"España es un gran país estropeado por sus moradores"
Manuel Azaña
“Dios
mío, ¿qué es España?” (1) se preguntaba Ortega en 1914. Solo Dios acaso podía
dar respuesta. No es que la idea de España no pudiera entenderse sin el imperio
de la fe, es que solo desde el imperio de la fe llegó a concebirse. España fue “la constitución de un imperio católico” (2) señalaba Gustavo Bueno en 1998. Como Dios, “su esencia requería su existencia”. España, acto de
fe, indecidible nación universal, “no podía ser pensada, tenía que ser
realizada". En palabras de ideólogos como M. García Morente: "La esencia de España –cursivas nuestras– a lo largo de su historia, consistió en la identificación de la religión con la patria o
de la patria con la religión (…) Para los españoles no hubo diferencia entre la
patria y la religión. Servir a Dios era servir a España y servir a España era
servir a Dios (…) No existió dualismo entre el César y Dios. Porque España, la
nación española, nuestra patria española, fue –por esencia– servicio de Dios y
de la Cristiandad en el mundo” (3).
Casa imperial y monarquía hispánica
Si Carlomagno, dominador centroeuropeo, era
coronado en los nuevos Estados pontificios (año 800) como Sacro emperador católico, siete siglos después, y en paralelo al discurrir de la Casa Imperial, Alejandro VI, el papa Borgia, otorgaba el título de “Reyes
Católicos” (1496) a Isabel y Fernando. Descubiertas las Indias, la monarquía hispánica se convertía en singular garante católica (universal) del Vaticano en todos aquellos nuevos mundos
aún por descubrir.
Carlos, inminente emperador, pensaba en clave patrimonial. Castilla, heroica,
combatió el saqueo flamenco y el advenimiento de la nueva tiranía extranjera; también a una nobleza autóctona
que no dudó en aplastar las libertades y derechos de la población. Fue el momento en que esta aristocracia, tradicionalmente levantisca,
pasó a convertirse en cortesana de las nuevas dinastías foráneas por llegar. Lejos de constituirse en la nación más poderosa de la tierra, la Monarquía católica,
custodia del orbe, pasó a convertirse en factoría logística de Bruselas y brazo
armado de la Casa imperial vienesa. Escribe Azaña: “Las
acciones pasadas bajo el nombre de España, tienen dos componentes: lo europeo y
lo español estricto. Lo político europeo y lo español no coinciden (…) Lo
europeo se cifra en la Corona (…) Por ejemplo, el ejército (…) no era español,
sino de la Corona. Melo, español de Portugal, no llama a las tropas de Felipe
IV que van sobre Barcelona “ejército español” ni otra cosa más que “los
católicos”, el ejército “católico”, y no porque los catalanes rebelados fuesen
herejes, sino por la expresión universal adscrita a las empresas de la Corona
de España, que no se habrían caracterizado con exactitud apellidándolas
españolas. Aislar lo español requiere sustraer lo dinástico, lo católico
internacional, lo imperial austroalemán (…) Tan gran imperio, que llamamos
español, no estaba administrado, gobernado, ni defendido exclusivamente por
españoles. El valón, el tudesco y el italiano, servidores de la Corona como el
castellano, concurrían a sus fines” (…) La acción de la Corona católica en
Europa, desde el emperador a su triste tataranieto, es mucho menos española de
lo que aparenta (….) El caso es manifiesto en el reinado del emperador. Si su
hijo hubiese gobernado desde Bruselas la impresión no sería menos clara. Los
reinos peninsulares eran tributarios, como Sicilia y otros, de la monarquía
casi universal. La propaganda empeña el amor propio de los españoles
haciéndoles soportar mediante lisonjas del orgullo cargas que no les
corresponden: en su tiempo, para sufrirlas en su persona y bienes; más tarde,
en los sentimientos, para sostén y amparo de una causa fenecida” (4).
“El
comentario impresiona por su lucidez –apuntaría al respecto Joseph Pérez–, solo
que convendría cambiar algún que otro término: donde pone España habría que
escribir Castilla, ya que fue Castilla, y no toda España, la que, desde
Villalar, tuvo que cargar con el peso de la política imperial sacrificándose; o
mejor dicho, no se sacrificó, la sacrificaron sus gobernantes, los reyes,
empezando por el más ilustre de ellos, el emperador Carlos V, a una política
que a los castellanos no les interesaba en absoluto" (5).
Pero si la Universitas Christiana –léase el absolutismo católico– era ya incapaz de imponerse por el Continente, sí lo haría en la Península. Subyugada la población, sus elites le ofrecieron el aroma espiritual capaz de recompensarla en el más allá. “El catolicismo fue la verdadera patria” (6) escribe Corts Grau. ¿Cabía mayor aportación? “Fuera de lo cristiano –se lamenta el personaje de Garcés–, si considero al español en su humanidad, lastimosa en todos los pueblos, no aporta nada de exclusivamente propio. La crueldad, el orgullo, la cobardía, la ambición, son prendas de la especie” (7).
Pero si la Universitas Christiana –léase el absolutismo católico– era ya incapaz de imponerse por el Continente, sí lo haría en la Península. Subyugada la población, sus elites le ofrecieron el aroma espiritual capaz de recompensarla en el más allá. “El catolicismo fue la verdadera patria” (6) escribe Corts Grau. ¿Cabía mayor aportación? “Fuera de lo cristiano –se lamenta el personaje de Garcés–, si considero al español en su humanidad, lastimosa en todos los pueblos, no aporta nada de exclusivamente propio. La crueldad, el orgullo, la cobardía, la ambición, son prendas de la especie” (7).
Una supremacista aristocracia
La hegemonía estamental en torno a la inexcusable Limpieza de sangre –aquellos que no gozaban de clara alcurnia católica eran automáticamente excluidos de cualquier gestión de poder– no sólo expulsó a los españoles de fe judía o morisca; alejó a la Península de la modernidad europea arrojándola a su depauperación e incapacidad productiva. Al igual que la Reforma, también el absolutismo católico era esencialmente político. Es esta una sociedad estamental, cerrada o estanca –jerarquizada en base a distintos estatutos jurídicos– donde se rubrica un supremacismo instaurado en base a dicha Limpieza de sangre. “Descendientes de bautizados desde tiempo inmemorial –recuerda C. Pérez Bustamante–, los cristianos viejos constituían una raza superior, dominadora y aristocrática” (8). Los especialistas, de sangre impura, fueron expulsados de los gremios sectoriales; se rehuyeron las humanidades; se prohibió el desarrollo de la ciencia, la observación o la experimentación; las Universidades se convirtieron en campos ceñidos a la escolástica. No es que se persiguiera cualquier discrepancia, que también; lo que se perseguía en España era el saber.
Junto al secular despotismo, una población incapaz de emanciparse de sus dominadores, con el odio, la envidia y el fanatismo religioso como único patrimonio. En sus feudos/estados, la Iglesia, soberanía paralela al realengo, seguía gozando de su propio sistema impositivo. Junto a la deplorable acaparación y amortización de tierras, la lógica consecuencia de esta catástrofe. Las manos muertas –recuerda Soldevila– supusieron el aniquilamiento del agro y de los pueblos: despoblación, industrias abandonadas, propietarios empobrecidos...
Tras la invasión napoleónica y la primera nación española constituida a la fuerza en Bayona, unas Cortes de Cádiz (1812), donde Monarquía e Iglesia –por no hablar del nulo reparto de la tierra– permanecieron ajenas a cualquier debate constitucional. Apenas dos años después regresaba el Deseado "como si nunca hubieran pasado tales actos". España, decadente monarquía imperial, no sería nación. ¿Por qué en tierras aragonesas el rey no continuó la ruta fijada por las Cortes hacia Madrid? ¿Por qué no estuvo en todo momento escoltado por generales liberales? Son preguntas que adquieren, es cierto, un ingenuo tenor. Fernando volvía a verse, en fin, arropado por su majadera cuadrilla de siempre. Generalato, grandes de España y alto clero, únicos dueños de la tierra, perseguían la restauración. Las sesiones gaditanas no habían transformado un ápice la realidad del poder fuera de sus cuatro paredes.
El enemigo pasa a ser español
Expulsado el invasor comenzaba la ofensiva reaccionaria contra los partidarios del constitucionalismo peninsular. El enemigo pasaba a ser español. Frente al tradicional poder, unos hombres cuyo único margen para hacer política radicó siempre en la libertad que, paradójicamente, les confirió el invasor: las tropas francesas no sólo sitiaron el proceso constituyente gaditano; al tiempo, y sin pretenderlo, lo estaban también protegiendo del viejo yugo peninsular.
Con la larga noche decimonónica, la integración de una débil burguesía liberal que, lejos de asaltar los tradicionales estamentos privilegiados, como ocurriera en Europa, no haría sino asimilarse a ellos. La desamortización, primero eclesiástica, luego civil, convertida en mera subasta entre aristócratas, siguió sin entregar palmo alguno de tierra al pueblo español.
Transcurridos casi cuatro siglos desde el aplastamiento comunero, Pío
Baroja reaccionaba a la última entrega de Azorín, El Alma Castellana, con
artículo de prensa de mismo título. Merece la pena recrearse en la pluma del de Itzea
hasta su dictamen final:
“Cuando
vi el título del último libro de Martínez Ruiz en los escaparates de las
librerías, sentí gran curiosidad por leerlo.
¡El Alma Castellana!... Burgos, León, Valladolid, Salamanca, Toledo… una raza enérgica que exaltada por la fe, levantó inmensas catedrales en la tierra, una raza fuerte, silenciosa, sombría y grande.
He leído el libro de Martínez Ruiz y he sufrido un desencanto, a pesar del brillante estilo, de la erudición vasta, de la amenidad que a su relato saber dar el autor. Yo esperaba en esta obra un cuadro de la vida espiritual de Castilla en los siglos XIV, XV y parte del XVI; antes de que Carlos hiciera enmudecer las Cortes castellanas, antes de que el Emperador derrotara a los caballeros de la Santa Liga y llevase al cadalso a los comuneros. Esperaba un bosquejo de aquella época de fe y de trabajo, en la cual los pueblos de Castilla eran pueblos industriales, en donde trabajaban y vivían toda clase de artistas pintores, arquitectos, orfebres, espaderos, cinceladores, rejeros, escultores, decoradores, tallistas de piedras y de maderas, que se esforzaban todos en expresar el genio artístico de su religión y de su raza. Esperaba también capítulos que señalasen la vida del espíritu en las Universidades de Salamanca y de Palencia, y otros que indicaran los movimientos literarios del tiempo de Alfonso X y de Juan II.
Pero Martínez Ruiz no ha querido cantar glorias, sino desventuras, y ha ido a escoger para mostrar el desenvolvimiento del alma castellana una época de ruina nacional, cuando en Toledo, en Segovia y en Ocaña, y en otros mil puntos, las fábricas se cerraban; cuando en las ciudades de Castilla y en todas las españolas se empezaba a vivir de la industria extranjera, del arte extranjero, con las costumbres y las modas y los usos de Francia, de Italia y de Alemania.
Ha escogido el autor para indicar los caracteres del alma castellana los siglos XVII y XVIII. ¿Es ese el momento, un periodo de decadencia, para estudiar el espíritu peculiar a una región? Yo creo que no...
Martínez Ruiz, trata de la hacienda, de la casa, de la vida doméstica, del amor, de la moda, de la vida picaresca, de la Inquisición, del teatro, de los conventos, del misticismo, de los literatos y de la prosa castellana en el siglo XVII, y de la opinión, de la moral, del amor, de la moda, de los literatos y de la crítica del siglo XVIII; y a mi modo de ver, en todo esto (excepto, quizá, en la vida mística), no hay en esos siglos nada de esencial y netamente castellano.
Si hay algo todavía en ellos de matiz castellano en algún arte, en alguna manifestación del alma, es en la pintura.
Yo, que no soy erudito, y que apenas conozco la literatura, he sido sorprendido siempre al ver la divergencia, la disparidad absoluta de las obras de nuestros grandes pintores: el Greco, Pantoja, Sánchez Coello, Carreño, Tristán y Velázquez, con las de nuestros literatos: Garcilaso, Lope de Vega, Moreto, Alarcón, etc...
He vivido en Castilla y he visto al castellano, serio, grave, altivo, silencioso, igual a como lo representan nuestros pintores; distinto, diametralmente distinto, a como lo describen nuestros literatos. A mi modo de ver, el alma castellana late y vive en los siglos XVII y XVIII en nuestros cuadros y no en nuestros libros; en la literatura, solo en periodos anteriores; en aquellas poesías sencillas de Gonzalo de Berceo, de Jorge Manrique, del marqués de Santillana y de otros que precedieron a Boscán y Garcilaso, parece verse el espíritu sobrio y austero que animó los pinceles de nuestros artistas.
Esa vida que describe Martínez Ruiz en su libro no es castellana; es la vida de Madrid, es un reflejo de la manera de ser de las demás cortes europeas; y como la vida, la literatura de la época es también un reflejo. Ni Lope, ni Moreto, ni Tirso, ni Quevedo, son espíritus puramente castellanos, y menos Calderón, el mayor pedante y alambicado de los hombres de genio.
Y si ese siglo XVIIII, como lo dice el mismo Martínez Ruiz, comienza ya a experimentar el influjo extranjero en su industria, en su arte, en su vida, en todo, ¿qué puede quedar de castellano en la vida y costumbres de la corte de España en el siglo XVIII, cuando ya todo se hacía a imitación de Francia, y unos cuantos leguleyos dirigían la opinión, y unos cuantos frailucos dominaban al pueblo?
No. El libro de Martínez Ruiz no debe llamarse Alma Castellana, debía de llamarse: La Vida Cortesana en el siglo XVII y XVIII” (9).
¡El Alma Castellana!... Burgos, León, Valladolid, Salamanca, Toledo… una raza enérgica que exaltada por la fe, levantó inmensas catedrales en la tierra, una raza fuerte, silenciosa, sombría y grande.
He leído el libro de Martínez Ruiz y he sufrido un desencanto, a pesar del brillante estilo, de la erudición vasta, de la amenidad que a su relato saber dar el autor. Yo esperaba en esta obra un cuadro de la vida espiritual de Castilla en los siglos XIV, XV y parte del XVI; antes de que Carlos hiciera enmudecer las Cortes castellanas, antes de que el Emperador derrotara a los caballeros de la Santa Liga y llevase al cadalso a los comuneros. Esperaba un bosquejo de aquella época de fe y de trabajo, en la cual los pueblos de Castilla eran pueblos industriales, en donde trabajaban y vivían toda clase de artistas pintores, arquitectos, orfebres, espaderos, cinceladores, rejeros, escultores, decoradores, tallistas de piedras y de maderas, que se esforzaban todos en expresar el genio artístico de su religión y de su raza. Esperaba también capítulos que señalasen la vida del espíritu en las Universidades de Salamanca y de Palencia, y otros que indicaran los movimientos literarios del tiempo de Alfonso X y de Juan II.
Pero Martínez Ruiz no ha querido cantar glorias, sino desventuras, y ha ido a escoger para mostrar el desenvolvimiento del alma castellana una época de ruina nacional, cuando en Toledo, en Segovia y en Ocaña, y en otros mil puntos, las fábricas se cerraban; cuando en las ciudades de Castilla y en todas las españolas se empezaba a vivir de la industria extranjera, del arte extranjero, con las costumbres y las modas y los usos de Francia, de Italia y de Alemania.
Ha escogido el autor para indicar los caracteres del alma castellana los siglos XVII y XVIII. ¿Es ese el momento, un periodo de decadencia, para estudiar el espíritu peculiar a una región? Yo creo que no...
Martínez Ruiz, trata de la hacienda, de la casa, de la vida doméstica, del amor, de la moda, de la vida picaresca, de la Inquisición, del teatro, de los conventos, del misticismo, de los literatos y de la prosa castellana en el siglo XVII, y de la opinión, de la moral, del amor, de la moda, de los literatos y de la crítica del siglo XVIII; y a mi modo de ver, en todo esto (excepto, quizá, en la vida mística), no hay en esos siglos nada de esencial y netamente castellano.
Si hay algo todavía en ellos de matiz castellano en algún arte, en alguna manifestación del alma, es en la pintura.
Yo, que no soy erudito, y que apenas conozco la literatura, he sido sorprendido siempre al ver la divergencia, la disparidad absoluta de las obras de nuestros grandes pintores: el Greco, Pantoja, Sánchez Coello, Carreño, Tristán y Velázquez, con las de nuestros literatos: Garcilaso, Lope de Vega, Moreto, Alarcón, etc...
He vivido en Castilla y he visto al castellano, serio, grave, altivo, silencioso, igual a como lo representan nuestros pintores; distinto, diametralmente distinto, a como lo describen nuestros literatos. A mi modo de ver, el alma castellana late y vive en los siglos XVII y XVIII en nuestros cuadros y no en nuestros libros; en la literatura, solo en periodos anteriores; en aquellas poesías sencillas de Gonzalo de Berceo, de Jorge Manrique, del marqués de Santillana y de otros que precedieron a Boscán y Garcilaso, parece verse el espíritu sobrio y austero que animó los pinceles de nuestros artistas.
Esa vida que describe Martínez Ruiz en su libro no es castellana; es la vida de Madrid, es un reflejo de la manera de ser de las demás cortes europeas; y como la vida, la literatura de la época es también un reflejo. Ni Lope, ni Moreto, ni Tirso, ni Quevedo, son espíritus puramente castellanos, y menos Calderón, el mayor pedante y alambicado de los hombres de genio.
Y si ese siglo XVIIII, como lo dice el mismo Martínez Ruiz, comienza ya a experimentar el influjo extranjero en su industria, en su arte, en su vida, en todo, ¿qué puede quedar de castellano en la vida y costumbres de la corte de España en el siglo XVIII, cuando ya todo se hacía a imitación de Francia, y unos cuantos leguleyos dirigían la opinión, y unos cuantos frailucos dominaban al pueblo?
No. El libro de Martínez Ruiz no debe llamarse Alma Castellana, debía de llamarse: La Vida Cortesana en el siglo XVII y XVIII” (9).
De la antipatria a la restauración
Si
la obra de España fue la Hispanidad, escribe Maeztu, la Inquisición se
convirtió en carácter nacional (10). Los enemigos de este carácter pudieron
suspender su constitución escrita, nunca ya, señala Pemán, su constitución
interna (11). ¿Quién dice, pues, que la idea de España pueda estar sujeta a
revisión? “El pensar bien –escribe Balmes– consiste o en conocer la verdad, o
en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella (…) ¿De qué sirve
discurrir con sutileza o con profundidad aparente, si el pensamiento no está
conforme con la Realidad? (12). ¿Y cómo calificar, pues, a la verdad de
fanatismo? “Si la opinión es verdadera, encerrada en sus justos límites,
entonces no cabe el fanatismo” (13).
Así se condensó en España la nacionalidad, escribe Azaña, "en base a un principio dogmático, excluyente de
cualquier otra aportación para formarla” (14). Aquellos cristianos viejos, ilustres apellidos acampados sobre el Estado, siguen hoy conservando el poder bajo la enseña de la fe nacionalista y
españolista. “España es un gran país estropeado por sus moradores” refiere
Morales, personaje de La Velada. “Nosotros somos la antipatria. ¿No lo sabía
usted?”
“Ellos buscan el provecho de esta vida perecedera y se aduermen en la rutinera creencia de la otra (…) No quiero ser razonable según esa miserable razón que da de comer a los vividores” (15) denunciaba Unamuno, atormentada alma del mundo, posicionado inicialmente en favor de tales impostores en 1936 para acabar sospechosamente muerto tras replicar al matador Millán Astray. “Y así como el teólogo sostiene que niega la existencia de Dios quien no le concibe como él o quien en Dios cree, no por las pruebas que el teólogo establece, sino a pesar de ellas, así estos teólogos del patriotismo tachan de antipatriota a quien no siente o no comprende la patria como la sienten y la comprenden ellos” (16).
“Ellos buscan el provecho de esta vida perecedera y se aduermen en la rutinera creencia de la otra (…) No quiero ser razonable según esa miserable razón que da de comer a los vividores” (15) denunciaba Unamuno, atormentada alma del mundo, posicionado inicialmente en favor de tales impostores en 1936 para acabar sospechosamente muerto tras replicar al matador Millán Astray. “Y así como el teólogo sostiene que niega la existencia de Dios quien no le concibe como él o quien en Dios cree, no por las pruebas que el teólogo establece, sino a pesar de ellas, así estos teólogos del patriotismo tachan de antipatriota a quien no siente o no comprende la patria como la sienten y la comprenden ellos” (16).
Huyendo de las tropas moras, y antes de cruzar la frontera, Antonio Machado entregaría
29 artículos a La Vanguardia. En El poeta y el pueblo, primero de ellos,
escribiría sobre la figura del señorito, a quien calificaba de antiespañol.
“Invoca a la patria para venderla después” había ya escrito en su Juan de
Mairena: "La patria es, en España, un sentimiento esencialmente popular,
del cual suelen jactarse los señoritos. En los trances más duros, la invocan y
la venden; el pueblo la compra con su sangre y no la miente siquiera". En su última entrega, Machado denunciaría un ejercicio del periodismo al servicio de intereses ajenos al país. Fallecería en Colliure apenas un mes después. En el bolsillo de su chaqueta un último verso: "Estos días azules y este sol de la infancia".
Hemos
citado: 1) Meditaciones del Quijote. 2) Conferencia España, Hispanismo en 1998.
3) Ideas para una filosofía de la historia de España. 4) El idearium de
Ganivet. 5) Carlos V. 6) Motivos de la España eterna. 7) La velada en
Benicarló. 8) Compendio de historia de España. 9) Hojas sueltas / Diario El
Globo, 15-VI-1900. 10) Defensa de la Hispanidad. 11) El hecho y el ideal de la
Unión Patriótica. 12) El criterio. 13) El protestantismo comparado con el
catolicismo. 14) La velada en Benicarló. 15) Vida de don Quijote y Sancho, cap.
LXIV. 16) La civilización es civismo, Salamanca, 1907.