13 sept 2019

La guerra civil como mérito

  En 1977, en plena tarea de la Ponencia constituyente, un sobre procedente de Moncloa redactado por altos militares ponía fin a la cuestión territorial abierta tras la muerte del dictador. El miedo como motor del Consenso. 

 No deja de encerrar cierta paradoja, señala Ángel Viñas, que "los descendientes de un sector de aquella derecha [desde su calidad de vencedores] no tuvieran más remedio que aceptar gran parte de los cambios que en su momento preconizó la República”. Ciertamente tocaba a la vez “salvar otras muchas cosas, aparte de posiciones de poder económico y social. Los crímenes del franquismo se olvidaron”.

 En algún momento, Gonzalo Torrente Ballester diría aquello de que él se hizo falangista al ver fusilados a todos sus amigos. En interesante sobremesa dirigida por Sánchez Dragó, España como problema (1983), el literato parece desquitarse desde una aguda crítica secundada por José Luis Abellán autor de la imprescindible Historia Crítica del Pensamiento España al aludir al informe sobre la Ley agraria de Jovellanos: España como problema o acaso sempiterno cortijo no ya de unos pocos, sino de los mismos. Lo demás, desde la Universitas Christiana, es mero pretexto, había señalado previamente Torrente Ballester.

 La nítida afectación por las derivadas de la cuestión territorial de la que participa el propio desmoderador, o algunas peticiones de principio como la apelación a la Inquisición en tanto "única institución nacional" [cuando en puridad, siquiera podría hablarse de una institución confederal, sino más bien ultraterritorial o supranacional en tanto católica o universal] quedan en segundo plano ante una sexta intervención; la del soldado que no teme enmascarar su verdad.  

 A medida que avanza el debate, Ernesto Giménez Caballero, tradicionalista, opositor republicano, histórico falangista, ideólogo, en fin, de la dictadura, gusta de proclamar hasta por tres veces su triunfante Victoria frente a la antiEspaña. Visto en perspectiva, el indecoroso confort, si así puede denominarse, con el que Giménez Caballero reivindica aún en 1983 la Guerra Civil, nos regala una, cuando menos, ilustrativa pincelada, no ya de la reverencia de una sociedad desgajada de sus más básicos fundamentos civilizatorios, o carente de cualquier autonomía crítica, también del distorsionado sentido común sobre el que habría de resolverse aquel pacto constitucional seis años antes.

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