La RAE define el término Ciencia como "el conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente". La virtud –o el problema– que ofrece la ciencia, también la histórica, es que la evidencia empírica es siempre demostrable. Así ocurrió, por ejemplo, con el comunismo en tanto fracasada interpretación o aplicación positiva del fecundo legado marxista, y así está ocurriendo en nuestros días con su opuesto teórico o ideológico: el nuevo orden neoliberal como última expresión del capitalismo en su momento de verdad, sin contrapeso histórico-político que lo modere.
Si un individuo es despojado de sus habituales niveles de bienestar, no puede resultar extraño que responda manifestando su resistencia más allá de que, de la noche a la mañana, y por arte de birlibirloque, vea emerger un nuevo imperio de sonrojantes palabras como resiliencia, emprendimiento, millennials y demás términos propulsados en el laboratorio de la indecencia con acaso el objetivo de lograr su gradual resignación. Será la manera en que el damnificado comience a recelar de las ideas mediáticamente hegemónica manifestando su oposición a la creciente injusticia social. Para todo ello no le habrá hecho falta haber estudiado materialismo histórico alguno.
Durante las últimas décadas, resulta habitual comprobar cómo cualquier propuesta política encaminada a recuperar los niveles de intervención democrática que enriquecieran a Norteamérica a partir de Roosevelt, o a Europa tras la Segunda Guerra Mundial, es de inmediato, desacreditada mediante –incuestionables, por lo visto– acusaciones de marxismo o comunismo. La rentable clave del nuevo fundamentalismo parece descansar en su inevitable asimilación como única vía posible de convivencia frente a una fantasmagórica amenaza dictatorial izquierdista que, debe presumirse, terminaría con nuestro sistema democrático. Lo que no se aclara con exactitud es quién lo destruiría, porque en efecto, la historia no garantiza que determinadas victorias electorales sean respetadas.
Así las cosas, y a medida que se evidencia el desmantelamiento de los fundamentos rectores de nuestra convivencia, emergen, a la fuerza, insospechados nuevos marxistas –cabría denominarlos–: indignados pensionistas o gremios de toda índole, un nuevo precariado, jóvenes desesperanzados, usuarios de servicios decimonónicos y demás turba antipatriótica. Acaso son ellos los enemigos de España. Nada que ver, desde luego, con la elevada política que nos brinda nuestro mineralizado y supervitaminado moderantismo, auténtico custodio de los verdaderos intereses generales de la sociedad.
Si un individuo es despojado de sus habituales niveles de bienestar, no puede resultar extraño que responda manifestando su resistencia más allá de que, de la noche a la mañana, y por arte de birlibirloque, vea emerger un nuevo imperio de sonrojantes palabras como resiliencia, emprendimiento, millennials y demás términos propulsados en el laboratorio de la indecencia con acaso el objetivo de lograr su gradual resignación. Será la manera en que el damnificado comience a recelar de las ideas mediáticamente hegemónica manifestando su oposición a la creciente injusticia social. Para todo ello no le habrá hecho falta haber estudiado materialismo histórico alguno.
Durante las últimas décadas, resulta habitual comprobar cómo cualquier propuesta política encaminada a recuperar los niveles de intervención democrática que enriquecieran a Norteamérica a partir de Roosevelt, o a Europa tras la Segunda Guerra Mundial, es de inmediato, desacreditada mediante –incuestionables, por lo visto– acusaciones de marxismo o comunismo. La rentable clave del nuevo fundamentalismo parece descansar en su inevitable asimilación como única vía posible de convivencia frente a una fantasmagórica amenaza dictatorial izquierdista que, debe presumirse, terminaría con nuestro sistema democrático. Lo que no se aclara con exactitud es quién lo destruiría, porque en efecto, la historia no garantiza que determinadas victorias electorales sean respetadas.
Así las cosas, y a medida que se evidencia el desmantelamiento de los fundamentos rectores de nuestra convivencia, emergen, a la fuerza, insospechados nuevos marxistas –cabría denominarlos–: indignados pensionistas o gremios de toda índole, un nuevo precariado, jóvenes desesperanzados, usuarios de servicios decimonónicos y demás turba antipatriótica. Acaso son ellos los enemigos de España. Nada que ver, desde luego, con la elevada política que nos brinda nuestro mineralizado y supervitaminado moderantismo, auténtico custodio de los verdaderos intereses generales de la sociedad.
"No les tengo miedo a los de afuera que nos quieren comprar, sino a los de adentro que nos quieren vender". Arturo Illia
ResponderEliminar