"Un momento después se oyó un espantoso chillido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. Sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente (...).
Como de costumbre apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. Sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente (...).
En su segundo minuto el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: "¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!", y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillando histéricamente como los demás. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un extasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo parecían recorrer a todos los presentes. Y sin embargo, la rabía que se sentía era una emoción abstracta e indirecta. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policia del Pensamiento.
De pronto, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba detrás de él. Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes aluucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a San Sebastián. La violaría y en el momento del climax le cortaría la garganta. Sin embargo se dió cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. Pero en el mismo instante, produciendo con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano (...) infundiendo confianza. Entonces desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del partido en grandes letras: La Guerra es la Paz / La Libertad es la Esclavitud / La Ignorancia es la Fuerza".
- George Orwell / 1984
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