Juan Antonio Molina / Diario16
Una
ciudadanía exhausta, empobrecida y maltratada en sus derechos y libertades
cívicas, comprueba que el sistema que se definió desde el vocerío
propagandístico del poder fáctico como joven democracia se ha despojado de su
atrezzo para que aparezca el viejo autoritarismo que obra siempre la
discontinuidad histórica de nuestro país. La historia de España, se lamentaba
Gil de Biedma, es la peor de todas las historias porque acaba mal. Cuando la
política deja de ser una pulsión cívica volcada al bien común, como la definió
Azaña, se convierte en una lucha por el poder que sólo satisface ambiciones
individuales ya que el medio deviene en fin: no hay objetivos trascendentes,
sólo una voluntad ilimitada de alcanzar el poder y mantenerlo. El poder sin
convicciones está, por esa razón, sometido a la peor de las censuras: la del
dinero. Ortega y Gasset afirmaba que si ceden los verdaderos y normales poderes
históricos -política, ideas-, toda la energía social vacante es absorbida por
el dinero. Diríamos, pues, que cuando se volatilizan los demás prestigios queda
siempre el dinero, que, a fuer de elemento material, no puede volatilizarse. O,
de otro modo: el dinero no manda más que cuando no hay otro principio que
mande.
Decía José Luis Sampedro que si queríamos saber lo que era la libertad en la sociedad actual fuésemos a un supermercado sin dinero. Cuando el poder económico controla al poder político, se diluye la democracia política; sin embargo, cuando el poder político controla al poder económico se ensancha la democracia política al convertirse también en democracia económica y social. Ernst Wigforss afirmó sobre la socialdemocracia sueca: “Hemos llegado a un punto en que debemos preguntarnos si es posible proseguir una política de reformas, cara a alcanzar nuestros objetivos –socialistas-, sin cambiar la situación de poder en la vida económica.”
Decía José Luis Sampedro que si queríamos saber lo que era la libertad en la sociedad actual fuésemos a un supermercado sin dinero. Cuando el poder económico controla al poder político, se diluye la democracia política; sin embargo, cuando el poder político controla al poder económico se ensancha la democracia política al convertirse también en democracia económica y social. Ernst Wigforss afirmó sobre la socialdemocracia sueca: “Hemos llegado a un punto en que debemos preguntarnos si es posible proseguir una política de reformas, cara a alcanzar nuestros objetivos –socialistas-, sin cambiar la situación de poder en la vida económica.”
Pero
en el ámbito polémico nacional se intenta recrear una realidad a golpe de
propaganda que es imposible que sea asumida por las mayorías sociales que
padecen la crudeza y el dramatismo de la pobreza, la exclusión y el
derrocamiento de su propio proyecto existencial. La política, o la
antipolítica, se ha convertido en un marketing sobreactuado en el que sólo
tienen fe los actores públicos que creen que las apariencias acaban siendo
interpretadas como la verdad. Pero no son las apariencias las que privan de
trabajo a la gente, ni las que procuran salarios de hambre o pensiones por
debajo de la misma subsistencia, sino una realidad tozuda que se quiere diluir
con fantasmagorías publicitarias. En ese contexto, el diálogo deja de tener una
función política trascendente frente a la negación autoritaria de los
desequilibrios del sistema que pasan a constituirlo. Lo cual supone la rigidez
con la que se plantea el conflicto en el seno de un régimen de poder que niega
la existencia y naturaleza del conflicto como tal.
De
esta forma, los problemas territoriales o sociales son derivados hacia el
escenario del orden público al no considerarse expresiones que nacen de la
sociedad como resultado de la carencia de un proyecto nacional que trascienda
al concepto de país como marca comercial y que acoja la diversidad con
naturalidad y no en términos de vencedores y vencidos, o la dramática
desigualdad galopante con las minorías del dinero acumulando privilegios
mientras las clases populares se ven abocadas a la pobreza y la exclusión.
Negado el conflicto, abolido el diálogo, sólo queda la criminalización del
malestar de la ciudadanía y sus múltiples expresiones, donde no solamente sea
ignorado el sufrimiento humano sino que se conviertan en delito las muestras de
desesperación. Los ciudadanos han comprobado en sus propias carnes que la
soberanía de la que son titulares resulta pura apariencia ante el verdadero
poder de las minorías organizadas. Como afirma Ulrich Beck, gobernar tiene
lugar de forma cada vez más privada y, por ello, al final el poder se sustancia
en esas decisiones cuidadosamente dolosas para proteger el error. Un régimen se
agota cuando la realidad que enarbola es una mera suplantación.
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