24 oct 2018

La estirpe de la casa Saud

Javier Martín Rodríguez / El País

 El asesinato del periodista Jamal Khashoggi se enmarca dentro de una oleada de represión desatada por el rey Salmán con el apoyo de su heredero para asentar su poder en Arabia Saudí

  Anclada en la tradición beduina, dos hitos explican la historia de la Arabia Saudí contemporánea y el motivo por el que su régimen ha evitado el destino de otras dictaduras vecinas, pese a su contumaz violación de los derechos humanos. El primero acaeció en 1945 y tuvo como privilegiado escenario el portaviones Quincy. Recién apagada la Segunda Guerra Mundial, el entonces presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, y el rey Abdalá Bin Abdelaziz, padre del actual monarca Salmán y abuelo del controvertido príncipe heredero, Mohamed Bin Salmán, firmaron un acuerdo parcialmente secreto que desde entonces ha sido respetado por todos los mandatarios norteamericanos, incluidos los más críticos, como Barack Obama. A cambio de un estatus preferencial en el comercio de petróleo, Roosevelt se comprometió ante el padre de la Arabia Saudí moderna a defender el Reino del Desierto de sus múltiples enemigos, presentes y futuros. Fue esa cláusula la que Riad invocó cuando en el verano de 1990 las tropas de Sadam Husein invadieron Kuwait y amenazaron la cuna del islam.


 El segundo luce casi olvidado, sepultado por el peso de la invasión soviética de Afganistán, la revolución en Irán y el acuerdo de paz entre Egipto e Israel, acontecimientos que cambiaron el mundo en 1979. El 20 de noviembre de aquel año, un grupo de puritanos, liderados por Juhayman Ben al Otaibi, miembro de una de las tribus derrotadas por Abdelaziz, asaltaron la Gran Mezquita de La Meca y exigieron la renuncia de la familia real, a la que acusaban de corrupción material y moral. Los planos proporcionados por la constructora Bin Laden, que ampliaba el templo más sagrado del islam, y la intervención de fuerzas especiales francesas acabaron con la ocupación e inauguraron una época de represión sistemática que se prolonga hasta nuestros días.

 Meses después, cientos de salafistas radicales fueron enviados con ayuda de Washington e Islamabad a combatir a las tropas soviéticas en Afganistán, en la que se conoce como la primera generación del yihadismo coetáneo. Junto a ellos se repartieron por todos los rincones del mundo miles de clérigos extremistas —armados con libros y petrodólares— con el encargo de crear una red global de mezquitas y difundir la anacrónica y retrógrada interpretación wahabí del islam. La excusa, frenar la influencia del ayatolá Jomeini, enemigo común de Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí.

  El actual rey Salmán, un habitual de los veranos en Marbella, como el traficante de armas saudí Adnan Khashoggi, desempeñó un papel relevante en aquella tenebrosa época. Nombrado gobernador de Riad en 1963, se sumó a sus hermanos de madre —el entonces rey Fahd y los ministros de Interior, príncipe Nayef, y de Defensa, príncipe Sultán— en la represión de los opositores en la capital y su populosa provincia, corazón del reino. Soporte financiero de algunas de las organizaciones caritativas islámicas dedicadas a la difusión planetaria del wahabismo, en 1993 fundó la controvertida Comisión Suprema de Ayuda a los Musulmanes en Bosnia, acusada de vínculos con la red terrorista Al Qaeda. En septiembre de 2001, fuerzas de la OTAN penetraron en sus oficinas en Sarajevo y hallaron documentos relacionados con los atentados en Washington y Nueva York, el ataque suicida contra el portaviones norteamericano Cole en Yemen y las bombas plantadas en 1998 frente a los consulados de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, que mataron a 214 personas. Salmán admitió sus vínculos con la organización, así como con la Fundación saudí Al Haramain, acusada por la CIA de financiar a Osama Bin Laden y al movimiento talibán, aunque negó su implicación “en operaciones diabólicas”.

 Sexto hijo del todopoderoso clan Al Sudairi, formado por los siete hijos que Abdelaziz tuvo con su favorita Hassa al Sudairi, Salmán accedió al trono en 2015 haciendo frente a un triple desafío económico, ideológico y político. La caída de los precios del petróleo y en particular la decisión estadounidense de explotar el petróleo esquisto, que le aupó a la autosuficiencia energética, supusieron un severo golpe para el tesoro nacional. Las bolsas de pobreza que comenzaron a surgir en el amanecer del siglo XXI se hicieron más evidentes, y la antaño opulencia de la sociedad saudí empezó a acotarse en torno a la prolífica familia real. Washington y Riad compensaron entonces la balanza comercial con un incremento en el mercado de armas. Según el Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI), durante los años de la Administración de Obama la venta de armamento en Oriente Próximo se situó en niveles propios de la Guerra Fría. La mayor parte desembarcó en Israel, Egipto y Arabia Saudí, autocracia que en 2017 se convirtió en el segundo mayor importador planetario de armamento y en el tercer presupuesto mundial de Defensa, con una partida oficial de 67.000 millones de dólares. Según informes de Inteligencia, muchas de esas armas acaban en la guerra de Yemen y en el llamado Ejército de la Conquista, la alianza de grupos radicales salafistas que Riad apoya en el complejo conflicto de Siria.


Al disidente no le ajusticiaron en Estambul por
lo que había escrito, sino por lo que podía escribir

 A la crisis económica se sumó el despertar de las primaveras árabes, entendidas por Riad como una amenaza estructural. La improbable victoria del laicismo, pero, sobre todo, el lógico triunfo del islam político encarnado en las tesis de los Hermanos Musulmanes espantaron a la autocracia saudí, que lanzó una contrarrevolución para frenarlo allí donde “la cabeza de la serpiente crecía” —Egipto, Túnez, Libia, Siria o la propia Arabia Saudí— o donde se nutría, caso de Qatar. El desafío político se libra igualmente hoy, y en su pulso se enmarca el macabro episodio del asesinato del periodista Jamal Khashoggi.

 Acosado por el resto de clanes, Salmán puso en marcha, al asumir el cetro, un plan para asentarse en el poder y garantizarse que este se mantuviera en la estirpe Al Sudairi. Primero, designando a su joven hijo, Mohamed Bin Salmán, ministro de Defensa, y abriendo un frente de guerra en Yemen que le permitiera acumular el prestigio y la autoridad de las que aún carece entre sus primos y tíos. Después, iniciando una brutal campaña de represión similar a la de la década de los ochenta, que ha llevado a cientos de clérigos y activistas a la cárcel y el patíbulo. Ni siquiera el poder militar y financiero se han librado. En 2017, numerosos oficiales del Ejército fueron purgados al tiempo que algunos de los príncipes más ricos eran arrestados y confinados en un hotel de lujo acusados de corrupción, un delito del que pocos se libran en la casa de Saud. El penúltimo capítulo se desarrolla en el seno de los temibles servicios secretos, con los que Khashoggi colaboró cuando todavía era bienvenido en los opulentos palacios saudíes. Como ocurriera con la polémica venta de armas en España, la plutocracia ha sacado sus millonarios e históricos lazos comerciales y financieros como escudo frente a las críticas por su enésimo crimen. Al disidente no le ajusticiaron en Estambul por lo que había escrito, sino por lo que podía escribir. En su último artículo defendió que el mundo árabe necesitaba “libertad de expresión”. Parece más urgente, sin embargo, que tiranías atávicas como la saudí, o la egipcia, que reverdece, dejen de contar con el cómplice apoyo internacional.

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