“Cuarenta años de implacable adoctrinamiento
católico en la docencia, que continúa recibiendo la protección de los actuales
poderes públicos en lo fundamental, las subvenciones económicas y la
habilitación de diplomas y títulos, han incorporado –y en considerable medida
perpetuado– el pensamiento confesionalista y la vocación nacionalista de la
derecha española que han nutrido al franquismo, produciendo generaciones
sucesivas, nacidas después de 1936, que son insensibles –en el mejor de los
casos– al debate ideológico o político, o que han asimilado –en el peor– los
estereotipos de un ideario católico que destruye el juicio crítico y paraliza
la mente”.
Gonzalo
Puente Ojea / La Cruz y la Corona
Recientemente,
Rafael Hernando, ex portavoz del Partido Popular, reconocía en desenfadada entrevista –lo cual le honra– que se pasó cuatro pueblos con las víctimas del franquismo: “Fui
injusto y pido perdón”. Se refería Hernando a unas declaraciones en 13Tv donde afirmaba que “algunos se han
acordado de su padre cuando había subvenciones para encontrarle”. Alberga el rottweiler popular cierta ingravidez simpática que atenúa sus aldabonazos mediáticos. Diríase la
compañía ideal para compartir unas cañas recordando pecados de legislatura. A Hernando, como a tantos, la desmesura parece darle igual; un recurso más del esgrima retórico. Todo vale cuando la otra, amante o nación, no es la legítima.
Escribía Azaña en su artículo Aspectos de la crisis (1923) respecto a la cuestión religiosa: “Ahora dirán todavía que en España no hay problema religioso (así lo llaman), y que no es urgente la reforma de la Constitución. Dirán que en España “no se siente” la necesidad de instaurar la libertad de cultos. Pero ¿quién no la siente? Los curas, los obispos, las damas católicas militantes, las tertulias de Palacio… Es claro. ¿Y nosotros? ¿Y los demás españoles, disidentes o no, que también por móviles de conciencia quieren ver libre a la sociedad española de la soberanía eclesiástica? Nuestros liberales esperan a que los prelados pidan la separación de la Iglesia y el Estado. ¡No hay problema religioso; no importa la reforma constitucional! ¡Y en cuanto se anuncia que se va a gobernar como si España pretendiese ser un país moderadamente demócrata, las esferas se derrumban!”. La reflexión bien puede hoy extrapolarse a la actualidad. Azaña escribía en los estertores de aquella ficción constitucional cimentada a partir de la restauración canovista y a la luz del inminente golpe que ese mismo año instauraría el directorio militar. De ficción parlamentaria a dictadura primorriverista y, tras judeo-masónico ensayo burgués, que no comunista –como sigue hoy insistiéndose entre los egregios opinadores de turno con licencia para desinformar–, cuarenta años más de fascismo por la gracia de Dios. Tal fue, hasta la Transición, la gloriosa sinopsis de España como nación, cuya historia, aún hoy, huelga reescribir. Y es que, al igual que en Trento, el pueblo español cerró, según algunos, las fuentes de su entendimiento hace cuarenta años –debemos colegir que sin miedo, en libertad y desde la cohesión que le confería, por entonces, el hondo bagaje democrático acumulado–. De modo que no es que seamos el único país de Europa carente de Pacto Nacional Educativo y huérfano, por tanto, de relato nacional, sino que nuestra verdad es la que es y no requiere de preguntas; menos aún de revisiones corrosivas o disolventes. He ahí la única concordia posible.
Descendiente de aquellos españoles ilegítimos o amantes de la libertad democrática, es María, una joven tuitera cuya reflexión hizo fortuna recientemente en las redes: "Hace 4 años, mi abuelo paterno pidió a sus hijos que lo acercaran a la fosa común de Tarragona donde tiraron a su hermano, un republicano fusilado. Lo único que dijo allí fue: "Pues ya está. Vámonos". Se secó las lágrimas y a casa. Me pregunto a quién hace daño reparar eso". María no es amiga de la notoriedad. Probablemente la política le interese poco y a buen seguro, nos atrevemos a aventurar, tampoco pertenezca a contubernio alguno marxista o relativista. Ocurre que, incluso sin dobleces, la sana espontaneidad democrática sigue resultando acaso insoportable en la España de 2018: se dice renegar de Franco al tiempo que se defiende la situación de preeminencia de sus restos, se entorpecen las disposiciones respecto a su triunfante basílica o a la Ley de memoria histórica, se recela de quienes persiguen el enterramiento digno de sus seres queridos y, en fin, entre asombrosas acusaciones de querer reescribir la historia. De fondo, la intolerancia se hace carne en ciertos platós televisivos recibiendo asombrosa consideración mediática. El justo medio reinante se complementa con la opinión de la calle, certificadora de la salud nacional: La historia, historia es. ¿Para qué, pues, abrir heridas o remover el pasado? Nadie siente hoy esa necesidad... No podemos evitar acordarnos de Azaña, ese ilustre desconocido, preguntando quién no siente esa necesidad. Esta es, por lo visto, la única memoria histórica que atesoramos. Una memoria histórica a la española.
Escribía Azaña en su artículo Aspectos de la crisis (1923) respecto a la cuestión religiosa: “Ahora dirán todavía que en España no hay problema religioso (así lo llaman), y que no es urgente la reforma de la Constitución. Dirán que en España “no se siente” la necesidad de instaurar la libertad de cultos. Pero ¿quién no la siente? Los curas, los obispos, las damas católicas militantes, las tertulias de Palacio… Es claro. ¿Y nosotros? ¿Y los demás españoles, disidentes o no, que también por móviles de conciencia quieren ver libre a la sociedad española de la soberanía eclesiástica? Nuestros liberales esperan a que los prelados pidan la separación de la Iglesia y el Estado. ¡No hay problema religioso; no importa la reforma constitucional! ¡Y en cuanto se anuncia que se va a gobernar como si España pretendiese ser un país moderadamente demócrata, las esferas se derrumban!”. La reflexión bien puede hoy extrapolarse a la actualidad. Azaña escribía en los estertores de aquella ficción constitucional cimentada a partir de la restauración canovista y a la luz del inminente golpe que ese mismo año instauraría el directorio militar. De ficción parlamentaria a dictadura primorriverista y, tras judeo-masónico ensayo burgués, que no comunista –como sigue hoy insistiéndose entre los egregios opinadores de turno con licencia para desinformar–, cuarenta años más de fascismo por la gracia de Dios. Tal fue, hasta la Transición, la gloriosa sinopsis de España como nación, cuya historia, aún hoy, huelga reescribir. Y es que, al igual que en Trento, el pueblo español cerró, según algunos, las fuentes de su entendimiento hace cuarenta años –debemos colegir que sin miedo, en libertad y desde la cohesión que le confería, por entonces, el hondo bagaje democrático acumulado–. De modo que no es que seamos el único país de Europa carente de Pacto Nacional Educativo y huérfano, por tanto, de relato nacional, sino que nuestra verdad es la que es y no requiere de preguntas; menos aún de revisiones corrosivas o disolventes. He ahí la única concordia posible.
Descendiente de aquellos españoles ilegítimos o amantes de la libertad democrática, es María, una joven tuitera cuya reflexión hizo fortuna recientemente en las redes: "Hace 4 años, mi abuelo paterno pidió a sus hijos que lo acercaran a la fosa común de Tarragona donde tiraron a su hermano, un republicano fusilado. Lo único que dijo allí fue: "Pues ya está. Vámonos". Se secó las lágrimas y a casa. Me pregunto a quién hace daño reparar eso". María no es amiga de la notoriedad. Probablemente la política le interese poco y a buen seguro, nos atrevemos a aventurar, tampoco pertenezca a contubernio alguno marxista o relativista. Ocurre que, incluso sin dobleces, la sana espontaneidad democrática sigue resultando acaso insoportable en la España de 2018: se dice renegar de Franco al tiempo que se defiende la situación de preeminencia de sus restos, se entorpecen las disposiciones respecto a su triunfante basílica o a la Ley de memoria histórica, se recela de quienes persiguen el enterramiento digno de sus seres queridos y, en fin, entre asombrosas acusaciones de querer reescribir la historia. De fondo, la intolerancia se hace carne en ciertos platós televisivos recibiendo asombrosa consideración mediática. El justo medio reinante se complementa con la opinión de la calle, certificadora de la salud nacional: La historia, historia es. ¿Para qué, pues, abrir heridas o remover el pasado? Nadie siente hoy esa necesidad... No podemos evitar acordarnos de Azaña, ese ilustre desconocido, preguntando quién no siente esa necesidad. Esta es, por lo visto, la única memoria histórica que atesoramos. Una memoria histórica a la española.
Excelente artículo. Me ha llamado especialmente la atención la terrible y elocuente síntesis de esta frase:
ResponderEliminar"Todo vale cuando 'la otra', amante o nación, no es 'la legítima'.
Un saludo, y gracias.
No sé si me da verguenza ajena o miedo!
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