Juan Antonio Molina / nuevatribuna.es
En
1922, el escritor irlandés James Joyce publicaba su novela Ulises. Joyce
describía las aventuras por la ciudad de Dublín del pequeño burgués Leopold
Bloom a lo largo del 16 de junio de 1904. Desde entonces, los admiradores de
Joyce celebran este día como “El Día de Bloom” (Bloomsday, juego de palabras
por similitud a la expresión inglesa Doomsday, el Día del Juicio). La analogía
de los términos no es banal. La odisea urbana de Leopold Bloom también es un
juicio sumario al ciudadano y a su autonomía. Como el Ulises homérico, el
individuo es obligado a sujetarse al mástil para evitar los cantos de su
conciencia que reclaman espacios donde la causa ética suponga la búsqueda de la
felicidad. Las reglas del sistema imponen que el individuo sea un ser atado.
Bloom es un náufrago que nunca regresará a Ítaca, porque Ítaca ya no existe. La hemos perdido todos por la molicie pragmática y la corrupción de los valores. Leopold, ciudadano de Dublín, sí, pero podía ser de cualquier otro lugar, porque, sin raíces, no regresa a ningún sitio, cuando termina su jornada no tiene hogar puesto que su casa constituye una caricatura de la auténtica Ítaca. Es un hombre atado. Dublín se convierte en la tierra entera sometida a la acción del ocaso en el preciso instante en que finaliza un ciclo o una época. Bloom es un héroe al revés, ha dejado de ser un personaje de la Historia para convertirse en instrumento no de los dioses, sino de su propia impotencia. Es un ser sin atributos, como lo definiría Musil; un ciudadano del reino de la cantidad, en palabras de Guénon. Como en todos los finales de ciclo el tiempo se acelera y la cantidad se impone a la calidad.
Bloom es un náufrago que nunca regresará a Ítaca, porque Ítaca ya no existe. La hemos perdido todos por la molicie pragmática y la corrupción de los valores. Leopold, ciudadano de Dublín, sí, pero podía ser de cualquier otro lugar, porque, sin raíces, no regresa a ningún sitio, cuando termina su jornada no tiene hogar puesto que su casa constituye una caricatura de la auténtica Ítaca. Es un hombre atado. Dublín se convierte en la tierra entera sometida a la acción del ocaso en el preciso instante en que finaliza un ciclo o una época. Bloom es un héroe al revés, ha dejado de ser un personaje de la Historia para convertirse en instrumento no de los dioses, sino de su propia impotencia. Es un ser sin atributos, como lo definiría Musil; un ciudadano del reino de la cantidad, en palabras de Guénon. Como en todos los finales de ciclo el tiempo se acelera y la cantidad se impone a la calidad.
En
España hoy la gente de la calle, las clases populares han vuelto al exilio, a
la clandestinidad. Ninguna Ítaca ha quedado en pie para que pueda regresar el
ciudadano común. Se han cerrado las grandes alamedas porque las mayorías
sociales ya no pasean su libertad, sino su pobreza, su exclusión, el clamoroso
silencio de su voz. Sin instrumentos políticos, cívicos y sociales donde
guarecerse se ven compelidas a que le sea impuesta una realidad como
irreversible que se pretende sostener con la fuerza de la propaganda para intentar
rellenar los huecos, unir los lados de los cortes, pegar los fragmentos
separados, restablecer las alianzas entre las cosas de una tramoya que ya no se
sostiene mientras los partidos de Estado se encorsetan, al margen del pulso de
la calle, en la clientelar figura de la devotio iberica, la vieja institución
hispano-romana que supeditaba la propia vida a la del jefe, a falta de ideas y
razones.
El
ciudadano transita clandestino, ignorado y abandonado, por paisajes en los que
no puede reconocerse porque han sido
creados para su inexistencia social, para obviar esa necesidad de la gente
común de lugares, como proclama el verso de Mark Strand, donde nada, cuando
sucede, es demasiado terrible. Los salarios de hambre, las familias sin
ingresos, los niños malnutridos, los hijos de los trabajadores expulsados de la
universidad, el paro homicida, el malvivir de los ancianos, el futuro incierto
de los jóvenes, la sociedad exiliada de su propia ciudadanía, componen un
daguerrotipo donde todo es mediocre, todo triste. “La espaciosa y triste
España” del lamento de Fray Luis de León.
Nada
hay en nuestro país más verdadero que la mentira ni más real que lo imaginario,
pues todo gira en torno a la suplantación. No ser lo que se dice ser. Es la
forma en la que intenta sobrevivir un régimen de poder que tiene que sostenerse
en lo inauténtico para enmascarar sus propósitos oligárquicos y plutocráticos.
Un sistema que necesita apoyarse en negar a las mayorías para afirmarse a sí
mismo, pero cínicamente en nombre de esas mayorías: Ello supone que nosotros,
gente de la calle, de tres al cuarto, que diría Ortega, siendo la inmensa
mayoría hemos pasado, o nos han pasado, a la clandestinidad.
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