En puertas del colapso de la dictadura alfonsina, febrero de 1931, tres inapelables perfiles moderados, José Ortega
y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, presentaban, bajo la amable presidencia de Antonio Machado, la Agrupación al
Servicio de la República. Tres meses antes, Ortega ya había exhortado al
cambio de régimen escribiendo su célebre artículo El Error Berenguer: “Somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la
calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a
nuestros conciudadanos: “¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia”.
El artículo certificaba el advenimiento de un nuevo tiempo político. Tocaba
destruir la monarquía, encarnación de nocivos y caducos hábitos a superar. El
gran genio tutelar de la sociedad
española pasaba de exhibir su tradicional disconformidad crítica, a exhortar
abiertamente al cambio de régimen. Sin embargo, condenar la
monarquía era ya, en aquel momento, la única estética decorosa ante la opinión.
Ortega no dejaba de ser, en la atinada definición de Gregorio Morán, “un
aristócrata desde el punto de vista intelectual”(1). ¿Cuál era el nosotros que Ortega reivindicaba en su artículo?
Desde sus primeros años, el pensador venía
denunciando la fantasmagoría canovista
(2), caduca certificación de un país aprisionado por su clase política. Una
nueva sociedad, señalaba, pugnaba por emerger frente a la invencible burocracia oficial. Ortega reclamaba el despertar de esa otra España. Y sin embargo, y lejos de lo que pudiera acaso sospecharse, aquel patriótico deseo nada tenía en común con, por ejemplo, la honesta desafección en el tiempo de hombres como Goya, Larra o Machado.
Aquel primer Ortega apelaba a un gran brazo
ciudadano, la Liga de Educación Política,
(deseable) órgano nacional creador, capaz acaso de regenerar el moribundo sistema del turno. Su
empeño, pronto olvidado, derivaba a inexistente durante la excepcionalidad reinante en 1917. Antonio J. Onieva, escribe Santos Juliá, recordaría cincuenta años
después que los adheridos a la Liga se reunieron una vez con Ortega para no
volver a ser llamados en ninguna otra ocasión (3).
Hablaba el pensador de europeizar España; pensaba, en realidad, en el deseado influjo europeo que su egregia minoría nacional-prescriptora, debería albergar. Ortega contempla, además, el advenimiento de una nueva sociedad civil en creciente proceso de alfabetización y en pos de un nuevo Estado social y de derecho. Unas masas “que se niegan a ser masa, esto es, a seguir a la minoría directora, y así la nación se deshace, la sociedad se desmiembra, y sobreviene el caos social, la invertebración histórica”(4). A ojos de Ortega, las consecuencias del sufragio universal, difícilmente parecen poder conciliarse con la totalidad de los intereses nacionales en juego.
¿Nueva política?
“Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional
ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo
extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos
hondamente nacionales? Que se sepa, jamás. Han hecho todo lo contrario.
Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como
los verdaderamente nacionales”. El gran ilusionista denuncia, acusa, condena, zarandea; nunca teme sonrojar a chovinistas y narcisistas, remarcar fallas y lastres
históricos. Sin embargo, su diagnosis carece siempre de remedio alguno para sanar la
precaria salud nacional: España, obra y mérito de Castilla –prosigue en su célebre ensayo–, no puede ser resuelta como nación; ha de aspirar a
conllevarse.
Defensor de la dictadura de Primo de
Rivera al tiempo que sabe guardar la distancia, Ortega continuó apelando a una nueva política que distaba abiertamente de cualquier afán democrático. Ilustra Gregorio Morán: “Hay que
pasar por sus ataques de 1925, siempre en El
Sol, contra la vieja política, es decir, la parlamentaria, que se
interpretaban obviamente como un apoyo a la dictadura, que no se recataba de
felicitarle. Los oponentes al dictador le tenían por un “colaboracionista”. En
el verano de 1926 el prestigioso periodista Augusto Barcía se refería a la
actitud de Ortega con un crudo lema latino: Corruptio
boni pessima, la corrupción del bueno es la peor. Textos como Dislocación y restauración de España
(julio de 1926) –prosigue Morán– contienen elementos que servirán poco más
tarde como clichés intelectuales del falangismo. Frases enteras que
reescribiría José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, haciéndolas pasar
como de su propia cosecha: “Vamos a intentar una nueva forma de vida española,
más grácil, más enérgica, más elegante, más histórica… El pequeño burgués es el
que más impide hacer historia porque su ambición se reduce a que un día sea lo
más igual posible a otro… La vida no se transforma si no se transforma todo. Es
preciso instaurar un nuevo Estado… ¡Halalí, halalí, jóvenes: dad caza al
pequeño burgués! Él es el lastre fatal que impide la ascensión de España en la
historia (…) Ortega condena la vieja política pero la que él llama nueva
contiene un desprecio absoluto, no sólo hacia el parlamento y la democracia,
sino que alumbra el camino a las soluciones autoritarias".
Ortega nunca iría más allá de invitar a superar la tradicional impostura parlamentaria. En puertas de la República, seguía siendo su (anhelada) selecta intelligentsia, debidamente comprometida con el engrandecimiento nacional, la llamada a enmendar los seculares vicios hispánicos.
Con el colapso de la dictadura, el filósofo
confluye, en fin, en la ola de ilusión congregada en torno a un cambio de régimen que se
antoja, sin embargo, y pese a la desbordante ilusión popular, sin traumas y
desde arriba. Sanjurjo se cuadraba ante Miguel Maura, no ante Azaña, al que detestaba. Lo cierto es que, salvo para los más ultras, nadie quedaba ya
–recuerda el propio Maura– respaldando a la monarquía (5). Coincide Luis María
Anson: “La República era en 1931 una ilusión colectiva con la que era imposible
luchar” (6). La reacción debía, por ahora, transigir. Preocupado, en definitiva, por el horizonte
político que aguarda, Ortega observa con recelo la pujante ola
democratizadora que irrumpe sin remisión por toda Europa.
Ortega vs Azaña
El pensador lanzaba su célebre “Dios mío, ¿Qué es España?”(7) en 1914. “De la idealista ruina, renace indeleble la aspiración filosófica”
escribe, hegeliano, el materialista Ortega. Cuatro años antes, había dejado
dicho en Bilbao: “España, dolor enorme, profundo y difuso, no existe como Nación”(8). Urgía una nueva generación capaz de construir anhelo patriótico. “El
hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia”(9). Ortega reclama con
urgencia una nueva razón narrativa para su país. España, nación por resolver, no
precisa de formula alguna sino de la proclamación de su firme razón
histórica.
La figura de Ortega, “más fantasmón –refiere
Juliá– que la fantasmagoría que pretende denunciar”, nunca encerró secretos para un Azaña que ya en 1920 había escrito: “Una cosa es pensar; otra tener
ocurrencias. Ortega enhebra ocurrencias. Iba a ser el genio tutelar de la
España actual; lo que fue el apóstol Santiago en la España antigua. Quédase en
revistero de salones. Su originalidad consiste en haber tomado la metafísica
por trampolín de su arribismo y de sus ambiciones de señorito"(10). ¿Cuál era, en efecto, el
pensamiento político del dictador sino una burda colección de guiños
orteguianos? También para Primo, todo se resumía en el desprestigio de la política
y los políticos, clase parasitaria que había echado a perder el país, y la
necesidad de un gran partido nacional donde confluyeran esfuerzos y talentos. Al
igual que antes la irreverente Unión
Liberal de O’Donnell, la Unión Patriótica se erigía ahora en brazo del nuevo movimiento político nacional.
¿Qué República?
En vísperas de la República, un océano separa
ya al audaz burgués Azaña, aún desconocido del gran público, del aristócrata Ortega. Liquidar la monarquía es acaso el único punto de encuentro entre ambos. El 28 de septiembre de 1930, Azaña, telonero
aún del gran mitin republicano que arranca en Las Ventas, barre de un plumazo,
con su primera frase, la selecta minoría rectora reclamada por Ortega: “Lo
primero que se me ocurre, ante la majestad de este pueblo congregado, es
saludar en vosotros, a la auténtica manifestación de la voluntad nacional”. La ecuación del futuro presidente del gobierno es clara: en España no habrá más majestad que la de su pueblo soberano; será éste, no ninguna selecta minoría, el conductor de sus destinos.
"¿Democracia hemos dicho? Pues democracia" (11). Adviene la República. Para Azaña, o ésta es democrática o no será. Para Ortega, o se instaura conservadora o no ha de haberla. Ortega no tardaría en descalificar la soberana legalidad de la nueva construcción nacional. "¡No es esto, no es esto!" (12) llegaba a advertir en
septiembre de 1931, apenas nacida la República, sin poder concretar dónde residía su "radicalismo".
Hemos citado: 1) El
maestro en el erial. 2) Vieja y nueva política; discurso en Madrid, 1914. 3) Historia
de las dos Españas. 4) España invertebrada. 5) Así cayó Alfonso XIII. 6) Don
Juan. 7) Meditaciones del Quijote. 8) La pedagogía social como programa político;
discurso en Bilbao, 1910. 9) Historia como sistema. 10) Paris-Madrid, 1920; Manuel Azaña OO.CC. Juliá 2008, (Vol.
VII). 11) El problema español. 12) Un aldabonazo.