18 jul 2018

El problema español

  Faltan aún dos décadas para el advenimiento de la II República. En 1812 las Cortes de Cádiz protagonizaban un imposible proceso constituyente; la insuficiencia estructural del país condenaría toda esperanza. Ya entrado el siglo XX, tras un siglo de guerracivilismo carlista y despotismo liberal, alumbra una nueva generación dispuesta a enmendar seculares lastres y vicios de la tradicional clase rectora. Si el denominado Sexenio democrático había desembocado en el fracaso del primer ensayo republicano, el agotamiento del turnismo y la farsa parlamentaria anuncian la creciente excepcionalidad. Con Canalejas (1910-1912) se asistía acaso al primer y último intento honesto de regeneración; asesinado el buen político, más de lo mismo y un esteril gobierno de concentración, preludio de la dictadura monárquica.

 En la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares (febrero de 1911), un joven reformista conferencia con insólito verismo sobre las grandes taras del país. Manuel Azaña no vacila a la hora de esbozar algunos de los ejes en torno a los cuales proyectará en el futuro su dimensión política e intelectual.


  "Me propongo, cediendo a vuestra cariñosa invitación, hablaros en esta y en sucesivas conferencias de unos cuantos temas que, a mi juicio, os deben interesar (…)

 Pertenezco a una generación que está llegando ahora a la vida pública, que ha visto los males de la patria y ha sentido al verlos tanta vergüenza como indignación, porque las desdichas de España, más que para lamentarlas o execrarlas, son para que nos avergoncemos de ellas como de una degradación que no admite disculpa. Yo recuerdo los tiempos en que nos hacíamos hombres, cuando comenzaban a llegar a nuestros oídos los primeros ecos de la vida nacional, y recuerdo, como recordaréis todos, que sólo percibíamos palabras infames: derrota, venalidad, corrupción, inmoralidad... Y era lo más triste que el pueblo parecía conforme con este oprobio y se revolcaba satisfecho en un cenegal sin creer en sí mismo, ni en sus hombres, ni en su destino histórico; sólo creyó en su miseria; recreándose en ella lo negó todo: la justicia y el derecho cuando vio impunes los crímenes de lesa patria; la libertad porque la sombra de ella consignada en las leyes no le impidió la caída y suspiró por un amo que le hiciera marchar a latigazos ya que él no era capaz de andar solo; negó también la historia —una historia ficticia, inventada por el fanatismo para nutrir la superstición— y, por último, se negó a sí mismo, rehusándose el derecho a vivir, y temió o esperó, no se sabe, una injerencia extranjera o una repartición.

 De todas las numerosas y antiguas causas que produjeron en la nación española este estado moral, nosotros, los hombres de mi generación, somos absolutamente irresponsables. Nos horroriza el pasado, nos avergüenza el presente; no queremos ni podemos perder la esperanza en el porvenir, y, con toda la energía y toda la razón del que por culpas ajenas se ve envuelto en desgracias no merecidas, hemos alzado la voz de nuestra protesta y trabajamos porque el mal no se perpetúe. Comprenderéis perfectamente que sólo por este medio conservaremos nuestro derecho a la crítica; no podremos erigirnos en jueces si nos hacemos culpables de las mismas faltas que tratamos de condenar. De ahí nuestro propósito y el empeño vivo de esta noche, de correr en misión la tierra española queriendo persuadir a nuestros conciudadanos de que hay una patria que redimir y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad.

 Por la cultura he dicho y si lo meditáis bien comprenderéis que lo he dicho todo. Porque el milagro realizado en aquellos españoles que han logrado disipar las espesas tinieblas que al espíritu nacional envuelven desde hace siglos, queremos que se extienda en sus efectos y vivifique a todas las masas del pueblo. Lo queremos por necesidad íntima y cordial de nuestra alma, lo queremos por la salud de la patria. Ya es tiempo de que la nación española deje de ser un pueblo ignorante y aborregado, que no sabe de sí absolutamente nada, ni de sus cualidades ni de sus defectos, ni de lo que le debe la civilización universal ni de las deudas que a su vez tenga para con la civilización misma. Es preciso reconstruir la conciencia nacional para que el solar patrio deje de ser un campo de desolación sobre el que de vez en cuando se levanta un alma grande a llorar los desengaños y las desventuras y a profetizar otras mayores: unas veces con la desconsolada burla de Cervantes, en cuyo libro palpita un pueblo que se ha sentado al borde del camino de la historia, renunciando a su destino; otras con la desgarrada procacidad de Quevedo; que, en tiempos más próximos, halla su expresión en la amarga protesta de Fígaro y en nuestros días suena en los discursos y en los escritos de Joaquín Costa con los acentos de una maldición.

 Este espectáculo, ya secular, de un pueblo inerme, que fluctúa entre deseos que no sabe expresar, a merced de corrientes espirituales que le envuelven y que desconoce, sintiendo dentro de sí energías que se disipan por falta de empleo, es preciso que concluya. Es preciso que el pueblo español tenga, como Saulo, su camino de Damasco; que se horrorice de su lepra, que llore lágrimas de sangre por un ideal de vida que, de momento, no podrá alcanzar, que luche y forcejee, en suma: que prepare los caminos a las generaciones que vendrán, contentándose con ver desde muy lejos la tierra prometida. Tal es el móvil inspirador de esta campaña (…)

 España, con anterioridad a esos otros males a que antes aludía, padece: en lo económico, anemia secular, producida por falta de explotación de sus recursos naturales, por la mala gerencia de los que explota, por la codicia ininteligente de su régimen fiscal, fundado en el aplastamiento del más débil, y que se refleja en la pobreza de todos y en la sangría irrestañable de la emigración, fenómeno sencillísimo: donde no se cuece pan más que para uno, es imposible que coman tres y que los tres queden hartos, porque el milagro de los panes y los peces, que sepamos, no ha vuelto a repetirse.

 En lo moral padecemos un absoluto y universal desconocimiento de los deberes de cada uno para con sí mismo y los demás, lo cual origina la rapacidad egoísta en los de arriba, la abyección infrahumana de los de abajo, la depresión de ánimo consiguiente a todo ser, hombre o pueblo, absolutamente desorientado y que no sabe lo que quiere ni lo que le conviene.

 Y, por último, como causa y efecto a un mismo tiempo, expresión la más humillante de nuestro estado, una ignorancia e incultura espesísimas, que alcanza a todos, que se refleja en las conversaciones, en los modales, en los libros, en los periódicos, en los discursos y hasta en los juegos y distracciones, y que a veces se delata en hechos de una fuerza brutal, que parecen del siglo X (...)

(…) Porque el único medio de que la masa general de la nación adquiera un conocimiento exacto de sus necesidades reales, de los obstáculos que se oponen a su satisfacción y de los medios útiles de removerlos, es una instrucción, una enseñanza bien orientada y firmemente dada desde la escuela hasta la universidad, y en España, la enseñanza no sólo no sirve para eso, sino que es una de las principales causas de desconcierto y confusión. Y lo seguirá siendo mientras continúe montada de este modo, que hace de ella: por su organización, una industria; por su técnica, es decir, por los procedimientos empleados para enseñar, una mutilación del espíritu; por su contenido, es decir, por lo que se enseña, una mistificación, un engaño. El resultado es estafar a la juventud sus días más alegres, sus años mejores, y, además, en la mayoría de los casos, inutilizarla para todo estudio serio en el porvenir.

 Que es una industria, lo comprenderéis con sólo fijaros en que el Estado hace artículo de renta, fuente de ingresos lo que en todas partes es la misión más ardua, más delicada y que más respeto infunde a la conciencia de todo hombre honrado de cuantos están confiados a los poderes oficiales. El Estado convierte la instrucción pública en una oficina de expendición, mediante ciertas sumas, de títulos académicos que son patentes de corso para echarse a navegar por las turbias aguas de la administración, y cuando no usa de este monopolio es para entregarlo a manos mercenarias, a espíritus cerriles y mal orientados, y el daño es entonces mucho mayor.

 El ambiente que hay para estas cuestiones en España aparece muy claro en este hecho: no hace mucho tiempo, en una capital de provincia se promovió una fuerte protesta y casi un conflicto de orden público, porque algunos catedráticos de su universidad, contra su costumbre, dieron en ser muy rigurosos, con lo cual el número de alumnos disminuía y las casas de huéspedes y los establecimientos de recreo de todas clases que viven de los estudiantes no ganaban dinero por falta de clientes.

 Que es una mutilación del espíritu no es menos evidente, porque no se estudia para saber, sino para aprobar, y no se enseña a discurrir ni se procura formar la inteligencia, sino que se obliga a los muchachos a recitar de coro ridículos manuales, llenos de insensateces, lo cual basta para conseguir el ansiado sobresaliente, que llena de satisfacción y orgullo a la familia del estudiante, y que probablemente no es sino un paso más en la carrera de asno perpetuo.

 En cuanto a su contenido, que he calificado de mistificación y engaño, vosotros mismos podéis comprobar la verdad de mis afirmaciones. En general, a los muchachos en España no se les enseña nada que pueda ir contra el prejuicio religioso, ni contra determinadas instituciones políticas; para ello no se tienen escrúpulos en faltar descaradamente a la verdad, o en presentar las obras, los trabajos y los descubrimientos de los enemigos —como si en una labor verdaderamente científica pudiera haberlos— villanamente adulterados. Para probarlo basta un solo ejemplo, del cual todos vosotros sois mártires, esto es, testigos. Recordad cómo nos enseñaban en la escuela la historia de España, qué concepto nos hacían formar de nuestro pasado (…)

 (…) Nos indignaba la aspereza y el mal trato que otros pueblos nos daban, pareciéndonos que por envidia desconocían nuestros méritos y llegábamos a creer que todos los pueblos de la tierra se habían conjurado contra nosotros y éramos víctimas de una injusticia atroz. Nos aferrábamos cada vez más al pasado y esperando que un milagro nos restituyera a nuestro esplendor, hablábamos un lenguaje que los demás pueblos no entendían. Así se fueron formando generaciones y generaciones de gentes atónitas, sin esperanzas, sin rumbo, y por eso toda nuestra historia contemporánea ha sido una lucha incesante contra ese tradicionalismo analfabeto, el más cerrado, el más pétreo de cuantos movimientos regresivos han surgido en la historia (…)

 Y ahora yo os pregunto: ¿comprendéis el drama íntimo que se desarrollará en la conciencia de un hombre que, por sus circunstancias, por haber tenido tiempo, medios o inclinación, llegue a darse cuenta de todo esto? ¿Comprenderéis la indignación que ha de sentir cuando llegue a percatarse de que ha sido vilmente engañado y de que si quiere formar su criterio y sus ideas necesita echar por la ventana todo su trabajo de los mejores años, de lo cual no puede retener nada como no sea para aborrecerlo? La desesperación de recuperar el tiempo perdido, la contemplación de la magnífica carrera que su inteligencia pudo recorrer y que a la mayoría de los españoles se nos cierra, le amargará toda su vida. Sentirá vergüenza y dolor, tendrá lastima de sí, de sus contemporáneos y de la patria que entre todos destruimos. No podrá hacer en obsequio suyo más que evitar que otros sean víctimas y dará la voz de alarma.

 Cuanto llevo dicho, señores, sirve para asentar mi tesis, a saber: que estamos ante un conflicto producido por la ineducación e incultura nacionales; que esto es una herencia del pasado, fruto del estancamiento secular de España y de su divorcio de la corriente general del pensamiento europeo, y que durante nuestro sueño, las demás naciones han inventado una civilización, de la cual no participamos, cuyo rechazo sufrimos, y a la que hemos de incorporarnos o dejar de existir.

 Este apartamiento, este divorcio entre nosotros y el resto de Europa, se inicia en pleno siglo XVI, en el siglo español de la historia (…) España hizo su unidad política próximamente a cuando todas las nacionalidades modernas se constituyeron, y lo hizo por los mismos medios e implicando la misma transformación social que en todas partes, pese a los que quieren presentarnos a los Reyes Católicos como unos taumaturgos bajados del cielo (…)

 Por su teología hizo España las guerras de religión. Toda nuestra política interior y exterior de aquel entonces se defiende con textos de santo Tomás. El fragor de las batallas no es más que un remedo de las ruidosas luchas teológicas entre luteranos, calvinistas y católicos. Supuesto que poseíamos la verdadera fe, era necesario imponerla a fuerza de las armas. Durante un siglo, el poderío español fue el mayor obstáculo a la libertad de conciencia (…)

 Este sistema de uno contra todos, prolongado sin tregua solo podía conducir a la bancarrota y hundimiento de la nación. Ya en el mismo siglo XVI comienza a palidecer nuestra estrella; la Gran Armada contra Inglaterra perece sin combatir y perece estúpidamente, por desaciertos de un almirante inepto. Durante las treguas, el país no se rehace ni el tesoro se nutre. El agotamiento de la raza es rapidísimo, la ceguedad del Gobierno, absoluta, y cuando Europa se da cuenta de nuestra ineptitud, todos quieren llevarse algún despojo (…) En la Paz de Westfalia tuvimos que reconocer que aquello en cuyo favor habíamos luchado siglo y medio, y por lo que nos habíamos arruinado, era una irrealizable quimera (…)

El movimiento filosófico español del siglo XVI, si muy variado y activo, no se distingue por la originalidad. Aparte de Vives, apenas puede citarse otro nombre de aquella época que haya influido en el pensamiento filosófico de Europa. Nuestros teólogos filosofaban para hacer una filosofía católica (…) Y esta labor, como todas las de su clase, se acaba en sí misma, no es progresiva, porque dada la pauta de la fe, por mucha que sea la sutileza que en ello se ponga, siempre ha de llegar el momento en que haya de decir: todo está explicado. Y hecha la explicación filosófica, se incorpora a la misma creencia religiosa y viene a ser tan intangible como la creencia. De donde nace la paralización y la muerte del libre espíritu de investigación (…)

 Mientras así nos íbamos muriendo ¿qué pasaba fuera? La razón triunfaba; la corriente filosófica que tenía sus fuentes en el Renacimiento, iba engrosando, la crítica y el libre examen se aplicaban a todos los órdenes (…) y mientras en España, los reyes, aliados a los pueblos, destruían a los nobles, y luego, ayudados por el ejército permanente borraban todas las franquicias y libertades locales, cuna de las libertades políticas, última salvaguarda suya, en Inglaterra, los nobles aliados con el pueblo, aniquilaron la tiranía, descabezaron a Carlos I, ensancharon la Constitución, y sobre las antiguas libertades comunales, de las que en nuestra patria ya no quedaba memoria, levantaron ese admirable edificio nacional británico, prueba imperecedera de lo que es capaz un pueblo consciente de sus destinos.

  ¿Hay alguien que pueda hablar de fines, de propósitos en la vida nacional española? Seguramente que no, porque esos propósitos no existen (…) Si la vida española carece de una orientación colectiva ¿cómo podrá funcionar el mecanismo político construido para servirla? No funcionará de ningún modo o será tal que cause asombro (…) Decidme ahora si nuestra democracia funciona de este modo. En primer termino, carecemos de una masa electoral que sepa sus intereses y los defienda (…) Como no hay idea nacional, vivimos en castas; unas odian, otras temen; unas devoran su furia, otras explotan a los furiosos, y así estamos, arma el brazo, esperando la hora de destrozarnos (…) Y nuestros partidos de gobierno no son más que unas cuantas familias que viven acampadas sobre el país, presidiendo esta orgía, transmitiéndose de generación en generación, de nulidad en nulidad, los grandes puestos, con una impudicia execrable, que toman en boca los nombres de la patria, justicia y libertad para sostener la mentira sin que se quemen sus labios y que incurren a sabiendas en la más tremenda responsabilidad, porque  ellos harán justas, y naturales y necesarias las más violentas revanchas que el pueblo cuando despierte pueda tomar.

 Y esto ha sido posible y se mantiene, porque esas clases llamadas directoras no se contentan con su actual usurpación, sino que han tratado siempre de conservarla para mañana y han matado todo impulso generoso sembrando el escepticismo y la desconfianza en el corazón del pueblo. De este modo, a ese pueblo que debiera ser su juez lo han hecho lacayo (…)

 Queremos una transformación de nuestro régimen económico, público y privado, constituido hasta el presente sobre la base del monopolio: Se monopoliza la tierra, y mientras 160.000 españoles huyen de su patria cada año, un solo español tiene media provincia inculta, destinada a coto de caza; se monopoliza la industria: para que unos cuantos fabricantes imprevisores y otros cuantos negocios más calculados subsistan, los productos alimenticios alcanzan precios fabulosos; se monopolizan, en general, los recursos todos nacionales (..) Queremos variar el sistema tributario, de suerte que quien más tenga pague más; queremos acercar el trabajo al trabajador, que el trabajo sea reproductivo e imposible la vida del parasito, llámese como quiera.

 En lo político necesitamos, como una condición indispensable, la revisión de todas las instituciones democráticas en nombre de su principio de origen, limpiándolas, purificándolas de todos los falsos valores que sobre ellas o a sus expensas se han creado, ni más ni menos que como en el siglo XVI se intentó la Reforma del Cristianismo, no para destruirlo, sino para restaurarlo, invocando las intenciones primeras y no principios puros de la Iglesia primitiva. ¿Democracia hemos dicho? Pues democracia. No caeremos en la ridícula aprensión de tenerla miedo: restaurémosla, o mejor, implantémosla, arrancando, de sus esenciales formas todas las excrecencias que la desfiguran. No odiéis ni os apartéis de la política, porque sin ella no nos salvaremos. Si política es arte de gobernar a un pueblo, hagamos todos política y cuanta más mejor, porque sólo así podremos gobernarnos a nosotros mismo e impedir que nos desgobiernen otros (…)

 ¿De quién, si no, vamos a recibir la justicia? ¿O esperamos, acaso, que el codicioso, el explotador, el privilegiado, renuncien voluntariamente a su privilegio, a su explotación o a su codicia? Nunca se vio tal; ¿o esperamos que todos esos hombres endiosados, a quienes la soberbia endurece el corazón, que creen que Dios creó el mundo solo para que ellos fuesen poderosos y respetados y para que los pobrecitos les besen humildemente el borde de su túnica, esperamos que tales hombres sientan ablandarse su corazón por un calor de humanidad? No debemos esperarlo, como tampoco debemos esperar que aquellos que encuentran en la improductividad actual del trabajo un medio de enriquecerse, mejoren las condiciones del trabajo mismo, ni que aquellos que encuentran en la ignorancia del pueblo una defensa de sus privilegios más fuerte que los fusiles, vayan a propagar una cultura que, por dignificar a los hombres y darles idea del valor de su personalidad, es esencialmente niveladora. Todo esto ha de ser misión del Estado; pero hay que arrancar sus resortes de las manos concupiscentes que lo vienen guiando.

 Quisiera yo señores, que esa invocación produjese sobre los perezosos, sobre los cobardes y sobre los escépticos el efecto de un trallazo que los hiciera erguirse para lanzarlos después a ese formidable asalto; quisiera que fuese para nosotros tan necesario como el aire que respiramos; pertenecer a una patria grande y respetada, grande por su espíritu, respetada por sus justas leyes. Redimamos al trabajo de sus actuales cadenas y el trabajo nos engrandecerá, y engrandeceremos a la patria por el reinado de la justicia.

  • El problema español / Conferencia pronunciada el 4 de febrero de 1911 en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares.

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