21 sept 2018

"¡De lo sublime a lo ridículo no hay sino un paso!"

  Diciembre de 1812. La Grande Armée regresa de Moscú. El invierno ruso se ha convertido en un infierno de hielo y nieve. Pero incluso extremadamente mermado, Napoleón logra resistir en el Beresina; es la última gran batalla rusa. 

 Con todo, la campaña se ha convertido en un gran desastre que va a modificar la suerte del imperio francés en toda Europa. Sumada la retaguardia lituana a los supervivientes, apenas 30.000 hombres, oficialmente, volverán a ver la cuenca del Niemen. De entre aquellos que llegaron a entrar en Moscú, quizá diez mil, acaso quince o veinte mil, siendo más que generosos (no es posible establecer una cifra exacta) sobrevivieron al invierno ruso. El funesto balance de la Grande Armée deja, por parte francesa, 200.000 muertos y 150.000 prisioneros. El resto, como mínimo otros 200.000, fue desertando desde el primer día. Una vez dejado atrás el Beresina, Napoleón puede, por fin, delegar el mando de los restos de su ejército y apresurarse en trineo hacia Paris.

 Llegado a Varsovia, Napoleón envía a Caulaincourt a la Embajada, mientras él, de incognito, se dirige al Hotel de Inglaterra. Allí se topa con los dos hidalgos polacos a quienes había enviado a buscar. Estupefactos, los dos hombres no dan crédito a sus ojos. ¿Qué hace aquí este hombre sólo? ¿Y la todopoderosa Grande Armée? ¿Dónde quedan los 400.000 hombres que han marchado con él a Moscú? ¿Dónde el aparato de batalla? De inmediato son reconocidos por el emperador, que avanza decidido hacia ellos lanzándoles una carcajada en señal de bienvenida:


“¿Cuánto tiempo en Varsovia? ¿Ocho días? Pues bien, no: un par de horas tan sólo. De lo sublime a lo ridículo no hay sino un paso… ¿Cómo está usted, señor Stanislas? ¿Peligros? ¡En absoluto! Mi vida es agitación; mientras más me ajetreo, más valgo. Solamente los reyes holgazanes engordan en los palacios; yo, a caballo, y en el campamento. ¿Sabe usted que los encuentro aquí demasiado alarmados? ¡Bah! El ejército está magnífico; tengo 120.000 hombres y he derrotado constantemente a los rusos. Ahora voy en busca de 300.000 soldados. Dentro de seis meses, estaré de nuevo en el Niemen.
 “¡Ahh, mucho peores las he visto! En Marengo me derrotaron hasta las seis de la tarde; pero, al día siguiente, era el dueño de Italia. En Essling me hice dueño de Austria. Aquel archiduque se figuró que podría detenerme; pero claro está que yo, ni nadie, puede impedir que el Danubio suba dieciséis pies en una noche. ¡Ah, sin eso la monarquía austriaca era cosa acabada! Pero ¡estaba escrito que me casaría con una archiduquesa de Austria!
 “Igualmente en Rusia, tampoco puedo impedir que hiele, ni que cada mañana vengan a decirme que he perdido 10.000 caballos en una noche. ¡Qué se le va hacer! Nuestros caballos normandos son menos resistentes que los rusos; y los mismo pasa con los hombres. Quizá no faltará quien diga que estuve demasiado tiempo en Moscú, pero hacía un tiempo hermoso, y esperaba la paz. ¡Ah, es un magnífico escenario político! Quien nada arriesga, nada gana. De lo sublime a lo ridículo no hay sino un paso. Pero la verdad es que ¿quién se iba a figurar que se les ocurriría un golpe como el incendio de Moscou? Jamás me he sentido mejor; y cuando tenga el diablo en el cuerpo, todavía me sentiré mejor, si cabe.(1)


  Por largo tiempo la verborrea de Napoleón abruma a los dos polacos, aleccionados a buen precio para divulgar exactamente sus instrucciones. Cambiados los caballos, y repuestas las fuerzas, el trineo imperial vuelve a precipitarse hacia Paris.

1-. Emil Ludwig / Napoleón

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