Javier
Martín Rodríguez / El País
El
asesinato del periodista Jamal Khashoggi se enmarca dentro de una oleada de
represión desatada por el rey Salmán con el apoyo de su heredero para asentar
su poder en Arabia Saudí
Anclada
en la tradición beduina, dos hitos explican la historia de la Arabia Saudí
contemporánea y el motivo por el que su régimen ha evitado el destino de otras
dictaduras vecinas, pese a su contumaz violación de los derechos humanos. El
primero acaeció en 1945 y tuvo como privilegiado escenario el portaviones
Quincy. Recién apagada la Segunda Guerra Mundial, el entonces presidente
estadounidense, Franklin D. Roosevelt, y el rey Abdalá Bin Abdelaziz, padre del
actual monarca Salmán y abuelo del controvertido príncipe heredero, Mohamed Bin
Salmán, firmaron un acuerdo parcialmente secreto que desde entonces ha sido
respetado por todos los mandatarios norteamericanos, incluidos los más
críticos, como Barack Obama. A cambio de un estatus preferencial en el comercio
de petróleo, Roosevelt se comprometió ante el padre de la Arabia Saudí moderna
a defender el Reino del Desierto de sus múltiples enemigos, presentes y
futuros. Fue esa cláusula la que Riad invocó cuando en el verano de 1990 las
tropas de Sadam Husein invadieron Kuwait y amenazaron la cuna del islam.
El segundo luce casi olvidado, sepultado por el peso de la invasión soviética de Afganistán, la revolución en Irán y el acuerdo de paz entre Egipto e Israel, acontecimientos que cambiaron el mundo en 1979. El 20 de noviembre de aquel año, un grupo de puritanos, liderados por Juhayman Ben al Otaibi, miembro de una de las tribus derrotadas por Abdelaziz, asaltaron la Gran Mezquita de La Meca y exigieron la renuncia de la familia real, a la que acusaban de corrupción material y moral. Los planos proporcionados por la constructora Bin Laden, que ampliaba el templo más sagrado del islam, y la intervención de fuerzas especiales francesas acabaron con la ocupación e inauguraron una época de represión sistemática que se prolonga hasta nuestros días.
El segundo luce casi olvidado, sepultado por el peso de la invasión soviética de Afganistán, la revolución en Irán y el acuerdo de paz entre Egipto e Israel, acontecimientos que cambiaron el mundo en 1979. El 20 de noviembre de aquel año, un grupo de puritanos, liderados por Juhayman Ben al Otaibi, miembro de una de las tribus derrotadas por Abdelaziz, asaltaron la Gran Mezquita de La Meca y exigieron la renuncia de la familia real, a la que acusaban de corrupción material y moral. Los planos proporcionados por la constructora Bin Laden, que ampliaba el templo más sagrado del islam, y la intervención de fuerzas especiales francesas acabaron con la ocupación e inauguraron una época de represión sistemática que se prolonga hasta nuestros días.
Meses
después, cientos de salafistas radicales fueron enviados con ayuda de Washington e Islamabad a combatir a las tropas soviéticas en Afganistán, en la
que se conoce como la primera generación del yihadismo coetáneo. Junto a ellos
se repartieron por todos los rincones del mundo miles de clérigos extremistas
—armados con libros y petrodólares— con el encargo de crear una red global de
mezquitas y difundir la anacrónica y retrógrada interpretación wahabí del
islam. La excusa, frenar la influencia del ayatolá Jomeini, enemigo común de
Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí.
El
actual rey Salmán, un habitual de los veranos en Marbella, como el traficante
de armas saudí Adnan Khashoggi, desempeñó un papel relevante en aquella
tenebrosa época. Nombrado gobernador de Riad en 1963, se sumó a sus hermanos de
madre —el entonces rey Fahd y los ministros de Interior, príncipe Nayef, y de
Defensa, príncipe Sultán— en la represión de los opositores en la capital y su
populosa provincia, corazón del reino. Soporte financiero de algunas de las
organizaciones caritativas islámicas dedicadas a la difusión planetaria del
wahabismo, en 1993 fundó la controvertida Comisión Suprema de Ayuda a los
Musulmanes en Bosnia, acusada de vínculos con la red terrorista Al Qaeda. En
septiembre de 2001, fuerzas de la OTAN penetraron en sus oficinas en Sarajevo y
hallaron documentos relacionados con los atentados en Washington y Nueva York,
el ataque suicida contra el portaviones norteamericano Cole en Yemen y las
bombas plantadas en 1998 frente a los consulados de Estados Unidos en Kenia y
Tanzania, que mataron a 214 personas. Salmán admitió sus vínculos con la
organización, así como con la Fundación saudí Al Haramain, acusada por la CIA
de financiar a Osama Bin Laden y al movimiento talibán, aunque negó su
implicación “en operaciones diabólicas”.
Sexto hijo del todopoderoso clan Al Sudairi, formado por los siete hijos que Abdelaziz tuvo con su favorita Hassa al Sudairi, Salmán accedió al trono en 2015 haciendo frente a un triple desafío económico, ideológico y político. La caída de los precios del petróleo y en particular la decisión estadounidense de explotar el petróleo esquisto, que le aupó a la autosuficiencia energética, supusieron un severo golpe para el tesoro nacional. Las bolsas de pobreza que comenzaron a surgir en el amanecer del siglo XXI se hicieron más evidentes, y la antaño opulencia de la sociedad saudí empezó a acotarse en torno a la prolífica familia real. Washington y Riad compensaron entonces la balanza comercial con un incremento en el mercado de armas. Según el Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI), durante los años de la Administración de Obama la venta de armamento en Oriente Próximo se situó en niveles propios de la Guerra Fría. La mayor parte desembarcó en Israel, Egipto y Arabia Saudí, autocracia que en 2017 se convirtió en el segundo mayor importador planetario de armamento y en el tercer presupuesto mundial de Defensa, con una partida oficial de 67.000 millones de dólares. Según informes de Inteligencia, muchas de esas armas acaban en la guerra de Yemen y en el llamado Ejército de la Conquista, la alianza de grupos radicales salafistas que Riad apoya en el complejo conflicto de Siria.
A la crisis económica se sumó el despertar de las primaveras árabes, entendidas por Riad como una amenaza estructural. La improbable victoria del laicismo, pero, sobre todo, el lógico triunfo del islam político encarnado en las tesis de los Hermanos Musulmanes espantaron a la autocracia saudí, que lanzó una contrarrevolución para frenarlo allí donde “la cabeza de la serpiente crecía” —Egipto, Túnez, Libia, Siria o la propia Arabia Saudí— o donde se nutría, caso de Qatar. El desafío político se libra igualmente hoy, y en su pulso se enmarca el macabro episodio del asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Sexto hijo del todopoderoso clan Al Sudairi, formado por los siete hijos que Abdelaziz tuvo con su favorita Hassa al Sudairi, Salmán accedió al trono en 2015 haciendo frente a un triple desafío económico, ideológico y político. La caída de los precios del petróleo y en particular la decisión estadounidense de explotar el petróleo esquisto, que le aupó a la autosuficiencia energética, supusieron un severo golpe para el tesoro nacional. Las bolsas de pobreza que comenzaron a surgir en el amanecer del siglo XXI se hicieron más evidentes, y la antaño opulencia de la sociedad saudí empezó a acotarse en torno a la prolífica familia real. Washington y Riad compensaron entonces la balanza comercial con un incremento en el mercado de armas. Según el Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI), durante los años de la Administración de Obama la venta de armamento en Oriente Próximo se situó en niveles propios de la Guerra Fría. La mayor parte desembarcó en Israel, Egipto y Arabia Saudí, autocracia que en 2017 se convirtió en el segundo mayor importador planetario de armamento y en el tercer presupuesto mundial de Defensa, con una partida oficial de 67.000 millones de dólares. Según informes de Inteligencia, muchas de esas armas acaban en la guerra de Yemen y en el llamado Ejército de la Conquista, la alianza de grupos radicales salafistas que Riad apoya en el complejo conflicto de Siria.
Al
disidente no le ajusticiaron en Estambul por
lo que había escrito, sino por lo
que podía escribir
A la crisis económica se sumó el despertar de las primaveras árabes, entendidas por Riad como una amenaza estructural. La improbable victoria del laicismo, pero, sobre todo, el lógico triunfo del islam político encarnado en las tesis de los Hermanos Musulmanes espantaron a la autocracia saudí, que lanzó una contrarrevolución para frenarlo allí donde “la cabeza de la serpiente crecía” —Egipto, Túnez, Libia, Siria o la propia Arabia Saudí— o donde se nutría, caso de Qatar. El desafío político se libra igualmente hoy, y en su pulso se enmarca el macabro episodio del asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Acosado
por el resto de clanes, Salmán puso en marcha, al asumir el cetro, un plan para
asentarse en el poder y garantizarse que este se mantuviera en la estirpe Al
Sudairi. Primero, designando a su joven hijo, Mohamed Bin Salmán, ministro de
Defensa, y abriendo un frente de guerra en Yemen que le permitiera acumular el
prestigio y la autoridad de las que aún carece entre sus primos y tíos.
Después, iniciando una brutal campaña de represión similar a la de la década de
los ochenta, que ha llevado a cientos de clérigos y activistas a la cárcel y el
patíbulo. Ni siquiera el poder militar y financiero se han librado. En 2017,
numerosos oficiales del Ejército fueron purgados al tiempo que algunos de los
príncipes más ricos eran arrestados y confinados en un hotel de lujo acusados
de corrupción, un delito del que pocos se libran en la casa de Saud. El
penúltimo capítulo se desarrolla en el seno de los temibles servicios secretos,
con los que Khashoggi colaboró cuando todavía era bienvenido en los opulentos
palacios saudíes. Como ocurriera con la polémica venta de armas en España, la
plutocracia ha sacado sus millonarios e históricos lazos comerciales y
financieros como escudo frente a las críticas por su enésimo crimen. Al
disidente no le ajusticiaron en Estambul por lo que había escrito, sino por lo
que podía escribir. En su último artículo defendió que el mundo árabe
necesitaba “libertad de expresión”. Parece más urgente, sin embargo, que tiranías
atávicas como la saudí, o la egipcia, que reverdece, dejen de contar con el
cómplice apoyo internacional.
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