defina y represente, en palabras de Azorín, una turba de negociantes discurseadores y cínicos.
Todo ello se sustancia en una ecología pública caracterizada por la falta de ejemplaridad, abolición de la ética y una disfunción de la política que es perversamente ubicada ajena al bien común, es el signo de una absoluta decadencia, el dictum de Nietzsche dixit: “Corrupción: éste no es más que un término para los períodos otoñales de un pueblo (El eterno retorno). El prestigioso diario británico The Times, definía a la familia real española como "un clan" y abría su reportaje con el cinematográfico titular "Sexo, mentiras y cuentas bancarias suizas". Los lectores ingleses podían sorprenderse entre cacerías de elefantes, regatas con jeques árabes, cuentas multimillonarias en el extranjero, comisiones sin tributo fiscal, y una amante de alquiler con apellido filosófico que denuncia una campaña de acoso contra ella y sus hijos llevada a cabo por los servicios secretos y azuzada por la Casa Real española. Y no salió lo del medio millón de euros de la luna de miel de Felipe y Letizia pagada en dinero negro porque la noticia vio la luz esta semana.
Estamos hablando del poder arbitral del Estado, es decir, el elemento fundante y ejemplarizante de los atributos que han de constituir un aparato político saludable desde la perspectiva del bien común y la solvencia democrática, que en este caso supone todo lo contrario: la patrimonialización del Estado por la casa real y las minorías influyentes, el auténtico poder fáctico, que convierte al régimen del 78 en una gran fantasmagoría cada vez más necesitada del déficit democrático, la abolición de la política, el guerracivilismo dialéctico y la inmunidad coactus.
Enrique Tierno Galván hacía una gráfica analogía entre el poder, ese poder in the shadow que es el que manda sin someterse a escrutinio alguno, y un lobo afirmando: “La diferencia entre un lobo y el poder es que el lobo necesita al cordero para devorarlo, y el poder para esconderse tras él.
El cordero del poder fáctico en España, el que blinda a la monarquía, lo constituye el aparataje mediático, financiero y estamental que tiene en la corona la garante de la universalidad de sus intereses asumidos por el Estado como generales de la nación lo que convierte la democracia en un simulacro y las libertades y derechos individuales en una concesión del poder que, como gracia dispensada, se pueden limitar o suprimir.
Todo esto ha hecho que España se constituya durante siglos y hasta hoy mismo en un régimen de poder patrimonial: se heredan los bancos, las tierras, las grandes empresas, las influencias sociales y políticas en un constante ritornello. Las mayorías abandonadas, damnificadas, excluidas, intuyen que el régimen genera la imposibilidad de construir una alternativa que suponga un nuevo paradigma, una creación de sentido, que pueda servir de semántica común a la alteridad. Un proceso constituyente auténticamente democrático.
[1]
Izana Editores, 2018