Sebastiaan Faber / ctxt
La publicación de su libro en febrero fue acompañada por una serie de entrevistas en prensa. Me llamó la atención que casi todos los diarios aprovecharan la ocasión para convertir alguna cita suya en un titular que confirmase su propia línea editorial. "Podemos miente al perpetuar el mito de España como nación en decadencia," se leía en el ABC. "Pedro Sánchez no sabe de lo que habla cuando asocia España como nación", ponía en La Razón. La Vanguardia, en cambio, resaltó que, según usted, "Vox necesita películas históricas porque no tiene ideas". ¿Se sintió manipulado?
Sea sobre lo que sea tu investigación, la gente te lee como quiere.
La publicación de su libro en febrero fue acompañada por una serie de entrevistas en prensa. Me llamó la atención que casi todos los diarios aprovecharan la ocasión para convertir alguna cita suya en un titular que confirmase su propia línea editorial. "Podemos miente al perpetuar el mito de España como nación en decadencia," se leía en el ABC. "Pedro Sánchez no sabe de lo que habla cuando asocia España como nación", ponía en La Razón. La Vanguardia, en cambio, resaltó que, según usted, "Vox necesita películas históricas porque no tiene ideas". ¿Se sintió manipulado?
Sea sobre lo que sea tu investigación, la gente te lee como quiere.
Tuve
la impresión de que algunos de los periodistas ni se preocuparon por enterarse
de qué iba su libro.
Estoy
hasta las cejas de que me entrevisten sobre un libro sin haberlo leído. Pero en
este caso, me pareció que todos lo tenían leído y anotado. Me quedé contento
con las conversaciones. Por otra parte, soy muy consciente de que el titular no
lo ponen los reporteros. Esa parte no la controlan.
Algunos
historiadores hispanistas son fáciles de encajar ideológicamente. A Paul
Preston se le asocia con la izquierda; a Stanley Payne, con la derecha. Usted,
sin embargo, parece más escurridizo ideológicamente, y quizá por tanto más camaleónico.
Es
verdad. No lo digo mucho, pero yo soy de izquierdas en el sentido anticuado del
término. Lo que pasa es que, en mi experiencia, esto significa muy poco en el
contexto español. Aquí las actitudes son muchas veces menos ideológicas, en el
sentido convencional, que basadas en posturas históricas o regionales. Por
ejemplo, declararme de izquierdas aquí en Cataluña carece casi completamente de
sentido.
Una
figura como Payne, sin embargo, se perfila como intelectual de derechas,
incluso en el contexto español. No es casual que Javier Ortega Smith, durante
el debate de investidura en enero, fingiera ostentosamente leer uno de sus
últimos libros. Usted me parece diferente. No se me ocurre un político que se
quisiera fotografiar con su Invención de España.
A
Stanley lo conozco bien porque coincidimos un tiempo en la Universidad de
Wisconsin. Es verdad que se perfila como derechista en los medios españoles. Si
yo casi nunca afirmo mis preferencias ideológicas es porque, en mi experiencia,
no coinciden con las actitudes que normalmente se aceptan en España. Como ya le
decía, me considero de izquierdas, socialista. Pero el PSOE me parece una
amalgama de tendencias muy diversas, entre ellas algunas literalmente
reaccionarias, otras excesivamente nacionalistas y otras basadas en una
ignorancia supina del contexto internacional. Por lo tanto, aquí no tiendo a
encajar fácilmente en ninguna categoría. Y cuando me denuncian en la prensa
española, nunca es por motivos ideológicos. La crítica más frecuente es que me
llamen antiespañol. Ahora bien, lo que signifique ese término depende de cómo
se entienda “español”. Si me lo escupe un castellano como Arturo Pérez Reverte,
es porque mi obra entra en conflicto con sus presuposiciones de lo que es o
debería ser España. Pero lo que intento hacer en este nuevo libro,
precisamente, es negar que España sea una u otra cosa. Al mismo tiempo, he
querido expresar la idea de que una persona puede enorgullecerse de ser
español, aunque ese orgullo esté basado en mitos, porque así ocurre en todos
los países del mundo. En cierto sentido, por tanto, este libro ha sido un
intento por hacer las paces con los que me consideran un historiador
antiespañol.
¿Y
ha funcionado?
No,
no ha funcionado, y le diré por qué. Muchos de lo que han comentado el libro no
lo han leído. Simplemente se empeñan en la imagen que ya tienen de mí como un
autor antiespañol.
¿Para
quién ha escrito este libro?
Un
público español no especialista. Para una edición en inglés, tendría que
reescribir buena parte. Muchas de sus páginas están dedicadas a desmontar
representaciones absurdas que siguen manteniendo muchos españoles pero que
apenas se tienen en el extranjero. Por ejemplo, paso dos páginas explicando
algo que para mí y para usted es perfectamente obvio: que los Países Bajos no
eran una provincia española.
Sí
y no. Para mí es muy importante haber vivido muchos años aquí. Mi esposa es de
aquí. Trabajé en el CSIC durante muchos años. Soy parte del paisaje. Por tanto,
he tenido que asumir el punto de vista español. Solo viviendo aquí he llegado a
comprender la inmensa hostilidad que hay, sobre todo en Castilla, hacia el
mundo exterior. La constato cada vez que tengo algún roce con Pérez Reverte,
por ejemplo. Él es el summum del nacionalismo español radical: un fanático
total en su compromiso con la imagen tradicional, conservadora, romántica que
asumen los castellanos, sobre todo. Los catalanes, en cambio, no me son tan
hostiles. Pero como yo tampoco confirmo su punto de vista, suelen ignorar mi
obra.
Los
mitos del relato nacional español que desmonta en su libro, ¿dónde se
manifiestan o propagan? ¿Solo en la cultura popular y el discurso de los
políticos? ¿O también en la educación secundaria o las universidades? ¿Todavía
hay profesores que defienden que la Reconquista fue una guerra de 800 años
contra el invasor musulmán?
Sí,
los hay. Hay profesores de secundaria e incluso de universidad que no tienen un
interés verdadero en lo que enseñan y siguen repitiendo los viejos mitos.
También se propagan en la prensa. Siempre son las mismas historias: sobre la
Reconquista, la Inquisición, la revuelta de los holandeses, la Conquista de
América que supuestamente realizaron solo 300 españoles, etc. Y se perpetúan a
pesar de lo que digan los libros, míos o de otros investigadores.
¿A
qué se debe esa persistencia?
A
los defectos en el sistema de educación, sobre todo de secundaria para abajo.
Mi mujer fue profesora de instituto y lo hemos hablado a menudo. Uno ve cada
tanto tiempo que en algún rincón de España se celebra, por ejemplo, la
rendición de Breda como una gran victoria española, con Velázquez plasmando la
actitud caballerosa de los españoles, etc. Cuando la realidad es que Velázquez
no sabía nada del evento y solo pintó su famoso cuadro años después. La situación
es lamentable. Y ya sé que mi libro hará poco por remediarla. Aunque me alegré
al ver que pasó un mes encabezando la lista de los libros de no ficción más
vendidos.
¿Cuánto
del problema educativo cabe achacarlo al franquismo?
Gran
parte. Porque las reformas que debían haberse implementado con la llegada de la
democracia en los años setenta nunca se implementaron. Ahí la creación del
sistema de las autonomías no ayudó. Se nota la falta de una coordinación
central. Cuando José Álvarez Junco volvió de sus años en Estados Unidos,
recuerdo que le preguntaron en una entrevista qué reformas implementaría en la
universidad española. Contestó que, entre otras cosas, reservaría una cátedra
en toda universidad principal para un profesor extranjero que pudiera
proporcionar una perspectiva diferente sobre la realidad española. Obviamente,
eso nunca se hizo. Una medida así provocaría una amarga oposición, igual que la
hubo cuando yo conseguí una plaza en el CSIC.
Acaba
de decir que la persistencia de los mitos es lamentable. Pero su postura en el
libro es menos contundente. “El mito y la realidad son aceptables por igual”,
escribe, “porque cada uno tiene un papel reconocible en la forma en la que
elegimos construir, es decir, inventar, el pasado”. ¿Hay una tensión entre su
afán por desmontar los mitos y el reconocimiento de su importancia o incluso su
valor?
(Suspira.)
Es una buena pregunta, fundamental, que me he negado a afrontar, porque me
llevaría a plantear el concepto de la verdad histórica. Y no es un tema al que
me interese entrar. Volvamos al caso de Breda. El relato de la rendición tiene
obvios elementos nacionalistas, míticos, ficticios. Esa dimensión es falsa,
pero no se puede descontar. Tiene un peso. Por eso me niego conscientemente a
postular el concepto de la verdad histórica. Obviamente todos los historiadores
intentamos aproximarnos a la verdad de los hechos. Pero hay que reconocer que
hay otras realidades más allá de la verdad fáctica. Y más en el caso de España,
que nunca logró convertirse en país y sigue luchando todavía hoy por lograrlo,
como se ve todos los días en los medios. Por eso he intentado en mi libro
valorar el papel de los mitos al igual que los hechos históricos.
A
ver si le entiendo bien. Dice que todo Estado-nación ha inventado su identidad,
construyéndola sobre mitos y ficciones, pero que en el caso de España ese
proceso no funcionó tan bien como en otros países, o por lo menos está aún sin
acabar.
Así
es.
Pero
entonces, ¿cómo concibe su papel como historiador? ¿Solo constata ese mal
funcionamiento, o trabaja conscientemente para mejorarlo? En otras palabras,
¿se limita al diagnóstico o le interesa curar al paciente?
Me
interesa curarlo. Por eso, precisamente, estoy dispuesto a conceder cierto
valor a la mitología, aunque me interesa que esta coexista con un relato más
acorde a la realidad histórica. Le doy otro ejemplo: el mito de Miguel Servet
como héroe nacional y campeón de la libertad religiosa. Aunque acepto el mito y
los rituales y celebraciones a que da lugar en su pueblo natal, me interesa
establecer algunos hechos históricos irrefutables que demuestran con claridad
que el Servet de verdad no fue ningún héroe y ningún defensor de la libertad
religiosa. Intento sentarme entre dos taburetes: el mito y la verdad histórica.
Y
mientras tanto, España sigue sin resolver su relato nacional.
Tardará
muchos años en resolverlo. Porque los propios españoles no paran de pelearse.
Bueno,
a veces algún político o el propio rey insisten en que “todos somos españoles.”
Eso
me temo que no sirve para nada. La cosa es más compleja.
Los
historiadores españoles que han dominado el campo en las tres primeras décadas
de la democracia, como José Álvarez Junco, Juan Pablo Fusi o Santos Juliá
–algunos de los cuales, como usted, estudiaron con Raymond Carr– comparten su
diagnóstico de que los mitos han tenido un peso excesivo en el relato nacional
español. Pero la cura que han propuesto ha sido diferente: se han presentado a
sí mismos como guardianes de la objetividad histórica, como expertos académicos
cuya metodología les permite llegar a la verdad. La actitud que adopta usted me
parece más relativista, más modesta, precisamente porque se niega a entrar al
tema de la verdad histórica. Se me ocurre que la cura que propone para España
es menos una inyección de verdad, o una protección aséptica contra los mitos,
que simplemente una serie de mitos mejores.
Así
es. Pero además hay otro factor a tener en cuenta. Los historiadores a los que
cita –todos muy buenos y conocidos– tienen una gran ventaja. Son
predominantemente historiadores políticos. Se ocupan de circunstancias
políticas que son relativamente fáciles de corroborar mediante documentos o de
expresar en términos estadísticos. Raymond Carr era un historiador puramente
político. Álvarez Junco, por otra parte, entra al territorio del nacionalismo,
lo que automáticamente provoca más reacciones discrepantes. Igual que me
criticaron a mí cuando me ocupé de la Inquisición.
Quiero
volver a la pregunta de los mitos mejores. Cuando usted se empeña, por ejemplo,
en desmontar el mito de la Reconquista, ¿está creando un espacio para que pueda
surgir otro mito sobre ese período, un relato nacional que sirva mejor para
cohesionar España hoy?
Sí.
Estoy convencido de que tenemos que hacer concesiones ante la mitología,
asumirla en sus propios términos. No me puedo permitir recaer en una burda
distinción entre verdad y mentira. Porque entonces me condenaría a mí mismo a
un discurso de hechos brutos. Y así no hay forma de acabar con una perspectiva
satisfactoria.
Su
libro es muy amplio: cubre más de veinte siglos, desde Numancia hasta el XIX.
Abarca
demasiado, ya lo sé. Pero lo vi necesario porque quería explicar por qué les ha
costado tanto a los españoles llegar a una situación en que puedan decir
simplemente: “Yo soy español.” Hoy hay mucha gente en España que nunca jamás
emplearía esa frase.
Y
para usted, ¿esta situación es de lamentar?
Sí,
es de lamentar. Porque los españoles, por más divididos que estén
políticamente, comparten importantes aspectos de su historia, su cultura, su
comida, su música. Quiero decir que hay margen para una identidad colectiva más
plenamente asumida. Que no haya surgido me parece triste. Aquí donde vivo yo,
por ejemplo, no se habla de España sino del Estado español.
Esta
preocupación suya la comparten otras personas en España. Pienso, por ejemplo,
en su buen amigo Pérez Reverte, al que le chirría la costumbre catalana de
hablar de “Estado español”. O en María Elvira Roca Barea, que también aboga
porque los españoles acepten su identidad nacional con más entusiasmo y menos
complejos. Y, sin embargo, no tengo la impresión de que usted comulgue con
figuras así.
(Ríe.)
No.
Bromas
aparte, ¿qué piensa del fenómeno Roca Barea?
Me
parece tan absurdo que evito hablar de él. Sencillamente soy incapaz de
expresar una opinión sobre una persona que no sabe nada. Pérez Reverte, en
cambio, es un buen creador que de vez en cuando se presta a un duelo conmigo.
Y,
sin embargo, Roca Barea forma parte de un linaje de filólogos con aspiraciones
de historiador que han hecho contribuciones importantes a la mitología
nacional: Marcelino Menéndez Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro…
Pero
son categorías distintas.
Perdone
que insista, pero ¿el tremendo éxito de ventas de una Roca Barea, no acaba por
confirmar, en cierto modo, su diagnóstico? ¿Puede ser un síntoma del problema
que señala?
Casi
con toda seguridad, sí. Aunque, como decía, también mi libro pasó un mes en la
lista de los más vendidos.
¿Quiere
decir que su libro satisface una necesidad parecida a la de Roca Barea?
No
lo creo. Sería interesante hacer un análisis sociológico de los que compran sus
libros. Que yo sepa, por ejemplo, apenas se venden en Catalunya. Los míos, sí.
Tengo la impresión de que los que compran los libros de Roca Barea lo hacen
porque ya comparten su punto de vista. Y además son bastante hostiles a los
historiadores británicos o norteamericanos que nos dedicamos a escribir sobre
España, seamos John Elliott, Paul Preston o yo mismo.
Todos
enemigos de España.
A
mí me lo han llamado con bastante frecuencia. Y cosas peores.