José Ortega y Gasset, Manuel Azaña y Francesc Macià |
"¿Democracia hemos dicho? Pues democracia"(1). Adviene la República. Para Azaña, o ésta es democrática o
no será. Para Ortega, o se instaura conservadora o no ha de haberla. Dos
décadas lleva el filósofo reclamando el concurso de su anhelada selecta minoría directora y ante él se erige ahora, inapelable, un audaz gobierno transformador.
El conservador
y autoritario Ortega, como lo
describe Baroja (2), no tarda en atacar la soberana legalidad de la nueva
construcción nacional. "¡No es esto, no es esto!" llega a advertir en
su artículo Un aldabonazo en
septiembre de 1931, apenas nacida la República, sin poder concretar dónde
reside su "radicalismo". Ortega alude al "modo tajante de imponer un programa”. ¿Sugiere acaso
ignorar el ejercicio parlamentario de la primera democracia verdaderamente
representativa de la historia de España? ¿Alude a la tan necesaria reforma
militar que él mismo ha reconocido oportuna y necesaria? ¿Acaso a la cuestión
religiosa? El Art. 26 del proyecto constitucional, de carácter netamente
transaccional, hubiera podido suavizarse, es cierto, tolerando la Enseñanza católica
privada, pero ¿podía de ahí tacharse abiertamente a la recién nacida República
liberal española de régimen radical?
Ortega teme una construcción nacional
coral, las resultas del nuevo estado autonómico. Su hostilidad emerge frente a la fisonomía de Estado que está por sustanciarse. Escribe en diciembre de
1931: “La República nueva necesita un nuevo partido de dimensión enorme, de
rigurosa disciplina, que sea capaz de defenderse, de imponerse frente a todo
partido partidista” (3). Insiste en Granada, dos meses después: “Vengan con
nosotros a formar un haz fuerte, inmenso, amplísimo… Vamos a construir un gran partido
nacional (…) Una nueva democracia
–cursivas nuestras–. No una democracia caduca… sino un Estado en el sentido de
laborar al servicio de la Nación y no de grupos, clientelas o clases".
Azaña: la ley y sus
instituciones
Dos años antes, en marzo de 1930, un casi
desconocido Azaña conferenciaba en Barcelona levantando de los asientos a un
auditorio al que recordaba su tradicional integración en la monarquía
hispánica. Las libertades de Cataluña han de ser, serán también, el signo de
las libertades de España: “Yo concibo, pues, a España con una Cataluña
gobernada por las instituciones que su voluntad libremente expresada quiera
darse; unión libre de iguales en rango (…) sin pretensiones de hegemonía ni
predominio de los unos sobre los otros. Para vivir en paz, ilustrando el nombre
común hispánico que no es despreciable. He de deciros también que si la
voluntad dominante en Cataluña fuese algún día otra, y resueltamente quisiera
remar sola en su barca, sería justo pasar por ello, y no habría sino dejaros ir
en paz, con el menor destrozo para los unos y los otros (…) Hemos de crear un
Estado nuevo, dentro del cual podamos vivir todos. Esto se llama lisamente
Revolución (…) El Estado ha de surgir de la voluntad popular y ha de ser la
garantía de la libertad. Esto se llama República (…) Vosotros maldecís
justamente el [actual] Estado español, también nosotros (…) Vosotros,
republicanos y socialistas que me escucháis, sabéis muy bien que lo primero de
todo son los valores universales humanos. La grandeza del catalanismo consiste
en elevar a universalidad los frutos de un espíritu hasta ahora encerrado en un
marco local (…) En resumen: nuestro objeto es la libertad catalana y española.
El medio es la revolución. El término, la República, y la táctica, reconocer a
nuestros aliados verdaderos dónde están"(4).
En este discurso, Azaña reconoce el ius separationis, en palabras de García de Enterría, de Cataluña (5); esto es, el derecho de los catalanes a seguir integrando, o no, la histórica Hispanidad. Pero una cosa es un discurso
teórico en un banquete y otra muy distinta, el escudo legal, la vía jurídica
que ha de revestir una coyuntura tan extrema como la que acontece dos años después.
Azaña es ahora muy consciente de que toda actuación política ha de realizarse
en base al imperio de la ley. El suyo no es un reformismo platónico o de bajos
vuelos, como el que conoció ingresando en las filas de su querido Melquiades
Álvarez, sino un radicalismo constructor que a ojos de la reacción se antoja
intolerable.
En diciembre de 1931, la obra legislativa de cuanto ha ocurrido en España en los últimos meses descansa en una nueva Constitución republicana que no ha reconocido las iniciales pretensiones catalanas que en su día presentara Francesc Macià. Lo que ha nacido es un nuevo Estado autonómico. Ésta es, y no otra, la única condición de posibilidad en la que puede trabajar Azaña. Un nuevo marco legal derivado de su correspondiente proceso constituyente, ya aprobado y en vigor.
Ortega vs Azaña: dos visiones de España
En Nuria, el nuevo govern presidido por Macià
había culminado su Estatut, sometido a plebiscito popular en Cataluña (2 de
agosto de 1931) con masivo y unánime respaldo. Con la tramitación parlamentaria
del texto, primavera del 32, se acentuaba la presión. Alertan titulares como el
de El Imparcial: “Fuisteis al
Parlamento para votar una Constitución; no para destrozar a España. Diputados
españoles, meditad bien el Estatuto catalán”.
En su discurso sobre la cuestión religiosa, Azaña
había dejado dicho: “La salud del Estado, como la de las personas, consiste en
disponer de la robustez suficiente como para poder conllevar los achaques, las
miserias inherentes a nuestra naturaleza”. Aquel día Ortega lo escuchaba desde
su escaño. Una década había transcurrido desde la aparición de su España Invertebrada. Forzando el
inobjetable respaldo del filósofo, Azaña esgrimía un argumento orteguiano.
Ortega, laico radical, no tenía más remedio que aplaudir, si bien no tardaría
en demandar –precisamente con su aldabonazo–
una “autenticidad” incompatible, por lo visto, con la democracia parlamentaria.
El 13 de mayo de 1932 Ortega pronuncia en Cortes su
discurso respecto al problema catalán. Emplea términos como anhelo catalán, sentimiento,
morbo… Son sintomatologías de un
pueblo arisco. El filósofo reclama un
gran Estado español, emprendedor y ágil, que evite atropellarse a sí mismo. En
su España invertebrada ya ha negado cualquier disyuntiva entre centralismo y
federalidad; el país, en esencia, no puede concebirse de otro modo: “España es
una cosa hecha por Castilla (…) sólo cabezas castellanas tienen órganos
adecuados para percibir –subrayado
nuestro– el gran problema de la España integral”. En otras palabras, en lo que
a esta cuestión respecta, no es que la idea de España no precise intentarse; es
que, en tanto obra castellana, nada hay acaso por ensayar. España ha de aspirar a conllevarse.
Macià había proclamado la República catalana como Estado integrado en la Federación ibérica; un hecho consumado que era
neutralizado, si puede decirse, a partir de aquel viaje a Barcelona de Domingo,
D’Olwer y Ríos. La transacción deparaba un Estado autonómico a construir –el derivado de San Sebastián– y la
correspondiente recuperación de la Generalitat.
Ortega es consciente ahora de que no puede
presentar una enmienda a la totalidad respecto al escenario autonómico si bien ya
ha mostrado su disconformidad respecto a “cómo ha sido planteada la vida
republicana”, al punto de advertir de sus consecuencias.
Azaña, sin embargo, persigue una resolución
democrática del país. Rivas Cherif escribe respecto a los pensamientos del
presidente: “Al reunir en un solo dominio los pueblos españoles de la
Península, el ente nacional que se llama España, esa libertad no presupone
elección caprichosa al azar de un sufragio inconsecuente, sino aceptación
voluntaria y en común de un destino patrio imprescriptible. Venga, pues, el
pacto político, el concierto del Estatuto” (6)
El 27 de mayo, quince días después de la exposición de Ortega, Azaña tiene
oportunidad de dar respuesta al filósofo en sede parlamentaria. Por un
momento, la comprensión nacional parece tenderse en el diván, acaso con propósito
de enmienda. Azaña responde
a la particular interpretación histórica de Ortega respecto a la idea de
España: “¿Son el siglo XVI o el siglo XVII grandes siglos españoles? ¿Es aquel
el esplendor del genio español en la Historia? ¡Ah! ¿Si? Pues no hay en el
Estatuto de Cataluña tanto como tenían de fuero las regiones españolas
sometidas a aquella monarquía". Ortega, con derecho a
réplica, declinaría cualquier respuesta.
Companys: “¡Viva nuestra España!"
“El chino bueno está más cerca de mí que el
español malo” decía Federico García Lorca. No ha de ser, en efecto, la identidad la que
otorgue un valor, sino los valores los que han de fundamentar la nobleza de
cualquier identidad. No piensa distinto Lluís Companys quien, al igual que Azaña,
considera a la República el instrumento jurídico-político para la consecución
de una sociedad más justa, más libre, más ilustrada, más laica, más digna en
definitiva. Categorías universales que han de arraigar no sólo en Cataluña,
también en toda España. Companys nada tiene de separatista, si bien su idea de República, aún por crear –o cabe
decir en creación– choca frontalmente, huelga aclararlo, con la de los ultras
con los que comparte escaños en las Constituyentes.
En el Parlamento, Ossorio y Gallardo,
gobernador en Barcelona en tiempos de Alfonso XIII, responde
visiblemente afectado a la acusación de “¡traidores!” que el general Fanjul,
diputado por los agrarios –el partido de los terratenientes– viene de vertir
hacia quienes apoyan el Estatut. Desde su escaño, Companys sale en defensa de
su rival político y sin embargo amigo con un ¡Viva España! (7) que, secundado
por la Cámara, reviste a Ossorio y provoca cierto repliegue en el africanista.
Apenas falta un mes para el primer Golpe de Estado contra la República en
agosto del 32.
Interesa subrayar un rasgo que ilustra hasta
qué punto la intransigencia dificulta la resolución de la República en
construcción. En esta labor creadora que es la primera democracia española,
Cataluña no había entregado un proyecto estatutario para ser aprobado en
Madrid; buscaba entregar su Estatuto.
El Principado, sin embargo, no iba a convertirse, ni mucho menos, en “un Estado
autónomo dentro de la República española” como se consignaba en la versión
estatutaria original, sino en “una región autónoma dentro del Estado español”.
En Cortes, el Estatut era recortado en dos terceras partes; nada quedaría de la
comprensión co-soberanista o federal elaborada en Nuria. Si los catalanes
manifestaban su disgusto, en Madrid, la reacción continuó exhortando a la no
promulgación de un marco, el autonómico, más que unitario a fin de cuentas.
Si para unos,
esta recuperación significaba un primer paso susceptible de ulterior
desarrollo; para los otros, huelga decirlo, se trataba de una intolerable
concesión que urgía revertir.
Con todo, logra restaurarse el autogobierno de
Cataluña más de dos siglos después de su laminación en 1714. Con la definitiva
aprobación del Estatut, el grupo catalán, con Companys a la cabeza, exclama en
el Congreso: “¡Viva nuestra España!” Más de cien diputados les responden:
“¡Viva nuestra Cataluña!” (8).
“Para Azaña –escribe Rivas Cherif– la cultura
castellana y la cultura catalana son cultura española, y Cataluña es tan española –léase hispánica– como las
provincias vascongadas o Castilla. A ojos del gran constructor de la República,
“la palabra España envuelve un concepto amplísimo. De una parte, excede el
estrictamente territorial (…) porque Portugal es tan España como Cataluña.
Tampoco, pese a la difusión verdaderamente imperial de la lengua castellana, le
corresponde a ésta la exclusividad del verbo español. Lenguas españolas son el
catalán, el vasco, el galaico-portugués. Equivocada le parece la estimación
filológica que hace la Academia de la Lengua [castellana] con atribuir al
idioma castellano esa exclusividad".
Cataluña, republicana; Azaña en Sant Jaume
El 24 de agosto, dos semanas después de
fracasar el primer Golpe contra la República, Azaña visita Barcelona; viene a
entregar el Estatut. El proyecto, ya se ha comentado, ha sido profusamente
laminado en Cortes. Si bien a ojos de Macià y el Govern la versión
definitivamente aprobada nada tiene que ver con la idea federal concebida en
Nuria, es, desde luego, un hito no visto hasta ahora en la historia del
parlamentarismo español.
“Cerca ya de la Capital –escribe Rivas Cherif–
el espectáculo comenzó a hacerse impresionante. No sólo en los andenes de las
estaciones abarrotadas, a lo largo del camino de hierro, gentes y gentes
esperaban a pie firme el paso del tren presidencial que cruzaba su grito
vaporoso con el eco del ¡Viva! humano (…) La entrada en Barcelona sobrepujó en
magnificencia del arrebato cívico cuanto se habían propuesto el elemento
oficial y las organizaciones de que el Gobierno de la Generalitat podía
disponer. Un buen rato tardó el Presidente con mi hermana y cuantos le
seguíamos, en poder descender del vagón”.
La comitiva llega por fin a Sant Jaume. El
coche de Azaña y Maçià se abre paso entre la multitud. Con ellos, el resto de
la corporación. Todos aparecen finalmente en la balconada de la renacida
Generalitat. Júbilo popular y hermanamiento
republicano. Cuando la Plaza parece serenarse Azaña toma la palabra:
“¡Catalanes!” Sant Jaume vuelve a atronar. “¡Ya no hay rey que os declare la
guerra!” La simbólica frase sería transcrita
al plural –Ya no hay reyes que os
declaren la guerra– para la prensa.
“Vosotros, catalanes, nunca fuisteis de aquel
rey ni de ningún otro rey. Pero ahora sois de la República. (Aplausos y voces de Sí.) Ahora sois de
la República (voces afirmativas y voces
de “Sí”) que os ha hecho suyos, que os ha hecho suyos por la justicia, que
es la mayor fuerza que se puede ejercer sobre el corazón de un pueblo. Pueblo a
quien se le hace justicia queda maravillosamente esclavo de la obra justiciera
(Aquí ovaciones.) (…) La República,
sin una Cataluña republicana, sería una República claudicante y débil, pero
Cataluña, sin una República liberal como la nuestra, sería mucho menos libre de
lo que puede ser; de suerte que están, vuestra libertad y la República, y la
República y las libertades catalanas, indisolublemente unidas: ni una podría
existir sin la otra, ni nadie atentaría a la una sin atentar inmediatamente
contra la otra”. (Aplausos.) (…) La
autonomía de Cataluña es una emanación natural de los principios políticos que
inspiran la República, que es el reconocimiento de las libertades de los
pueblos peninsulares. (Gran ovación.)
"El porvenir, necesariamente creativo"
Si bien el país no había recuperado su tradicional monarquía
federal, desaparecida con el primer Borbón a principios del siglo XVIII, Azaña perseguía reconstruir aquella
hispánica comprensión. Hasta ahora sólo se había intentado acallar la cuestión
catalana mediante la imposición; por vez primera en la historia de España un gobierno democrático trataba de resolverla materializando un escenario autonómico que, si bien unitario, no era ni digerible ni entendible a ojos de la poderosa reacción. El nuevo gobierno, constructor en base a la ley, lograba hacer
prosperar la (intolerable) nueva Constitución republicana. La hoja de ruta pergeñada en San Sebastián, el marco autonómico como solución para la idea de España, la proclamación federal de Macià, el
posterior viaje negociador del gobierno y la definitiva aprobación del Estatut
en Cortes no eran sino derivadas políticas del proceso democrático constituyente.
Venía de fracasar el primer golpe de Estado auspiciado por la reacción.
También lo haría el segundo, el 18 de julio de 1936. Hitler y Mussolini se encargarían
de convertirlo en guerra civil. España no tardaría en recobrar su dictadura.
Hemos
citado: 1) Manuel Azaña; El problema español. 2) Pío Baroja; Desde la última
vuelta del camino. 3) José Ortega y Gasset; Rectificación de la República. 4)
Manuel Azaña; Discurso en el restaurante Patria, 27 de marzo de 1930. 5) Eduardo
García de Enterría (Dtor.): Manuel Azaña; Sobre la autonomía política de
Cataluña. 6) Rivas Cherif; Retrato de un desconocido. 7) La Vanguardia, 7 de
julio de 1932. 7) Ángel Ossorio y Gallardo; Vida y Sacrificio de Companys.