Hace apenas dos décadas los españoles gozaban del mejor sistema nacional de salud del mundo. A día de hoy, distintos indicadores continúan situando nuestra Sanidad entre las diez más óptimas, si bien ya no es difícil toparse en buscadores con otros rankings que la rebajan a posiciones sensiblemente inferiores. Un eficiente sistema nacional de salud conforma, qué duda cabe, un elemento de
peso para sentirse orgulloso del país al que uno pertenece. Junto a la Sanidad,
la Educación, la posibilidad de acceder a una vivienda digna, un empleo de calidad, unos buenos servicios públicos, la salud
medioambiental o una redistribución de la riqueza capaz de combatir la desigualdad más flagrante conforman otros importantes pilares capaces de dar sentido a un cierto orgullo nacional. ¿Qué pilares de Estado conforman en nuestro
tiempo el orgullo de ser español?
Escribe Pedro Luis Angosto en su artículo La izquierda se conserva en formol: “Asistimos, muchos estupefactos, a la tiranía insoportable de telefónicas, petrolíferas, gasistas, eléctricas y demás oligopolios que debieran estar en manos del Estado o al menos perfectamente regulados por él. Es imposible hablar cara a cara con los responsables del suministro de internet, móviles, luz, gas, pero aquí no pasa nada (…)”. Sin duda, un país con grandes empresas públicas no sólo explicita, en cierto modo, su particular contrato social; ofrece a su ciudadanía unos servicios más eficientes y, no menos importante, enriquece sus arcas públicas. Al margen quedan siempre los antipatriotas; aquellos que, década a década, siglo a siglo, continúan exprimiendo a la nación para entregar todo ese activo a unos cuantos amiguetes a cambio de jugosas prebendas. Cabe cuando menos preguntarse si los representantes políticos de una sociedad tal pueden albergar algún respeto por ésta.
Un reciente estudio de la Comisión Europea sobre los 28 países miembros viene de alertar, en el caso español, de un 30% de la sociedad (27,9%) en riesgo de exclusión social. En lo concreto, el año 2017 nos ha dejado algo más que a la mitad de los catalanes juramentados hacia una alternativa. Heroicos agricultores castellanos, murcianos en pie contra las disposiciones de sus gobernantes, valencianos exigiendo una financiación más justa, extremeños reclamando infraestructuras dignas, andaluces y gallegos movilizados frente a la deconstrucción sanitaria, cántabros y astures denunciando su marginación presupuestaria. 2017 nos ha dejado también una nueva actualización-trampa para los pensionistas, engañados con desfachatez por cuarto año consecutivo; asalariados reajustados, sufridos autónomos, el malestar de científicos, emigrantes, Kellys, taxistas, parados y la rotunda consolidación de la propuesta estrella que M. Rajoy tenía reservada a sus compatriotas, reforma laboral mediante: nuevos trabajadores que, incorporándose al mundo laboral, refrendan su pobreza. De fondo, pacientes en los pasillos y niños estudiando en barracones. En todo este gran atraco orquestado, sólo vascos y navarros, acaso privilegiados por haber logrado a lo largo de la historia, preservar su administración del fulano tradicionalismo cancerbero, ofrecen otro semblante. Pero dejemos de lado la demagogia y el populismo -que dirían los custodios de nuestra democracia- y subrayemos las excelentes cifras macroeconómicas presentadas por nuestro gobierno; las cifras de la gente macro. Si el número de millonarios ha crecido un 60% en España desde 2008, el número de superricos lo ha hecho en un 24% desde el inicio de la recuperación. Y es que es éste un gran país; ya lo recalca el presidente.
"España no se ha intentado nunca" escribiría Ortega para luego no cejar en su intento por destruir al gobierno republicano desde su escaño, refiere Azaña en sus diarios (4-8-32). Así de triste. En efecto, si excluimos el Sexenio democrático -o intento por ampliar la base del régimen- y su lastrada deriva hacia el fallido primer escenario republicano, no fue hasta la Segunda República cuando España amagó con intentarse de verdad por vez primera en su historia. Se trataba, sencillamente, de hacer país o persistir en el lupanar. Por eso nuestros nacionales destruyeron la libre vida del pueblo español en democracia. A fin de cuentas, que es la Ley, sino la expresión de la voluntad de los grupos sociales dominantes. ¿Acaso a lo largo de estos doscientos últimos años, dejó el país de pertenecerles en algún momento?
Decía García Lorca que él se sentía profundamente español, pero que ante un chino bueno y un español malo, él optaba a ojos ciegos por el chino bueno. ¿Qué significa que España crezca económicamente si los españoles no notan sus efectos? ¿El crecimiento de las naciones es el de sus sociedades o hablamos de un burdo proceso de acumulación de sus grupos sociales dominantes? Hoy la distorsión idealista precisa, más que nunca, de goles por la escuadra. Acaso sólo en el verde césped reside el orgullo del ser español. Nada importa porque nada hay que una gran bandera no pueda tapar. Como la fórmula de la palanca, cabría aquello de "Dadme una Cataluña y preservaré la España inmutable". Acaso no hemos visto nada aún.
Escribe Pedro Luis Angosto en su artículo La izquierda se conserva en formol: “Asistimos, muchos estupefactos, a la tiranía insoportable de telefónicas, petrolíferas, gasistas, eléctricas y demás oligopolios que debieran estar en manos del Estado o al menos perfectamente regulados por él. Es imposible hablar cara a cara con los responsables del suministro de internet, móviles, luz, gas, pero aquí no pasa nada (…)”. Sin duda, un país con grandes empresas públicas no sólo explicita, en cierto modo, su particular contrato social; ofrece a su ciudadanía unos servicios más eficientes y, no menos importante, enriquece sus arcas públicas. Al margen quedan siempre los antipatriotas; aquellos que, década a década, siglo a siglo, continúan exprimiendo a la nación para entregar todo ese activo a unos cuantos amiguetes a cambio de jugosas prebendas. Cabe cuando menos preguntarse si los representantes políticos de una sociedad tal pueden albergar algún respeto por ésta.
Un reciente estudio de la Comisión Europea sobre los 28 países miembros viene de alertar, en el caso español, de un 30% de la sociedad (27,9%) en riesgo de exclusión social. En lo concreto, el año 2017 nos ha dejado algo más que a la mitad de los catalanes juramentados hacia una alternativa. Heroicos agricultores castellanos, murcianos en pie contra las disposiciones de sus gobernantes, valencianos exigiendo una financiación más justa, extremeños reclamando infraestructuras dignas, andaluces y gallegos movilizados frente a la deconstrucción sanitaria, cántabros y astures denunciando su marginación presupuestaria. 2017 nos ha dejado también una nueva actualización-trampa para los pensionistas, engañados con desfachatez por cuarto año consecutivo; asalariados reajustados, sufridos autónomos, el malestar de científicos, emigrantes, Kellys, taxistas, parados y la rotunda consolidación de la propuesta estrella que M. Rajoy tenía reservada a sus compatriotas, reforma laboral mediante: nuevos trabajadores que, incorporándose al mundo laboral, refrendan su pobreza. De fondo, pacientes en los pasillos y niños estudiando en barracones. En todo este gran atraco orquestado, sólo vascos y navarros, acaso privilegiados por haber logrado a lo largo de la historia, preservar su administración del fulano tradicionalismo cancerbero, ofrecen otro semblante. Pero dejemos de lado la demagogia y el populismo -que dirían los custodios de nuestra democracia- y subrayemos las excelentes cifras macroeconómicas presentadas por nuestro gobierno; las cifras de la gente macro. Si el número de millonarios ha crecido un 60% en España desde 2008, el número de superricos lo ha hecho en un 24% desde el inicio de la recuperación. Y es que es éste un gran país; ya lo recalca el presidente.
"España no se ha intentado nunca" escribiría Ortega para luego no cejar en su intento por destruir al gobierno republicano desde su escaño, refiere Azaña en sus diarios (4-8-32). Así de triste. En efecto, si excluimos el Sexenio democrático -o intento por ampliar la base del régimen- y su lastrada deriva hacia el fallido primer escenario republicano, no fue hasta la Segunda República cuando España amagó con intentarse de verdad por vez primera en su historia. Se trataba, sencillamente, de hacer país o persistir en el lupanar. Por eso nuestros nacionales destruyeron la libre vida del pueblo español en democracia. A fin de cuentas, que es la Ley, sino la expresión de la voluntad de los grupos sociales dominantes. ¿Acaso a lo largo de estos doscientos últimos años, dejó el país de pertenecerles en algún momento?
Decía García Lorca que él se sentía profundamente español, pero que ante un chino bueno y un español malo, él optaba a ojos ciegos por el chino bueno. ¿Qué significa que España crezca económicamente si los españoles no notan sus efectos? ¿El crecimiento de las naciones es el de sus sociedades o hablamos de un burdo proceso de acumulación de sus grupos sociales dominantes? Hoy la distorsión idealista precisa, más que nunca, de goles por la escuadra. Acaso sólo en el verde césped reside el orgullo del ser español. Nada importa porque nada hay que una gran bandera no pueda tapar. Como la fórmula de la palanca, cabría aquello de "Dadme una Cataluña y preservaré la España inmutable". Acaso no hemos visto nada aún.
Excelente artículo. Al igual que Lorca, yo también prefiero cualquier persona buena a un español malo (y si además éste forma parte del gobierno, ni te cuento).
ResponderEliminarSaludos
Porque la República sólo podía ser unitaria. No autonómica o federal. Ortega y Gasset no quería el Estatuto catalán.
ResponderEliminarHay varias y diversas formas de unidad. Una de ellas es la impuesta por la fuerza, las demás, ya sean federales o confederales, han de ser consensuadas por las partes.
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