Hablaba
un joven Manuel Azaña –El problema español– del "adormecimiento de la vida pública española"; de la "resignación y mansedumbre" de
una sociedad civil que desconociendo sus intereses "no sabe ni lo que le conviene"; de la ignominia, en fin, de "un régimen al servicio de unos pocos cientos de familias acampadas sobre el país". Transcurrido un cuarto de siglo desde aquellas palabras –tras la disolución de la coalición
republicano-socialista y las consecuencias derivadas del acceso al poder de los
radical-cedistas–, el político republicano no temía abroncar a su potencial
electorado –mitin de precampaña en Toledo, el 13 de febrero 1936–, señalando a los "escarmentados". En dicho discurso, Azaña reprende a todos "aquellos que
aún no han aprendido a saber lo que vale la papeleta electoral, que ya va
siendo hora", para posteriormente referirse al castigo y padecimiento, "bien
merecido", subraya, de quienes dejaron de votar y ahora se lamentan. “No basta decir “No voto”, porque si [la
política] no les interesa a ellos, a otros sí les interesa, y al salirse de la
lucha electoral lo que hacen es dejarla en las manos que les van a acogotar”.
En nuestros días, a los habituales prescriptores de opinión, se unen sondeos y encuestas, tan creadoras de aquella. No sabemos con qué intención, se suma últimamente un persistente nuevo eco mediático: la opinión de los fieles de la radio, si así pueden llamarse, entrando en cascada: “Pues yo he votado a las izquierdas y ya no les pienso volver a votar” sentencian distintos criterios –salpicados, claro, de disensión– que acaso han de estimular el paradigma. No faltan expertos en sondeos apelando a las consecuencias de un descontento general dispuesto a castigar a sus representantes y desafiar por defecto cualquier porcentaje respecto a la participación electoral. Llega a insinuar alguno de ellos que, a día de hoy, la participación podría incluso acercarse al 50%. El empleo del condicional, con vigencia de 24 horas, no tiene desperdicio.
En nuestros días, a los habituales prescriptores de opinión, se unen sondeos y encuestas, tan creadoras de aquella. No sabemos con qué intención, se suma últimamente un persistente nuevo eco mediático: la opinión de los fieles de la radio, si así pueden llamarse, entrando en cascada: “Pues yo he votado a las izquierdas y ya no les pienso volver a votar” sentencian distintos criterios –salpicados, claro, de disensión– que acaso han de estimular el paradigma. No faltan expertos en sondeos apelando a las consecuencias de un descontento general dispuesto a castigar a sus representantes y desafiar por defecto cualquier porcentaje respecto a la participación electoral. Llega a insinuar alguno de ellos que, a día de hoy, la participación podría incluso acercarse al 50%. El empleo del condicional, con vigencia de 24 horas, no tiene desperdicio.
¿Cómo
revertir, pues, la tradicional mansedumbre civil denunciada por el gran orador republicano
en tiempos de la descomposición canovista? La deducción más inmediata no parece
dejar mucho espacio a la imaginación: no votar diríase el último y más moderno acto de protesta. Mismo mensaje defiende últimamente
algún célebre tertuliano televisivo que, al parecer, ya sólo aspira a ser amado
por los mismos que lo denigran y descalifican un día sí, otro también.
Lo decía Cánovas en sede parlamentaria: “Nación es cosa de Dios o de
la naturaleza, no de invención humana… No puede ser, por tanto, producto de
plebiscitos diarios…”. La Grande Armée mediática no se detiene: decepción, hartazgo, hastío, denunciantes
de los costes electorales, militantes de la abstención… Amargo exotismo, qué duda cabe, éste de las urnas. Los huérfanos de estética ya tienen dónde aferrarse. El abstencionismo como nueva sofisticación civil.
"¡No
votad!” exhortaban los anarquistas en 1933. “¡Votad a España!” clamaban los
católico-monárquicos en 1936. Hoy todo es más sutil. Como pueblo podemos llegar
a superar las más altas cotas de la desafección política al tiempo que somos casi ensalzados por los mass media. Quién sabe si llegará el día en que acabemos recibiendo octavillas
del tenor: “Ciudadano, ¡muestra tu agudeza no votando; aléjate
de las urnas!" Vayamos pensando, pues, en concentrar nuestro voto o, caso contrario, retraigámonos.
Lejos de lo que pueda sospecharse, cuanto hoy ocurre deriva de la calculada incapacidad estructural del régimen pergeñado en 1978. Dicho "cortocircuito sistémico –en palabras recientes de Juan Antonio Molina–, no es tanto corolario de la desaparición del bipartidismo, como de la inexorable necesidad del régimen del unipartidismo, es decir, la imposibilidad estructural de poder asumir auténticas políticas de izquierdas, ni tan siquiera las derivadas del moderado reformismo escolástico que hoy representan las fuerzas de progreso". Como consecuencia, la ingobernabilidad. De modo que se trata, básicamente, de volver a gobernar el país desde su infértil estabilidad, si así podemos denominarla. ¿O es que acaso están nuestros políticos para arriesgarse a fracasar, o incluso hacer política?
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