Companys
aplaudía a Azaña al grito de "¡Viva España!" y el presidente de la
República le respondía “¡Visca Catalunya!”. Ganivet, Unamuno o Pi y Margall
coincidieron en que hay muchas maneras de entender la idea de España. Amadeo I
resultó bastante más explícito al señalar a los verdaderos culpables de todos
los males de la nación española: “Quienes más dicen defenderla”. Juan de
Mairena se lamentaba porque en este país quienes se hacen llamar patriotas han sido siempre el mayor
lastre para la construcción nacional; los mayores antiespañoles.
“¿Leoncitos a mí?"
El 30 de marzo de 2006 el Congreso de los Diputados aprobaba el proyecto de ley de reforma del Estatut de Cataluña, en vigor desde 1979. Apenas dos meses después, un 25 abril, Mariano Rajoy posaba junto a los leones del Congreso con cuatro millones de firmas recabadas por toda España contra Cataluña. Ya lo decía el Ingenioso Hidalgo: “¿Leoncitos a mí?”. El Partido Popular decidía organizar su espontáneo y particular referéndum en respuesta a la inminente entrada en vigor del nuevo Estatuto catalán. Funesto presagio. ¿Cómo podía ocurrir?
A. Partido Popular: la destrucción del pacto constitucional
Motivado al calor de la entente entre los ex presidentes del Gobierno y de la Generalitat, José Luis Rodríguez Zapatero y Pasqual Maragall, el nuevo marco constitucional de los catalanes nunca pudo pecar por exceso. Durante su tramitación, una Comisión ad hoc (151.2.2º CE) se encargó de velar escrupulosamente por sus límites constitucionales. “Nos hemos cepillado el Estatut como lo hace un carpintero” llegó a declarar Alfonso Guerra, presidente de dicha comisión, para sosiego de no pocos.
Así, debidamente cepillado por la Comisión, el Estatut pactado fue aprobado por las Cortes Generales el 10 de mayo de 2006 (151.2.4º CE), sancionado y promulgado por el rey Juan Carlos I para, ocho días después, ser confirmado por el pueblo de Cataluña en referéndum (151.2.3º CE). Pues hete aquí que llegaron las hordas de Génova 13 a caballo.
Ese mismo mes, mientras la Gurtel se traía al papa, y Canal 9 ocultaba las causas por las que 43 ciudadanos valencianos morían en el Metro, a Rajoy y los suyos les faltaba tiempo para pasarse por la entrepierna al rey, al Congreso, al Senado, y al pueblo de Cataluña, leal a la Constitución. Entre sobre y sobre (si hacemos caso al tesorero), y discos duros aún intactos, los genoveses elevaban un insólito e improcedente recurso al Tribunal Constitucional. “Sólo entre parlamentos es posible el pacto” explicaron en su día reconocidos constitucionalistas como Pérez Royo. Es competencia del TC “interpretar ulteriores concreciones sobre lo pactado, que es materia, en todo caso, no sujeta a revisión”. ¿Cómo pudo el líder de la oposición de un país democrático integrado en la UE iniciar una improcedente ofensiva contra un pacto constitucional suscrito a través de sus más elevadas expresiones soberanas; Cortes Generales y, en este caso, Parlament de Cataluña? A día de hoy, ni siquiera entre los populares parecen encontrarse defensores de una arbitrariedad que, aun así, sería refrendada por los justicieros del TC.
Cataluña: diez años de permanente desconexión
Con el Estatut aprobado, transcurrieron cuatro años a la espera del fallo judicial del TC. Durante ese tiempo vimos desprenderse la Antártida, pero no Cataluña. En 2009 la localidad de Arenys de Munt evidenciaba su frustración celebrando su particular consulta sobre la independencia. Por fin en junio de 2010, sus señorías decidían declarar inconstitucionales una docena de artículos del Estatut. Ítem más, otros treinta preceptos ya aprobados para andaluces y valencianos quedaban suspendidos para los catalanes. Con un par de puñetas, los togados decidían cargarse el pacto constitucional entre el Estado y Cataluña para envidia de todo aberrante hooligan. Desde entonces el desarraigo se precipita. En 2011 el 15-M canaliza la indignación de importantes sectores de población en todo el país. La celebración de la Diada de 2012 constata una clamorosa exigencia de regeneración que ya ha hecho suya la Estelada. En 2013 Artur Mas acude a Moncloa con una propuesta de pacto fiscal. En 2014 2,3 millones de catalanes introducen sus papeletas en urnas de cartón. En 2015 el Parlament alberga la primera mayoría independentista de su historia. En 2016 se fija una nueva hoja de ruta hacia la independencia y el Parlament se compromete a culminar el proceso soberanista. Diez años de permanente desconexión en definitiva, donde, desde la otra parte, la quiebra del pacto sólo dio paso al mutismo.
B. El Govern, arrastrado por la ciudadanía
¿Y la Generalitat? La Estelada se oficializó desde abajo; sin prescriptores. Este factor diferencial, pocas veces referido, sigue conformando la clave de bóveda del Procés. Si para una considerable parte del electorado peninsular, la inquietud por la cohesión territorial prevalece sobre cuestiones como la crisis o la corrupción, en Cataluña, la redención de la clase política tradicional no halló otro anclaje al que asirse que el de la obligada y concreta regeneración. "Si España es irreformable, nosotros ya nos encargaremos de garantizar el buen fin de nuestro gobierno"; bien pudiera ser ésta la conclusión que se instala en Cataluña a partir de 2012. Las elites políticas catalanas fueron arrastradas sin remisión por una sociedad sensiblemente distinta en su articulación civil y política a la del resto del país.
"Cuanto peor, mejor"
Ya lo dice el refranero presidencial: "Cuanto peor, mejor". A juicio de alguno, cabría acaso hasta sugerir aquella máxima referida a los judíos: "si los catalanes no existieran habría que inventarlos". En efecto, Cataluña ha vuelto a convertirse en salvaguardia política del tradicionalismo peninsular. Entre cloacas y afinadores, reprobados el fiscal general del Estado y el ministro de Justicia, el Procés seguía confirmando etapas. Llegamos al 1-O. La habitual impasibilidad gubernamental hubiera garantizado la insensibilidad europea respecto a los intereses independentistas. Nada que ver. Tras diez años de inacción, cientos de heridos, varios hospitalizados, dos de ellos en estado grave, conformaron, esta vez sí, el regreso del gobierno a la política.
Mariano Rajoy, presidente del partido más corrupto de Europa (65 causas abiertas lo contemplan) llegó a la Moncloa con un Parlament que albergaba a 14 diputados independentistas. Hoy suman ya 72. No sería de extrañar que rondaran los 2/3 del arco parlamentario catalán en la próxima convocatoria electoral. Cabe hasta sospechar que están encantados. No son pocos los juicios pendientes ¿Adónde nos llevará el firme bracear imperial? A la izquierda, el desierto.
Pero esta crisis, la mayor en cuarenta años, difícilmente se resolverá desde el inmovilismo o el rencor. La historia de España "siempre termina mal" dice el poeta. Se trata, sencillamente, de querer evitarlo. Tal es el estado de la quebrantada salud nacional. Si el gobierno no interioriza que lo que ocurre en Cataluña no es cuestión de unos políticos echados al monte, sino, al contrario, consecuencia de una poderosa reacción ciudadana que no deja de arrastrar desde hace años a sus gobernantes, la crisis sólo podrá cerrarse en falso.
“¿Leoncitos a mí?"
El 30 de marzo de 2006 el Congreso de los Diputados aprobaba el proyecto de ley de reforma del Estatut de Cataluña, en vigor desde 1979. Apenas dos meses después, un 25 abril, Mariano Rajoy posaba junto a los leones del Congreso con cuatro millones de firmas recabadas por toda España contra Cataluña. Ya lo decía el Ingenioso Hidalgo: “¿Leoncitos a mí?”. El Partido Popular decidía organizar su espontáneo y particular referéndum en respuesta a la inminente entrada en vigor del nuevo Estatuto catalán. Funesto presagio. ¿Cómo podía ocurrir?
A. Partido Popular: la destrucción del pacto constitucional
Motivado al calor de la entente entre los ex presidentes del Gobierno y de la Generalitat, José Luis Rodríguez Zapatero y Pasqual Maragall, el nuevo marco constitucional de los catalanes nunca pudo pecar por exceso. Durante su tramitación, una Comisión ad hoc (151.2.2º CE) se encargó de velar escrupulosamente por sus límites constitucionales. “Nos hemos cepillado el Estatut como lo hace un carpintero” llegó a declarar Alfonso Guerra, presidente de dicha comisión, para sosiego de no pocos.
Así, debidamente cepillado por la Comisión, el Estatut pactado fue aprobado por las Cortes Generales el 10 de mayo de 2006 (151.2.4º CE), sancionado y promulgado por el rey Juan Carlos I para, ocho días después, ser confirmado por el pueblo de Cataluña en referéndum (151.2.3º CE). Pues hete aquí que llegaron las hordas de Génova 13 a caballo.
Ese mismo mes, mientras la Gurtel se traía al papa, y Canal 9 ocultaba las causas por las que 43 ciudadanos valencianos morían en el Metro, a Rajoy y los suyos les faltaba tiempo para pasarse por la entrepierna al rey, al Congreso, al Senado, y al pueblo de Cataluña, leal a la Constitución. Entre sobre y sobre (si hacemos caso al tesorero), y discos duros aún intactos, los genoveses elevaban un insólito e improcedente recurso al Tribunal Constitucional. “Sólo entre parlamentos es posible el pacto” explicaron en su día reconocidos constitucionalistas como Pérez Royo. Es competencia del TC “interpretar ulteriores concreciones sobre lo pactado, que es materia, en todo caso, no sujeta a revisión”. ¿Cómo pudo el líder de la oposición de un país democrático integrado en la UE iniciar una improcedente ofensiva contra un pacto constitucional suscrito a través de sus más elevadas expresiones soberanas; Cortes Generales y, en este caso, Parlament de Cataluña? A día de hoy, ni siquiera entre los populares parecen encontrarse defensores de una arbitrariedad que, aun así, sería refrendada por los justicieros del TC.
Cataluña: diez años de permanente desconexión
Con el Estatut aprobado, transcurrieron cuatro años a la espera del fallo judicial del TC. Durante ese tiempo vimos desprenderse la Antártida, pero no Cataluña. En 2009 la localidad de Arenys de Munt evidenciaba su frustración celebrando su particular consulta sobre la independencia. Por fin en junio de 2010, sus señorías decidían declarar inconstitucionales una docena de artículos del Estatut. Ítem más, otros treinta preceptos ya aprobados para andaluces y valencianos quedaban suspendidos para los catalanes. Con un par de puñetas, los togados decidían cargarse el pacto constitucional entre el Estado y Cataluña para envidia de todo aberrante hooligan. Desde entonces el desarraigo se precipita. En 2011 el 15-M canaliza la indignación de importantes sectores de población en todo el país. La celebración de la Diada de 2012 constata una clamorosa exigencia de regeneración que ya ha hecho suya la Estelada. En 2013 Artur Mas acude a Moncloa con una propuesta de pacto fiscal. En 2014 2,3 millones de catalanes introducen sus papeletas en urnas de cartón. En 2015 el Parlament alberga la primera mayoría independentista de su historia. En 2016 se fija una nueva hoja de ruta hacia la independencia y el Parlament se compromete a culminar el proceso soberanista. Diez años de permanente desconexión en definitiva, donde, desde la otra parte, la quiebra del pacto sólo dio paso al mutismo.
B. El Govern, arrastrado por la ciudadanía
¿Y la Generalitat? La Estelada se oficializó desde abajo; sin prescriptores. Este factor diferencial, pocas veces referido, sigue conformando la clave de bóveda del Procés. Si para una considerable parte del electorado peninsular, la inquietud por la cohesión territorial prevalece sobre cuestiones como la crisis o la corrupción, en Cataluña, la redención de la clase política tradicional no halló otro anclaje al que asirse que el de la obligada y concreta regeneración. "Si España es irreformable, nosotros ya nos encargaremos de garantizar el buen fin de nuestro gobierno"; bien pudiera ser ésta la conclusión que se instala en Cataluña a partir de 2012. Las elites políticas catalanas fueron arrastradas sin remisión por una sociedad sensiblemente distinta en su articulación civil y política a la del resto del país.
"Cuanto peor, mejor"
Ya lo dice el refranero presidencial: "Cuanto peor, mejor". A juicio de alguno, cabría acaso hasta sugerir aquella máxima referida a los judíos: "si los catalanes no existieran habría que inventarlos". En efecto, Cataluña ha vuelto a convertirse en salvaguardia política del tradicionalismo peninsular. Entre cloacas y afinadores, reprobados el fiscal general del Estado y el ministro de Justicia, el Procés seguía confirmando etapas. Llegamos al 1-O. La habitual impasibilidad gubernamental hubiera garantizado la insensibilidad europea respecto a los intereses independentistas. Nada que ver. Tras diez años de inacción, cientos de heridos, varios hospitalizados, dos de ellos en estado grave, conformaron, esta vez sí, el regreso del gobierno a la política.
Mariano Rajoy, presidente del partido más corrupto de Europa (65 causas abiertas lo contemplan) llegó a la Moncloa con un Parlament que albergaba a 14 diputados independentistas. Hoy suman ya 72. No sería de extrañar que rondaran los 2/3 del arco parlamentario catalán en la próxima convocatoria electoral. Cabe hasta sospechar que están encantados. No son pocos los juicios pendientes ¿Adónde nos llevará el firme bracear imperial? A la izquierda, el desierto.
Pero esta crisis, la mayor en cuarenta años, difícilmente se resolverá desde el inmovilismo o el rencor. La historia de España "siempre termina mal" dice el poeta. Se trata, sencillamente, de querer evitarlo. Tal es el estado de la quebrantada salud nacional. Si el gobierno no interioriza que lo que ocurre en Cataluña no es cuestión de unos políticos echados al monte, sino, al contrario, consecuencia de una poderosa reacción ciudadana que no deja de arrastrar desde hace años a sus gobernantes, la crisis sólo podrá cerrarse en falso.
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