En
1940, pocos meses antes de morir en Portbou huyendo de la sombra fascista que
se extendía por toda Europa, Walter Benjamin (1892-1940) envió a su amiga
Hannah Arendt el texto que contenía su tesis sobre el concepto de historia.
Esta, a su vez, lo haría llegar hasta Estados Unidos a Theodor Adorno, quien
sería el responsable de su publicación dos años más tarde como parte de un
pequeño volumen en memoria de su ya difunto autor.
En
las pocas páginas que componían el texto, formado por dieciocho tesis y dos
breves apéndices, Benjamin condensaba y sistematizaba en su habitual estilo a
la vez contundente, críptico e incisivo el hilo rector que había estructurado
toda su producción filosófica a lo largo del turbulento periodo de
entreguerras. Fundiendo de manera original y única la influencia del misticismo
judío por un lado y la recuperación de un marxismo libre de las desviaciones
que habían llevado hasta el estalinismo por otro, las tesis planteaban la imperiosa
necesidad de repensar la teoría y la práctica de la interpretación del tiempo
histórico. Y configuraban también, según sus propias palabras, el armazón
teórico de su Obra de los pasajes, ese proyecto laberíntico que fue alimentando
sin cesar a lo largo de sus últimos años de vida.
Anticipándose al pesimismo y el desencanto que seguirían al horror de la Segunda Guerra Mundial (cuya más célebre cristalización filosófica habría de ser probablemente la Dialéctica de la Ilustración que el propio Adorno publicara junto con Horkheimer), las líneas que Benjamin escribió en París poco antes de la proclamación de la República de Vichy suponían, si tal vez no el acta de defunción de la historia tal y como había sido entendida de forma mayoritaria hasta el momento, al menos su sentencia de muerte.
Anticipándose al pesimismo y el desencanto que seguirían al horror de la Segunda Guerra Mundial (cuya más célebre cristalización filosófica habría de ser probablemente la Dialéctica de la Ilustración que el propio Adorno publicara junto con Horkheimer), las líneas que Benjamin escribió en París poco antes de la proclamación de la República de Vichy suponían, si tal vez no el acta de defunción de la historia tal y como había sido entendida de forma mayoritaria hasta el momento, al menos su sentencia de muerte.
Claro
que esta muerte, eso sí, tendría muy poco que ver con esa otra que unos
cincuenta años más tarde proclamaría Francis Fukuyama en su célebre ¿El fin de
la historia? Para Fukuyama, el fin de la historia implicaba no la
destrucción, sino la culminación de la concepción del tiempo histórico que
Occidente había elaborado sobre la base de la doctrina de la salvación
cristiana (como tan bien puso en evidencia Karl Löwith). El resultado era,
por tanto, la articulación del tiempo según grandes relatos (cristianismo,
liberalismo, socialismo, etc.), configurados como la unión de dos puntos
–principio y fin– ya fijados de antemano: el único camino posible formado por
la recta trazada por el tránsito entre A y B. Y este era, precisamente, el
dispositivo que Benjamin trataba de desactivar con sus tesis. Pues en la
complicidad con este tipo de discurso histórico encontraba Benjamin las razones
del triunfo del fascismo, propiciado por el fracaso de una socialdemocracia que
se había rendido a la confianza ciega en el futuro propia de la ideología
liberal reinante (“la opinión según la cual iban a nadar con la corriente”).
Para él se trataba de acabar con la fe, en buena parte de herencia ilustrada, en
que la historia de la humanidad supondría por sí sola un progreso infinito y
continuado.
En la complicidad con el discurso histórico encontraba Benjamin las razones del triunfo del fascismo, propiciado por el fracaso de una socialdemocracia que se había rendido a la confianza ciega en el futuro propia de la ideología liberal reinante
En la complicidad con el discurso histórico encontraba Benjamin las razones del triunfo del fascismo, propiciado por el fracaso de una socialdemocracia que se había rendido a la confianza ciega en el futuro propia de la ideología liberal reinante
Esta
forma de entender el tiempo histórico, impuesta en un proceso él mismo
histórico y, por tanto, no exento de tensiones y contradicciones, seguía en su
estructura el modelo básico de la teleología, esto es, la idea de que la
historia seguiría un plan predefinido tendente a un fin concreto. De modo que
el transcurso del tiempo no sería más que el camino ya marcado que habríamos de
recorrer hasta llegar a un destino virtuoso. Lo que justificaría, en aras de
ese bien final y supremo, que la historia fuese dejando a su paso un reguero de
víctimas, ya fuesen medios para llegar a ese destino o meros obstáculos a
sortear. Fue en este molde en el que fue tomando forma la conciencia histórica
occidental a medida que se iba desarrollando, hasta cristalizar en el
historicismo decimonónico como su expresión más representativa.
Frente
a este modelo, la conciencia mesiánica propia de la tradición hebraica
presentaba una estructura libre de ese tipo de ataduras: puesto que su mesías
aún no ha llegado, puede hacerlo en cualquier momento, y la historia puede
tener así su comienzo y su fin a cada instante. Lo que Benjamin pretende al
romper con esta lógica, despojando a la historia de su armazón teleológico para
reivindicar en su lugar la brusca potencia redentora del mesianismo, es
rescatar a las víctimas de este progreso, las flores pisoteadas al borde del
camino de las que hablara Hegel. Antes que fijar su mirada en un destino
glorioso, Benjamin se vuelve hacia atrás, hacia el pasado, para contemplar las
ruinas que la historia ha dejado a su paso, extrayendo de ellas la fuerza
redentora, nutriéndose “de la imagen fiel de los ancestros que habían sido
esclavizados, y no del ideal de los liberados descendientes”.
Se
trata, por tanto, de recuperar la memoria de los vencidos, y, para ello, frente
al relato cerrado del historicismo, Benjamin nos propone abrir el tiempo
histórico para desplegar sus infinitas posibilidades. Pues abriendo un punto del
tiempo se abren todos: abrir el presente significa poner en cuestión el relato
que explica cómo se ha llegado hasta él, lo que a su vez implica poner de nuevo
sobre la mesa todos los tiempos negados, toda aquella posibilidad histórica que
se cerró pero pudo perfectamente haberse hecho realidad. Y esto abre también,
por supuesto, el futuro, pues si todo pasado pudo ser, todo futuro podrá
también ser. Del mismo modo que para los judíos “cada segundo constituía la
pequeña puerta por la que el Mesías podía penetrar”, cada instante posee el
potencial mesiánico de redimir a toda la humanidad, de romper con el relato
histórico hegemónico y abrir las infinitas posibilidades que laten atrapadas en
su seno.
Benjamin nos propone abrir el tiempo histórico para desplegar sus infinitas posibilidades. Abrir el presente significa poner en cuestión el relato que explica cómo se ha llegado hasta él, lo que a su vez implica poner de nuevo sobre la mesa todos los tiempos negados. Y esto abre también el futuro
Benjamin nos propone abrir el tiempo histórico para desplegar sus infinitas posibilidades. Abrir el presente significa poner en cuestión el relato que explica cómo se ha llegado hasta él, lo que a su vez implica poner de nuevo sobre la mesa todos los tiempos negados. Y esto abre también el futuro
Frente
al camino cerrado y fijado del historicismo, la historia sería el lugar del
“tiempo-ahora” (Jetztzeit), esos instantes cargados de astillas del tiempo
mesiánico, capaces de interrumpir la forzada continuidad de la historia
reuniendo episodios históricos separados por cientos de años en un abrazo
revolucionario. Es decir, que la historia puede salirse a cada paso del camino
que el historicismo ha fijado para ella, puede romper con su curso establecido,
retorciéndose sobre sí misma o avanzando en una dirección inesperada –o,
incluso, de forma paradójica, haciendo las dos cosas a la vez–. Así obró la
Revolución Francesa al apropiarse del imaginario romano y reactivarlo,
liberando potencialidades que permanecían dormidas entre el peso muerto de la
historia al enlazarlas con acontecimientos separados de ellas pero con los que
entraban en constelación: esto es, establecían una relación distante pero
fuerte, móvil al tiempo que firme.
Aunque
todo esto pueda sonar muy extraño, se trata en realidad de una práctica más
bien común, puesta en evidencia por ejemplo en la relación que establecemos con
aquellas obras literarias o artísticas que consideramos clásicas: nunca
envejecen porque desde cada presente estamos siempre reactualizando su
contenido, poniéndolo en relación con nuestro tiempo, interpretando a este
desde aquellas y viceversa. Por ello la principal tarea del historiador o el
filósofo (en palabras de Benjamin: el “materialista histórico”) deberá ser
“cepillar la historia a contrapelo”, pues cada bien cultural está inmerso en un
proceso de transmisión que lo encadena al relato de los vencedores,
convirtiéndolo así en cómplice de sus crímenes, del olvido de todas las
víctimas dejadas atrás; pues “no hay documento de cultura que no lo sea al
tiempo de barbarie”.
Lo
que debe hacer entonces el filósofo –y con él el historiador, el crítico
literario, el artista, etc.– es tomar cada instante, cada objeto histórico (y
este cada objeto debe tomarse en sentido estricto, pues “nada que haya
acontecido se debe dar para la Historia por perdido”), como mónada, es decir,
como un punto temporal en el que se hayan cristalizadas todas las tensiones del
curso de la historia al completo, de modo que contiene el potencial de actuar
como reflejo de la totalidad del tiempo histórico. Y, con ello, de alterar, del
mismo modo, todo su decurso, haciendo posible con ello la redención de todas
sus víctimas. Si cada momento es el resultado de un complejo equilibrio de
fuerzas históricas, el frágil equilibrio resultado de la tensión entre pasado, presente
y futuro, la alteración de cualquiera de esas coordenadas tendrá que afectar
necesariamente al resto, que deberán reorganizarse de acuerdo con ese cambio.
La historia puede salirse a cada paso del camino que el historicismo ha fijado para ella, puede romper con su curso establecido, retorciéndose sobre sí misma o avanzando en una dirección inesperada
La historia puede salirse a cada paso del camino que el historicismo ha fijado para ella, puede romper con su curso establecido, retorciéndose sobre sí misma o avanzando en una dirección inesperada
Pues,
como decíamos al comienzo, la propuesta de Benjamin es a la vez teórica y
práctica, concierne a la vez al filósofo y al revolucionario, que habrán de
ser, en definitiva, lo mismo; las tesis son, por tanto, al mismo tiempo un
programa teórico y un programa político, esa unión de teoría y praxis siempre
perseguida por la filosofía. Si el requisito fundamental de la idea de progreso
era la existencia de “un tiempo homogéneo y vacío”, una vía despejada por la
que el desarrollo pudiese seguir sin sobresaltos su camino, Benjamin nos dice
que todo tiempo está siempre lleno, pleno, cargado de contenido, pues cada
época histórica está dotada de “una débil fuerza mesiánica” que puede
desplegarse a cada instante, cuando nuestra época entra en constelación con
tiempos pasados que abren nuevos futuros posibles, fragmentando el curso
cerrado de la historia para abrirla a la posibilidad del instante revolucionario.
La
destrucción de ese tiempo histórico impostado, de ese “progreso” pre-supuesto y
pre-definido, sería al mismo tiempo la redención de todas sus víctimas, de
todas las ruinas por él producidas. Pues la verdadera revolución solo será
aquella que libere a las generaciones pasadas a la vez que a las presentes y
futuras, rasgando el tejido histórico que les ha sido impuesto a todas ellas.
La tarea es, por supuesto, hercúlea, ya que “significa apoderarse de un
recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro”: ese instante en que la
revolución puede vencer o ser vencida, en que la historia puede elevarse hasta
los infiernos o descender hasta el terreno común de la humanidad. Benjamin
creyó vivir en ese instante, y parece cabal pensar que probablemente así fuera.
Y, tal vez, que ninguno hayamos dejado de hacerlo desde entonces.
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