Pilar López de Ayala interpretando una estereotipada versión de Juana la Loca en 2001 |
Si hay algo que no ofrece dudas es la turbulenta personalidad de Juana; excitable al máximo, furiosa sin límites, y capaz, si es necesario, de ligar sus protestas al sacrificio de su propia salud. Existe un elemento genético incontestable: demenciada murió su abuela, la madre de Isabel, apodada la loca de Arévalo –aquella bella portuguesa casada con Juan II que lograra desplazar a Álvaro de Luna–, y célebres fueron también los tremendos ataques de celos de la Católica respecto de las interminables infidelidades de Fernando.
En noviembre de 1510, el rey aragonés –de nuevo regente castellano tras ser reclamado por los mismos que lo expulsaron–, propiciaba una humillante visita sorpresa a Tordesillas junto a alguno de sus tradicionales enemigos: Medina Sidonia, el almirante de Castilla, el conde Ureña, el de Benavente… Todos tuvieron tiempo de contemplar a una reina desgreñada, no presentable, cogida a traición, que apenas podría enfundarse algo digno en presencia de sus repentinos invitados. Humillando a su hija, Fernando buscaba neutralizar cualquier nueva ocurrencia levantisca por parte de sus adversarios: si alguno de ellos pensaba en volver a urdir otro golpe a sus espaldas –acreditando la necesaria solvencia de su hija, la reina–, ahora se lo pensaría dos veces.
Era un periodo especialmente crítico para Juana; un año antes Fernando había decidido oficializar definitivamente su sacrificio recluyéndola en Tordesillas. Si desde la muerte de Isabel (1504) y, en especial, desde el regreso del Hermoso (1506) a la península, la nobleza castellana buscó defender la vergonzante versión flamenca que aspiraba a convertir las furiosas reacciones de la reina en enajenación y locura –lo cual justificaba el golpe en favor de Felipe y sus flamencos que, en último término, debía también beneficiar a aquella–, en respuesta, el aragonés reaccionaría –primero con su alegato en Cortes con el dossier de Moxica, y luego aliándose a Luis XII– en base a hechos consumados: si Juana iba a ser anulada, tal y como pretendían los golpistas, Fernando sólo podría jugar sus cartas en dicho escenario. Admitiendo la mayor, también a él correspondía por ley el gobierno según el testamento de Isabel.
Que Juana era una mujer excitable, irascible, incapaz de reprimirse en lo emocional, resulta patente y manifiesto. La clave no está en sus furiosas reacciones –por mucha razón que, en efecto, puedan encerrar sus alegatos– sino en la interpretación en beneficio propio que de esta personalidad hacen todos aquellos que la rodean. La ecuación se repite una y otra vez: Juana es, o no, reconocida por unos y otros, en función del provecho que obtiene cada cual. Ello ocurre no ya con los grandes; en el caso del Hermoso, y tras el sorprendente pacto de Fernando con Luis XII la Loca deja súbitamente de estarlo. Su marido, sencillamente, volvía a necesitarla.
El drama de la reina, señala Michael Prawdin, está, al contrario en ser intuitiva e inteligente, en conservar siempre su capacidad de análisis, una cierta clarividencia que, incluso aislada, nunca la abandonaría. El poder de su firma se había convertido en su sentencia. "De haber reinado en tiempos de paz, Juana hubiera resultado, al igual que su madre, una soberana emocionalmente inestable en su esfera privada pero apta, sin lugar a dudas, para asumir decisiones políticas junto a sus consejeros". “Todas las personas que la juzgaron [en aquellos años] incluso las que le fueron adversas, insistieron en que no estaba falta de entendimiento, que a menudo daba pruebas de un juicio penetrante y viril, combinado con ingenio y sentido de la ironía, sin carecer tampoco de tacto en sus acciones". “Si Juana hubiese sido menos “patológica” –añade Ludwig Pfandl– acerca de las promiscuidades de Felipe; en otras palabras, si lisa y llanamente las hubiese aceptado, su tragedia se habría evitado”.
Incluso en 1519-20, en el momento en que la burguesía comunera precisó de su firma, ella se negaría advirtiendo muy bien el alcance de esos decretos. Juana no era una revolucionaria antiseñorial. Con todo, interesa regresar a 1506. Justificar desde un estricto criterio médico el golpe de timón castellano urdido en contra de la reina y su padre, y en favor del flamenco, una vez la pareja real desembarca en La Coruña procedente de Flandes, no soporta un juicio honesto. Juana, soberana de Castilla, firme albacea de la voluntad de su madre –partidaria, por tanto, de mantener la regencia en manos de su padre, soberano aragonés–, contraria a que los flamencos se hagan con el gobierno y las dignidades del reino, y propietaria, en fin, de un vasto imperio por gestionar, interesaba incapacitada a todo el mundo. Apenas la pareja real arribaba a puerto, la reina era anulada por su propia nobleza en favor de Felipe, permaneciendo –al igual que en Países Bajos, desde que por carta intentase ratificar a su progenitor por encima de su marido–, privada de cualquier libertad de movimientos. Padre e hija, regente y reina propietaria de Castilla, nada podrían. Juana era apartada y Fernando automáticamente expulsado del reino.
Todos los
intereses que subyacen tras uno de los episodios más conmovedores de la historia de
España, el de la Loca y el Hermoso,
continúan hoy distorsionados en aras a un, diríase, acomplejado relato mítico o romántico
que sólo puede pretender rehuir una verdad bastante menos satisfactoria: la innoble actitud de los grandes en la disputa por el poder a la muerte de Isabel y, no menos importante, la posterior traición de todos ellos aplastando las libertades de Castilla, al pueblo castellano, a sus nacionales, si así puede hablarse, en beneficio propio y de los flamencos. Ya entonces, al igual que hoy, la patria de los más nada tenía que ver con la de sus elites.
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