Este cortocircuito sistémico no es tanto corolario de la desaparición del bipartidismo, como de la inexorable necesidad del régimen del unipartidismo, es decir, la imposibilidad estructural de poder asumir auténticas políticas de izquierdas, ni tan siquiera las derivadas del moderado reformismo escolástico que hoy representan las fuerzas de progreso
La gravedad de la crisis estructural, institucional y política que padece España y que en estos momentos se manifiesta en el bloqueo del sistema para construir mayorías parlamentarias compadecidas con la expresión del voto popular, tiene su pulpa nutricia, y de la que se alimentan todos los demás epifenómenos críticos, en una depresión totalizadora de poder, no por su carencia y por tanto la proliferación de vacíos de autoridad, sino por su exceso y concentración. Esta densidad de poder en círculos minoritarios conduce a que no exista posibilidad de equilibrios ni control, lo cual conlleva que dicho poder esté cada vez menos identificado con la democracia. El franquismo respiraba en el crepúsculo de las ideologías que Gonzalo Fernández de la Mora convirtió en ideología autoritaria y del apoliticismo de derechas como tan inteligentemente lo definió Perich, cuyas excrecencias seminales supo el caudillaje dictatorial transmitir en lo que se denominó la Transición.
Para las élites económicas y financieras el poder es su dominium rerum. Los hombres son distintos, sus ideas, pero el poder siempre es el mismo y tiende insensiblemente a concentrarse, no a difundirse. La dictadura no compartió el poder, lo transformó en el contexto de un sistema que supusiera un abanico ideológico que no chocase con sus intereses económicos y sociológicos. Lo que en la época canovista se llamó “partidos dinásticos” ahora eran “partidos de Estado” –concepto aberrante desde una perspectiva conceptual democrática– cuya condición adquirían admitiendo que los problemas no se relacionarían con debates básicos de filosofía e ideología, sino con medios y arbitrios.
Convivir
para la izquierda con este noli me tangere cuando no hay fenómenos políticos
sino la interpretación política de los fenómenos, le ha supuesto perder
cualidad y por consecuencia la idea de sociedad que propugna. La sociedad se ha
quedado sin instrumentos ideológicos de autodefensa ante la hecatombe y
trapacería que la derecha impone a las mayorías sociales al dictado de las
élites de siempre. El poder fáctico, por consiguiente, el único realmente
ejerciente en el país, y ajeno al escrutinio democrático de la ciudadanía, es
de índole privada que ha construido la vertebración del Estado para que sus
intereses sean considerados universales, dejando en un perverso barbecho los de
las mayorías sociales y, para ello, la ficción de una soberanía popular
amortizada.
Es
por ello, que la vida pública se caracteriza por una oligarquización de la
política, o su sucedáneo fantasmagórico, que diría Ortega, donde las
organizaciones políticas de izquierda, dinásticas o de Estado, han desistido
del cambio político y la transformación social, anatematizados por el sistema,
a cambio de representar un matiz en la uniformidad que el régimen político
exige, asumiendo que el acceso al usufructo suntuario del poder ya no viene de
la voluntad popular sino de la aquiescencia de las élites por cuanto el poder
de la ciudadanía está neutralizado por la falta de auténticas alternativas a la
hora de acudir a las urnas. Esto supone una crisis profunda de representación
cuyas consecuencias, como es el malestar cívico, la protesta, la libertad de
expresión o la disidencia han sido contrarrestadas con la criminalización de
sus manifestaciones, es decir, convirtiendo en delincuente al opositor
político.
Todo
ello, nos debería enseñar que la democracia, al menos en el actual régimen
político español, es algo que hay que construir permanentemente, incluso o,
sobre todo, contra los que dicen hablar en nuestro nombre. Sin embargo, el
monolitismo estructural al que ha llegado el régimen del 78, le dota de una
ineficiencia política paralizante cuyo germen radica en las grandes
contradicciones cada vez más extemporáneas y paradójicas. Este cortocircuito
sistémico no es tanto corolario de la desaparición del bipartidismo, como de la
inexorable necesidad del régimen del unipartidismo, es decir, la imposibilidad
estructural de poder asumir auténticas políticas de izquierdas, ni tan siquiera
las derivadas del moderado reformismo escolástico que hoy representan las
fuerzas de progreso.
Unipartidismo
en el sentido de que sólo es posible la aplicación ejecutiva de políticas conservadoras
sean cuales sean las siglas que las encarnen. De ahí la reelaboración
conceptual de los espacios políticos que ya no se sustancian entre izquierda o
derecha sino en constitucionalistas o no constitucionalistas en un intento de
unificación ideológica. Esto produce que la capacidad de decisión del elector
quede reducida a la mítica frase de Henry Ford; “Un cliente puede tener su
automóvil del color que desee, siempre y cuando desee que sea negro”.
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