Felipe III reina en la Plaza Mayor de Madrid. “Fue un regalo –puede leerse en la Wikipedia– del entonces Gran Duque de Florencia para el rey de España. Inicialmente se ubicó en la Casa de Campo, pero en 1848 la reina Isabel II ordenó su traslado desde su emplazamiento anterior a la plaza Mayor. Es Bien de Interés Cultural desde 2017”.
Si Carlos y Felipe II tuvieron siempre serias diferencias con los papas de turno, Felipe III ya sólo aspiraría a rehuir sus responsabilidades. Su padre era muy consciente de la incertidumbre que estaba por llegar: “Dios que me ha dado tantos reinos me ha negado un hijo capaz de regirlos; temo que me lo gobiernen”. No se equivocaba el rey católico.
De escasas luces, beato hasta el ridículo, mediocre para Madariaga, medio bobo para Marañón, el nuevo titular de la Monarquía encontraría su tranquilidad delegando en un ambicioso perfil. Francisco de Sandoval, marqués de Denia y futuro duque de Lerma, reinaría por él.
En 1559 Felipe II había decidido trasladar la capitalidad de Valladolid a Madrid. La decisión implicaba la migración de toda la corte, también del resto de la nobleza. A medida que aquellas propiedades fueron quedando deshabitadas, los precios del suelo vallisoletano se hundieron. Con la elevación al trono de Felipe III, Lerma compraba todas aquellas posesiones, ahora minusvaloradas, convenciendo al nuevo soberano para volver a mudar la corte a la vera del Pisuerga (1601). Vendidas a precio de oro a sus antiguos propietarios, el valido no se contentaría aún. En menos de un lustro, ver para creer, Lerma volvía a comprar a precio rústico el antiguo suelo cortesano madrileño para, acto seguido, decidir el regreso de la capitalidad a Madrid y volver a revender, una vez más, a aquella misma nobleza, sus antiguas posesiones a un precio diez veces más caro.
Como resultado, el valido se convertía en el hombre más rico del mundo llegando a amasar, se estima, 40 millones de ducados.
Cuando, tras toda una vida de corrupción, Lerma comenzó a presumir su caída frente a la oposición, se apresuró a solicitar del papa la púrpura cardenalicia, quedando así exento, al contrario que sus epígonos, de todo proceso judicial. El ajusticiado sería Rodrigo Calderón, su tesorero. “El rey ha muerto, y yo también” dijo Calderón al oír, desde la cárcel, doblar las campanas por Felipe III. En efecto, no tardaría en rodar su cabeza. De fondo, ya consagradas, ciertas familiares coordenadas: las clases improductivas, el supremacismo del cristianismo viejo, el pelotazo urbanístico, la especulación, las prerrogativas eclesiásticas y, en fin, la determinación de la pena judicial en el escalón apropiado. De Lerma sólo nos faltan los SMS a su tesorero... Y sin embargo, todo aún iba a ser susceptible de empeorar. Apenas se había zanjado el glorioso preámbulo.
Casi dos siglos y medio después, en plena década moderada, y con Narváez reprimiendo a “la turba descalza y pelona que corre tras la charanga”, a algún satisfecho prohombre se le ocurría trasladar al centro neurálgico de la Villa al primero de los Menores, paisano egregio. Sería por eso.