Juan Antonio Molina / nuevatribuna.es
En alguna otra ocasión he recordado que alguien tan poco sospechoso de afiliación izquierdista como Emilio Romero, ínclito falangista director del diario “Pueblo”, afirmó que la derecha, para ganar unas elecciones tenía que mentir y la izquierda, sin embargo, no. Simplemente porque la derecha defendía los intereses de doscientas familias y eso no daba votos suficientes. Es evidente que no hay once millones de banqueros que se beneficien de la reforma financiera ni once millones de grandes empresarios que se beneficien de la reforma laboral. El hecho de que la izquierda haya abandonado a su propio sujeto histórico, que constituye la mayoría demográfica y demoscópica, para asumir como universales, mediante una fantasmagórica transversalidad sociológica e inexistente centro político, los intereses minoritarios de las élites, ha supuesto la inautenticidad ideológica de la izquierda, una izquierda, por ello, sin metafísica y empobrecida en el ámbito de las ideas y cuyo corolario es una gravosa crisis de indiferenciación. Niega el conflicto social para acogerse a un progresismo identitario que no entra en colisión con los poderes económicos y financieros pero que la aleja de las mayorías sociales arrojadas a la pobreza y a la más onerosa desigualdad.
Este estado de cosas supone que el sistema no pueda sustentarse sino en el déficit democrático ya que las mayorías deben asumir políticas que implican su propia alienación, puesto que los conceptos universales, es decir, los que pasan por encarnar el interés general son aquellos minoritarios en conflicto con los de las mayorías sociales. La izquierda al abandonar la realidad del carácter antagónico de la sociedad se ha situado en una neutralidad impropia y por ello, ha dejado de ser universalista, ya no habla en nombre de la emancipación universal, puesto que la única manera de ser universal es aceptando el carácter radicalmente antagónico, es decir, político de la vida social, aceptando la necesidad de tomar partido. En este contexto, Bauman certifica que la izquierda ha abandonado a los débiles. Los partidos de izquierdas olvidaron, afirma el sociólogo de origen polaco, e incluso rechazaron abiertamente los dos principios axiomáticos en los que se basa la crítica izquierdista del statu quo: primero, que la comunidad tiene el deber de asegurar a cualquiera de sus miembros frente a un infortunio individual, y segundo, que la calidad de la sociedad debería medirse, no en función del bienestar medio de sus miembros, sino del de sus partes más débiles. En su lugar, prosigue Bauman, la izquierda compite con la derecha política por allanar el camino al gobierno de las minorías y de la filosofía que fomentaron con hechos y palabras, a pesar de la creciente injusticia, la desigualdad y el sufrimiento que ello conlleva.
Este abandono intelectual y material de las clases populares y medias por parte de la izquierda, deja unos nichos de influencia que el populismo de la ultraderecha sabe cubrir presentándose como una opción antisistema y antagonista de aquellos elementos políticos y sociales que son presentados como dañinos para las mayorías sociales. La ultraderecha, o fascismo tout court, en su ideología y en su praxis, no es sino un determinado principio formal de deformación del antagonismo social, una determinada lógica de desplazamiento mediante disociación y condensación de comportamientos contradictorios. De ahí que el antagonista sea lo extraño, lo extranjero que viene a arrebatarnos lo “nuestro”, es una ficción que parece resituar al ciudadano en el centro de la política, pero en realidad es la materialización de una falsa pertenencia por parte de un populismo que dice hablar en nombre del pueblo cuando en realidad promueve los intereses del poder económico y estamental.
En alguna otra ocasión he recordado que alguien tan poco sospechoso de afiliación izquierdista como Emilio Romero, ínclito falangista director del diario “Pueblo”, afirmó que la derecha, para ganar unas elecciones tenía que mentir y la izquierda, sin embargo, no. Simplemente porque la derecha defendía los intereses de doscientas familias y eso no daba votos suficientes. Es evidente que no hay once millones de banqueros que se beneficien de la reforma financiera ni once millones de grandes empresarios que se beneficien de la reforma laboral. El hecho de que la izquierda haya abandonado a su propio sujeto histórico, que constituye la mayoría demográfica y demoscópica, para asumir como universales, mediante una fantasmagórica transversalidad sociológica e inexistente centro político, los intereses minoritarios de las élites, ha supuesto la inautenticidad ideológica de la izquierda, una izquierda, por ello, sin metafísica y empobrecida en el ámbito de las ideas y cuyo corolario es una gravosa crisis de indiferenciación. Niega el conflicto social para acogerse a un progresismo identitario que no entra en colisión con los poderes económicos y financieros pero que la aleja de las mayorías sociales arrojadas a la pobreza y a la más onerosa desigualdad.
Este estado de cosas supone que el sistema no pueda sustentarse sino en el déficit democrático ya que las mayorías deben asumir políticas que implican su propia alienación, puesto que los conceptos universales, es decir, los que pasan por encarnar el interés general son aquellos minoritarios en conflicto con los de las mayorías sociales. La izquierda al abandonar la realidad del carácter antagónico de la sociedad se ha situado en una neutralidad impropia y por ello, ha dejado de ser universalista, ya no habla en nombre de la emancipación universal, puesto que la única manera de ser universal es aceptando el carácter radicalmente antagónico, es decir, político de la vida social, aceptando la necesidad de tomar partido. En este contexto, Bauman certifica que la izquierda ha abandonado a los débiles. Los partidos de izquierdas olvidaron, afirma el sociólogo de origen polaco, e incluso rechazaron abiertamente los dos principios axiomáticos en los que se basa la crítica izquierdista del statu quo: primero, que la comunidad tiene el deber de asegurar a cualquiera de sus miembros frente a un infortunio individual, y segundo, que la calidad de la sociedad debería medirse, no en función del bienestar medio de sus miembros, sino del de sus partes más débiles. En su lugar, prosigue Bauman, la izquierda compite con la derecha política por allanar el camino al gobierno de las minorías y de la filosofía que fomentaron con hechos y palabras, a pesar de la creciente injusticia, la desigualdad y el sufrimiento que ello conlleva.
Este abandono intelectual y material de las clases populares y medias por parte de la izquierda, deja unos nichos de influencia que el populismo de la ultraderecha sabe cubrir presentándose como una opción antisistema y antagonista de aquellos elementos políticos y sociales que son presentados como dañinos para las mayorías sociales. La ultraderecha, o fascismo tout court, en su ideología y en su praxis, no es sino un determinado principio formal de deformación del antagonismo social, una determinada lógica de desplazamiento mediante disociación y condensación de comportamientos contradictorios. De ahí que el antagonista sea lo extraño, lo extranjero que viene a arrebatarnos lo “nuestro”, es una ficción que parece resituar al ciudadano en el centro de la política, pero en realidad es la materialización de una falsa pertenencia por parte de un populismo que dice hablar en nombre del pueblo cuando en realidad promueve los intereses del poder económico y estamental.
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