"España
sólo puede aspirar a conllevarse" ha afirmado Ortega. Quince días después,
el 27 de mayo, es Azaña quien da respuesta al filósofo desde la tribuna. El presidente
del gobierno reivindica otra manera de entender
España. Azaña apela a la “gentil disposición de espíritu” necesaria para fraguar una nueva fraternidad hispánica. Azaña habla de “elasticidad” y de “claridad” a la hora de graduar esta relación que no podría representar nunca un privilegio para ninguna región. “Cualquier
sistema que se implante ha de representar un sistema sujeto a rectificación
periódica ante las Cortes, de forma que de esta manera eliminamos todo motivo
de pavor".
Pero más allá de la crucial cuestión fiscal respecto de las "regiones autónomas" esbozada en la segunda parte de su discurso, el extraordinario preámbulo histórico de Azaña, si así puede denominarse, sigue conformando en nuestros días una inigualable exposición de motivos sobre el ser de España. Por un momento, la comprensión nacional parece tenderse en el diván, acaso con propósito de enmienda.
"(…) Es preciso reconocer, señores diputados, que en esta campaña, en esta propaganda, en esta agitación y protesta contra el Estatuto, intervienen, como es normal, impulsos, factores que no todos merecen igual consideración. Hay, por de pronto, el espanto de la novedad: cuando surge ante nosotros un problema ingente, grave, difícil, que requiere un esfuerzo de entendimiento, por ser esfuerzo penoso, y además reclama una decisión de la voluntad, el primer impulso de todo el mundo es esquivarlo. Hay un instinto contra la novedad, y el que más y el que menos –no hablo de nosotros, sino de la opinión general–, el que más y el que menos preferiría que no le planteasen aquella dificultad, seguir la ruina anterior. Y se introduce, además, en esto una pasión, un sentimiento, que yo reverencio y pongo sobre mi cabeza, y del cual participo, pero que puede estar equivocado en sus conclusiones: una gran parte de la protesta contra del Estatuto de Cataluña se ha hecho en nombre del patriotismo, y esto, señores diputados, no puede pasar sin una ligera rectificación.
El patriotismo no es un código de doctrina; el patriotismo es una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a sacrificarnos en aras del bien común; pero ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo. Delante de un problema político, grave o no grave, pueden ofrecerse dos o más soluciones, y el patriotismo podrá impulsar, y acuciar, y poner en tensión nuestra capacidad para saber cuál es la solución más acertada; pero una lo será; las demás, no; y aún puede ocurrir que todas sean erróneas. Quiere esto decir, señores diputados, que nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada (…)
Y por primera vez en el Parlamento español se plantea en toda su amplitud, en toda su profundidad, el problema de los particularismos locales de España, el problema de las aspiraciones autonomistas regionales españolas, no por incidencia de un debate político, no por choque de un partido con otro partido, no por consecuencia o reparación de un cambio ministerial, como solía suceder, según me han contado, en otros tiempos, sino delante de un proyecto legislativo, delante de un texto parlamentario, que aspira, ni más ni menos, que a resolver el problema político que está ante nosotros. Aspira a resolverlo, señores diputados. Y ¿por qué no?
El señor Ortega y Gasset decía, examinando el problema catalán en su fondo histórico y moral, que es un problema insoluble y que España sólo puede aspirar a conllevarlo; se entiende, naturalmente, que yo he comprendido el vocablo “conllevar” en la misma acepción que le daba ayer en su magnífico discurso el señor Ossorio y que creo coincide con la intención con que lo empleó el señor Ortega. ¿Insoluble? Según; si establecemos bien los límites de nuestro afán, si precisamos bien los puntos de vista que tomamos para calificar el problema, es posible que no estemos tan distantes como parece. El señor Ortega y Gasset hizo una revisión, un resumen, de la historia política de Cataluña para deducir que Cataluña es un pueblo frustrado en su principal destino, de donde resulta la impaciencia en que se ha encontrado respecto de toda soberanía, de la cual ha solido depender su discordia, su descontento, su inquietud, vendría a ser, sin duda, el pueblo catalán un personaje peregrinando por las rutas de la historia en busca de un Canaán que él solo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar (…)
De todas maneras, a mí se e representa una fisonomía moral del pueblo catalán un poco diferente de este concepto trágico de su destino, porque este acérrimo apego que tienen los catalanes a lo que fueron y siguen siendo, esta propensión a lo sentimental, que en vano tratan de enmascarar debajo de una rudeza y aspereza exteriores, ese amor a su tierra natal en la forma concreta que la naturaleza les ha dado, esa ahincada persecución del bienestar y de los frutos del trabajo fecundo, que es, además, felizmente compatible con toda la capacidad del espíritu en su ocupación más noble y elevada, me dan a mí una fisonomía catalana pletórica de vida, de satisfacción de sí misma, de deseos de porvenir, de un concepto sensual de la existencia poco compatible con el concepto de destino trágico que se entrevé en la concepción fundamental del señor Ortega y Gasset (…)
Y se observa que hay grandes silencios en la historia de Cataluña, grandes silencios; unas veces porque está contenta, y otras porque es débil e impotente; pero en otras ocasiones este silencio se rompe y la inquietud, la discordia, la impaciencia se robustecen, crecen, se organizan, se articulan, invaden todos los canales de la vida pública de Cataluña, embarazan la marcha del Estado de que forma parte, son un conflicto en la actividad funcional del Estado a que pertenece, en su estructura orgánica, y entonces ese problema moral, profundo, histórico, de que hablaba el señor Ortega y Gasset, adquiere la forma, el tamaño, el volumen y la línea de un problema político, y entonces es cuando este problema entra en los medios y en la capacidad y en el deber de un legislador o de un gobernante; antes, no.
A nosotros, señores diputados, nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde. Es probable que el primer Borbón de España creyese haber resuelto para siempre la divergencia peninsular del lado de allá del Ebro, con las medidas políticas que tomó. Sigue un largo silencio político en Cataluña; pero en el siglo XIX vientos universales han depositado sobre el territorio propicio de Cataluña gérmenes que han arraigado y fructificado, y lo que empezó revestido de goticismo y romanticismo no se ha contentado con ser un movimiento literario y erudito, sino que ha impelido, robustecido y justificado un movimiento particularista, nacionalista como el vuestro, que es lo que constituye hoy el problema político específico catalán. Cuando este particularismo, cuando este sentimiento particularista, alzaprimado por todos los elementos históricos y políticos de que acabo de hacer breve mención se precipita en la vida del Estado español como un estrobo funcional, como una deformidad orgánica, cuando esto invade los sectores de la opinión catalana y no catalana, cuando esto determina la vida de los partidos políticos, sus relaciones, sus encuentros, sus choques, entonces es cuando surge el problema político y su caracterización parlamentaria, delante de la cual nos encontramos. Y ésta es nuestra ambición. Cataluña dice, los catalanes dicen: “Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español”. La pretensión es legítima; es legítima porque la autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional. La ley fija los trámites que debe seguir esta pretensión y quién y cómo debe resolver sobre ella. Los catalanes han cumplido estos trámites, y ahora nos encontramos ante un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República. Éste es el problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no sé si es difícil o fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo sea difícil, sea fácil. Ya sé yo que hay una manera muy fácil de eludir la cuestión. Es frecuente en la vida ver personas afanadas en un problema y que cuando lo eliminan, lo destruyen, creen que lo han resuelto. Hay dos modos de suprimir el problema. Uno, como quieren o dicen que quieren los extremistas de allá y de acá: separando a Cataluña de España; pero esto, sin que fuese seguro que Cataluña cumpliese ese destino de que hablábamos antes, dejaría a España frustrada en su propio destino. Y otro modo sería aplastar a Cataluña, con lo cual, sobre desarraigar del suelo español una planta vital, España quedaría frustrada en su justicia y en su interés, y además perpetuamente adscrita a un concepto del Estado completamente caduco e infeliz. Hay, pues, que resolverlo en los términos del problema político que acabo de describir.
La política española, o la política de Madrid –como decían los catalanes– frente al catalanismo consistió en negar su existencia (…) el error más profundo y dañoso en que se incurrió con esa política, que fue considerar el catalanismo y el problema catalán como una infección (…) Se hacía esto en vez de elevar el problema catalán, como es en sí, a la categoría de principal y primordial en la organización del Estado español (...)
¿Es que nosotros vamos ahora a cometer la tontería de decir a gentes de hace cinco siglos que se equivocaron? ¿Por qué se habían de equivocar? Nosotros pensamos de otro modo; pero no podemos hablar de errores, comparando los actos ajenos con las ideas que no habían nacido aún. España constituyó su Estado, su gran Estado moderno; pero, ¿cómo lo constituyó? ¿Por voluntad consagrada de los pueblos peninsulares? Tampoco. ¿Por la fuerza de las armas y de la conquista? Tampoco. Por uniones personales; agrupándose estados peninsulares, en los cuales lo único común era la Corona, pero sin que existiese entre ellos comunicación orgánica. Tan no existía, que la monarquía entonces ni siquiera se llamaba española, sino católica, porque España no era el todo de la monarquía católica, universal, sino la parte principal política y directora, pero no del todo. La monarquía y sus hombres y sus soldados jamás se llamaron soldados, hombres, políticos o gobernantes de la monarquía española, sino de la monarquía católica.
Cuando se organizó la administración del Estado español en el siglo XVI y el gran rey burócrata del Escorial se puso a gobernar al país desde su despacho, lo que hizo fue organizar Consejos; España se gobernó por Consejos, que no se distribuían los asuntos como se los distribuyen los Ministerios de un Estado cualquiera moderno; se los distribuían por Estados, y existían el Consejo de Flandes, el Consejo de Aragón, el Consejo de Indias y el de Castilla. Sólo en tiempos de Felipe IV, cuando el conde-duque quiso galvanizar un cadáver y unificar en la acción potente de un Estado, de una Corona central, la monarquía española, se creó la Junta de Estado como órgano de una política, que fue un fracaso desde su nacimiento.
Ahora bien; la proyección de la Corona sobre cada Estado implicado en la Monarquía católica, era directa de la Corona a los súbditos del Estado. Comunicación orgánica y política entre los Estados no la hubo en mucho tiempo, y lo que la Corona hacía con cada Estado era quebrantar, romper las franquicias, los fueros, las libertades propias de cada Estado, no para agregárselas a otros Estados favoritos o favorecidos, sino para destruir los obstáculos que se oponían al poder ascendente y progresivamente despótico de la Corona, que era una tendencia histórica que venía desde la Edad Media. (Aplausos). Esto no quiere decir, señores diputados, que los españoles, que los súbditos de la monarquía católica en esta forma no fuesen españoles (esto no se puede ni oír), tan españoles como nosotros, tan españoles como sus antecesores; no tiene nada que ver el concepto en que el súbdito español del siglo XVI dependía del poder del Estado, con su condición de español. En todo lo que verdaderamente nos une como tales españoles, la condición de tal no depende de que el Estado sea unitario, federal o autonomista; no depende del régimen del Estado ni del régimen político. ¡Bueno fuera! Pues si la condición de español dependiera del régimen político, todo lo que estamos haciendo aquí sería absurdo y monstruoso.
Ahora bien; en esta política de sojuzgamiento de las libertades locales, que no tenía un propósito asimilista (la política asimilista no es de los siglos XVI y XVII), había un propósito de despotismo real, de la Corona, no para fundir Estados, sino para sojuzgar a súbditos que podían defenderse detrás de instituciones locales; y esta política, que no tenía intención asimilista, doblegó al último Estado, que fue Cataluña. El último Estado peninsular procedente de la antigua monarquía católica que sucumbió al peso de la Corona despótica y absolutista fue Cataluña; y el defensor de las libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades españolas.
Cada vez que se habla de los particularismos locales y de la extensión de las libertades regionales, que, naturalmente, no voy a identificar con las libertades constitucionales de un Estado moderno, cada vez que se habla de esto, pensemos, señores diputados, que aquellos hombres tenían la persuasión de defender las libertades del pueblo español. Estos caracteres que ligeramente describo, prueban, señores diputados, contra las preocupaciones del patriotismo de plana tricolor, que España, la España perdurable, la España espiritual, aquella bajo cuyo jirón hemos nacido y cuyo pasado nos mantiene y nos ha formado, y cuya proyección sobre el futuro nos da fuerzas y alas para mantenernos sobre los trabajos y luchas de cada día, esta España no debe nada a las dinastías extranjeras, ni siquiera su unidad y, en cambio, España es acreedora de estas dinastías por muchos siglos de abyección y de desgobierno. (Muy bien.)
Esta es la realidad y no se puede admitir que por falso patriotismo histórico se confundan el amor y la reverencia a los valores perdurables de España, de que todos participamos; con el amor y reverencia a las personas que no hicieron más que aprovecharse de los valores del genio español para ocupar una página en la Historia. (Grandes aplausos.)
La política asimilista del Estado español se inaugura propiamente en el siglo XIX. No era asimilista la política de los reyes de la Casa de Austria; pero sí quiso serlo la política liberal, parlamentaria y burguesa del siglo XIX. Quiso serlo por varios motivos, entre otros, porque tenía a la vista el ejemplo francés. Hubo en España una ocasión, señores diputados, en que pudo nacer y fundarse con vigor y con un porvenir espléndido una política de Estado nacional, uniforme, asimilista; esta ocasión fue la guerra de la Independencia. Toda la historia política, y aun la no política, de España en el siglo XIX está determinada por la guerra de la Independencia; pero entonces, así como faltó un Estado bastante inteligente, o un poco inteligente siquiera, para recoger la conmoción nacional provocada por la guerra, también faltaron estadistas, pasada la guerra, para recoger políticamente el fruto de aquella conmoción nacional, que instantáneamente había unido un solo ideal común a todas las regiones de España, y había sacado de cuajo los cimientos, las raíces más profundas de la raza española. Aquello se dejó perder, entre otros motivos, porque el rey ocupaba el Trono de España más se atuvo a su despotismo, a su tiranía y a su poder personal que a los intereses de la nación, y ahogó, bajo una persecución brutal, en un lago de sangre, los impulsos naturales y espontáneos que hubieran podido librar a España de aquel estado en que se encontraba. (Muy bien, muy bien.) Cuando se instaló en España un débil remedo, una débil semejanza del régimen parlamentario –pronto hará un siglo–, el Estado español no tenía fuerza, no tenía instrumento, no tenía ni siquiera contenido que poner en una política de asimilación; disponía del concepto, pero no de los medios y del contenido. Los liberales españoles, los liberales del liberalismo parlamentario, tuvieron la desgracia, o se vieron forzados a pasar por ella, de aliarse con la dinastía reinante en Madrid, porque reducido aquel pobre liberalismo a unos cuantos cientos de familias parlamentarias, y necesitando del prestigio de una Corona, cuando la rama despótica, absolutista y católica se insurreccionó, por buena política tuvieron que apoyar a la rama que quedaba en Madrid, y siendo las regiones adheridas a la causa despótica de don Carlos absolutamente indiferentes al problema dinástico, porque lo que les importaba a los vascos no era don Carlos, sino sus fueros, y lo mismo se podría decir de Cataluña, el liberalismo parlamentario, aliado en Madrid con la Corona, tuvo que combatir, al mismo tiempo que al pretendiente de la Corona, el movimiento fuerista en que los monarcas pretendientes se apoyaban. Y esta desgraciada situación del liberalismo, aliado a la Corona reinante en Madrid, le impidió ser liberal con las regiones españolas, sino que le obligó a esfuerzos enormes de asimilación; porque la primera guerra carlista, señores diputados, que a todos nos ha enseñado que era una guerra dinástica, no fue tal, sino una guerra de asimilación, no sólo en el sentimiento religioso más potente en las Vascongadas, y desacreditado en Madrid por los políticos liberales, sino en el orden administrativo contra los fueros vizcaínos y las tradiciones vascongadas. (Muy bien, muy bien). Ése es el verdadero carácter de la guerra carlista, y el esfuerzo más potente que ha hecho España por la asimilación del Estado liberal y parlamentario del siglo pasado. (Aprobación.)
Claro está, señores diputados, que la influencia del siglo no podía menos de dejarse sentir en España. Contra esta pretensión del liberalismo parlamentario, enamorado del modelo francés llevado a la perfección por el Imperio, y contra el influjo de la Corona, de que luego hablaré, en los partidos constitucionalistas españoles no había unanimidad sobre el régimen local español, ni sobre el régimen señorial, ni sobre el régimen municipal. Actuaba ya en España el germen del siglo en este problema; había el espíritu de las nacionalidades; había la democracia, que –querámoslo o no–favorece el auge del sentimiento local y su transporte a la esfera política, porque sólo la espada es niveladora; había el romanticismo; había el auge de lo popular y de lo típico, que en España tuvo el formidable esplendor que vosotros conocéis, debido precisamente a la guerra de la Independencia. Todos estos factores y otros que no cito se introdujeron en la mentalidad y en el espíritu de los partidos políticos españoles, y los constitucionales disintieron en problema de esta índole orgánica del Estado, y nadie ignora que por una ley de ayuntamientos se produjo en España una de aquellas convulsiones a que nuestros abuelos daban el nombre de revolución.
Y a todo esto quedaba el papel de la dinastía. La Corona, tan disminuida, tan desprestigiada por tantos motivos, conservaba naturalmente el sentimiento de su antiguo prestigio. El prestigio de la Corona, la autoridad de la Corona, heredada del quebrantamiento de las libertades locales y de las franquicias de los Estados particulares de España, se identificaba con la oposición al sentimiento local de las regiones. La Corona jamás vio bien a los regionalistas, aunque fueran reaccionarios; había un enlace profundo, misterioso, preñado de consecuencias históricas entre el prestigio de la Corona y la oposición irreductible a transigir con el sentimiento autonomista, particularista o regionalista, y este enlace profundo se identificaba con la fidelidad a la Corona, con la unidad absoluta y centralista de España, y estos dos sentimientos querían identificarlos con el patriotismo español. Esta política produjo su última aberración en Cuba. Nosotros terminamos una guerra en Cuba con la promesa de una autonomía. No se cumplió. Un parlamento español rechazo la reforma autonómica que trajo para Cuba don Antonio Maura, y nació otra guerra. Pudimos transigir, y no se quiso; se prefirió afrontar una guerra con los Estados Unidos, y a los pocos hombres que dijeron entonces la verdad al pueblo español, entre ellos un político venerable y un escritor joven que comenzaba entonces su carrera y que3 aquí se sienta, don Miguel de Unamuno, se les tachaba de malos españoles, de traidores y de filibusteros. Ésta fue la culminación del régimen asimilista, unitario, intransigente, intransigente con las pretensiones autonómicas de las regiones españolas del siglo pasado. (Muy bien.)
Resulta, señores diputados, que la Corona, en el verdadero antiguo régimen (no en el que llamaba antiguo Primo de Rivera, refiriéndose al régimen parlamentario) hasta sus últimos días de permanencia en España, ha sido una argolla para esclavizar pueblos. Rompámosla, dijeron los españoles. Ya la hemos roto. ¿Y ahora se pretende que sigamos con el Estado el sistema de fundir su prestigio con el unitarismo absorbente y de asimilación, oponiéndonos a las querencias españolas más antiguas? Jamás. Nosotros perseguimos con esta política un alto fin español. Perseguimos con esta política satisfacer viejas querencias y apetencias españolas que habían sido desterradas del acervo del sentimiento político español por la monarquía absorbente y unitaria, y que son españolísimas, más españolas que la dinastía y que la monarquía misma (Aplausos) (…)
La República, señores diputados, necesita una doctrina para explicarse ella a sí misma y para darse a explicar a los demás. Esta doctrina tenemos que hacerla entre todos, por la aportación de todos los republicanos. Yo no tengo la pretensión de que lo que he dicho parezca irrefutable. No; pero no me negaréis que está fundado en una sensibilidad española y en una percepción de los fondos históricos de nuestro país, y cuando alguien combata esta política, que yo accidentalmente represento, no estoy dispuesto a tolerar que se me hable de España en el sentido de que yo desconozco los intereses o la historia de España. ¿Qué saben ellos de España? (Muy bien, en algunos bancos. –Rumores.) (…)
No puede admitirse por parte de los teorizantes autonomistas el concepto de que Castilla (metiendo en esta expresión no sólo los confines geográficos de una región, sino todo lo que no es región autónoma o autonomizante); no puede admitirse, repito, el concepto de que esta parte de España ha confiscado las libertades de nadie, ni ha agredido las libertades de nadie. Quien ha confiscado y humillado y transgredido los derechos o las franquicias o las libertades de más o menos valor de cada región ha sido la monarquía, la antigua Corona, en provecho propio, no en provecho de Castilla, que la primera confiscada y esclavizada fue precisamente la región castellana. (Muy bien) Es oportuno recordar, señores diputados, que las ciudades castellanas en el siglo XVI hicieron una revolución contra el rey cesareo, contra la majestad nueva, desconocida de España, y esta revolución puede tener dos caras: o bien se admira e n ella el último destello de un concepto político medieval, o bien se advierte en ella, y se admira más, la primera percepción de un concepto de las libertades del Estado moderno, que nosotros hemos venido ahora a realizar. Porque aquellas ciudades castellanas, sublevadas contra el César, reunieron unas cortes revolucionarias y redactaron una constitución revolucionaria, que elevaron al rey como suma de sus aspiraciones, y es una cosa que emociona, que profundamente emociona el espíritu de un español, leer en aquel texto constitucional frustrado, además de las máximas de buen gobierno, sugeridas por el buen sentido natural de las cabezas claras, de que hablaba el señor Ortega ha poco, los preceptos garantizadores de la libertad individual, que en todo el siglo XIX no hemos sabido consignar en una Constitución ni mucho menos cumplir; y es una cosa que emociona pensar que ha sido menester que venga la Republica en 1931 para que en la Constitución republicana se consigne por vez primera una garantía constitucional que los castellanos pedían a su rey en 1521. (Muy bien) (…)
Y a las gentes que en estas polémicas apelan a todo género de argumentos con cierta propensión a los argumentos cursis, y sacan a relucir las figuras históricas a quienes se atribuye la realización de la unidad española en el siglo XVI, yo les sometería a esta prueba: que hiciésemos aquí una semejanza de ley, un proyecto de ley organizando el Estado español en la misma forma, respecto a las facultades y poderes del Estado, en que se hallaba bajo Isabel Y Fernando V, y que lo publicásemos en la Gaceta, y veríais correr espantados a todos los grandes defensores de la unidad nacional, suponiendo que la hicieran estos reyes de quien vemos aquí su bulto en piedra. (Aplausos en varios sectores de la Cámara)
La unidad española, la unión de los españoles bajo un Estado común, la vamos a hacer nosotros y probablemente por primera vez, pero los Reyes Católicos no han hecho la unidad española, y no sólo no la hicieron, sino que el viejo rey, en los últimos días de su vida, hizo todo lo posible por deshacer la unidad personal realizada entre él y su cónyuge y, además, por dejarnos envueltos en una hermosa guerra civil; por fortuna, se lo estorbaron. Y cuando se habla de la dispersión de las partes españolas, comparándola con el esplendor de la política española y de la monarquía católica de tiempos pasados, yo pregunto: ¿el siglo XVI, el siglo XVII, son grandes siglos españoles? ¿Es aquel el esplendor del genio español en la Historia? ¡Ah! ¿Si? Pues no hay en el Estatuto de Cataluña tanto como tenían de fuero las regiones españolas sometidas a aquella monarquía (…)".
Accede a:
Ortega y Azaña: dos visiones de España (1/3)
Ortega y Azaña: dos visiones de España (2/3)
Pero más allá de la crucial cuestión fiscal respecto de las "regiones autónomas" esbozada en la segunda parte de su discurso, el extraordinario preámbulo histórico de Azaña, si así puede denominarse, sigue conformando en nuestros días una inigualable exposición de motivos sobre el ser de España. Por un momento, la comprensión nacional parece tenderse en el diván, acaso con propósito de enmienda.
"(…) Es preciso reconocer, señores diputados, que en esta campaña, en esta propaganda, en esta agitación y protesta contra el Estatuto, intervienen, como es normal, impulsos, factores que no todos merecen igual consideración. Hay, por de pronto, el espanto de la novedad: cuando surge ante nosotros un problema ingente, grave, difícil, que requiere un esfuerzo de entendimiento, por ser esfuerzo penoso, y además reclama una decisión de la voluntad, el primer impulso de todo el mundo es esquivarlo. Hay un instinto contra la novedad, y el que más y el que menos –no hablo de nosotros, sino de la opinión general–, el que más y el que menos preferiría que no le planteasen aquella dificultad, seguir la ruina anterior. Y se introduce, además, en esto una pasión, un sentimiento, que yo reverencio y pongo sobre mi cabeza, y del cual participo, pero que puede estar equivocado en sus conclusiones: una gran parte de la protesta contra del Estatuto de Cataluña se ha hecho en nombre del patriotismo, y esto, señores diputados, no puede pasar sin una ligera rectificación.
El patriotismo no es un código de doctrina; el patriotismo es una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a sacrificarnos en aras del bien común; pero ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo. Delante de un problema político, grave o no grave, pueden ofrecerse dos o más soluciones, y el patriotismo podrá impulsar, y acuciar, y poner en tensión nuestra capacidad para saber cuál es la solución más acertada; pero una lo será; las demás, no; y aún puede ocurrir que todas sean erróneas. Quiere esto decir, señores diputados, que nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada (…)
Y por primera vez en el Parlamento español se plantea en toda su amplitud, en toda su profundidad, el problema de los particularismos locales de España, el problema de las aspiraciones autonomistas regionales españolas, no por incidencia de un debate político, no por choque de un partido con otro partido, no por consecuencia o reparación de un cambio ministerial, como solía suceder, según me han contado, en otros tiempos, sino delante de un proyecto legislativo, delante de un texto parlamentario, que aspira, ni más ni menos, que a resolver el problema político que está ante nosotros. Aspira a resolverlo, señores diputados. Y ¿por qué no?
El señor Ortega y Gasset decía, examinando el problema catalán en su fondo histórico y moral, que es un problema insoluble y que España sólo puede aspirar a conllevarlo; se entiende, naturalmente, que yo he comprendido el vocablo “conllevar” en la misma acepción que le daba ayer en su magnífico discurso el señor Ossorio y que creo coincide con la intención con que lo empleó el señor Ortega. ¿Insoluble? Según; si establecemos bien los límites de nuestro afán, si precisamos bien los puntos de vista que tomamos para calificar el problema, es posible que no estemos tan distantes como parece. El señor Ortega y Gasset hizo una revisión, un resumen, de la historia política de Cataluña para deducir que Cataluña es un pueblo frustrado en su principal destino, de donde resulta la impaciencia en que se ha encontrado respecto de toda soberanía, de la cual ha solido depender su discordia, su descontento, su inquietud, vendría a ser, sin duda, el pueblo catalán un personaje peregrinando por las rutas de la historia en busca de un Canaán que él solo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar (…)
De todas maneras, a mí se e representa una fisonomía moral del pueblo catalán un poco diferente de este concepto trágico de su destino, porque este acérrimo apego que tienen los catalanes a lo que fueron y siguen siendo, esta propensión a lo sentimental, que en vano tratan de enmascarar debajo de una rudeza y aspereza exteriores, ese amor a su tierra natal en la forma concreta que la naturaleza les ha dado, esa ahincada persecución del bienestar y de los frutos del trabajo fecundo, que es, además, felizmente compatible con toda la capacidad del espíritu en su ocupación más noble y elevada, me dan a mí una fisonomía catalana pletórica de vida, de satisfacción de sí misma, de deseos de porvenir, de un concepto sensual de la existencia poco compatible con el concepto de destino trágico que se entrevé en la concepción fundamental del señor Ortega y Gasset (…)
Y se observa que hay grandes silencios en la historia de Cataluña, grandes silencios; unas veces porque está contenta, y otras porque es débil e impotente; pero en otras ocasiones este silencio se rompe y la inquietud, la discordia, la impaciencia se robustecen, crecen, se organizan, se articulan, invaden todos los canales de la vida pública de Cataluña, embarazan la marcha del Estado de que forma parte, son un conflicto en la actividad funcional del Estado a que pertenece, en su estructura orgánica, y entonces ese problema moral, profundo, histórico, de que hablaba el señor Ortega y Gasset, adquiere la forma, el tamaño, el volumen y la línea de un problema político, y entonces es cuando este problema entra en los medios y en la capacidad y en el deber de un legislador o de un gobernante; antes, no.
A nosotros, señores diputados, nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde. Es probable que el primer Borbón de España creyese haber resuelto para siempre la divergencia peninsular del lado de allá del Ebro, con las medidas políticas que tomó. Sigue un largo silencio político en Cataluña; pero en el siglo XIX vientos universales han depositado sobre el territorio propicio de Cataluña gérmenes que han arraigado y fructificado, y lo que empezó revestido de goticismo y romanticismo no se ha contentado con ser un movimiento literario y erudito, sino que ha impelido, robustecido y justificado un movimiento particularista, nacionalista como el vuestro, que es lo que constituye hoy el problema político específico catalán. Cuando este particularismo, cuando este sentimiento particularista, alzaprimado por todos los elementos históricos y políticos de que acabo de hacer breve mención se precipita en la vida del Estado español como un estrobo funcional, como una deformidad orgánica, cuando esto invade los sectores de la opinión catalana y no catalana, cuando esto determina la vida de los partidos políticos, sus relaciones, sus encuentros, sus choques, entonces es cuando surge el problema político y su caracterización parlamentaria, delante de la cual nos encontramos. Y ésta es nuestra ambición. Cataluña dice, los catalanes dicen: “Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español”. La pretensión es legítima; es legítima porque la autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional. La ley fija los trámites que debe seguir esta pretensión y quién y cómo debe resolver sobre ella. Los catalanes han cumplido estos trámites, y ahora nos encontramos ante un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República. Éste es el problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no sé si es difícil o fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo sea difícil, sea fácil. Ya sé yo que hay una manera muy fácil de eludir la cuestión. Es frecuente en la vida ver personas afanadas en un problema y que cuando lo eliminan, lo destruyen, creen que lo han resuelto. Hay dos modos de suprimir el problema. Uno, como quieren o dicen que quieren los extremistas de allá y de acá: separando a Cataluña de España; pero esto, sin que fuese seguro que Cataluña cumpliese ese destino de que hablábamos antes, dejaría a España frustrada en su propio destino. Y otro modo sería aplastar a Cataluña, con lo cual, sobre desarraigar del suelo español una planta vital, España quedaría frustrada en su justicia y en su interés, y además perpetuamente adscrita a un concepto del Estado completamente caduco e infeliz. Hay, pues, que resolverlo en los términos del problema político que acabo de describir.
La política española, o la política de Madrid –como decían los catalanes– frente al catalanismo consistió en negar su existencia (…) el error más profundo y dañoso en que se incurrió con esa política, que fue considerar el catalanismo y el problema catalán como una infección (…) Se hacía esto en vez de elevar el problema catalán, como es en sí, a la categoría de principal y primordial en la organización del Estado español (...)
¿Es que nosotros vamos ahora a cometer la tontería de decir a gentes de hace cinco siglos que se equivocaron? ¿Por qué se habían de equivocar? Nosotros pensamos de otro modo; pero no podemos hablar de errores, comparando los actos ajenos con las ideas que no habían nacido aún. España constituyó su Estado, su gran Estado moderno; pero, ¿cómo lo constituyó? ¿Por voluntad consagrada de los pueblos peninsulares? Tampoco. ¿Por la fuerza de las armas y de la conquista? Tampoco. Por uniones personales; agrupándose estados peninsulares, en los cuales lo único común era la Corona, pero sin que existiese entre ellos comunicación orgánica. Tan no existía, que la monarquía entonces ni siquiera se llamaba española, sino católica, porque España no era el todo de la monarquía católica, universal, sino la parte principal política y directora, pero no del todo. La monarquía y sus hombres y sus soldados jamás se llamaron soldados, hombres, políticos o gobernantes de la monarquía española, sino de la monarquía católica.
Cuando se organizó la administración del Estado español en el siglo XVI y el gran rey burócrata del Escorial se puso a gobernar al país desde su despacho, lo que hizo fue organizar Consejos; España se gobernó por Consejos, que no se distribuían los asuntos como se los distribuyen los Ministerios de un Estado cualquiera moderno; se los distribuían por Estados, y existían el Consejo de Flandes, el Consejo de Aragón, el Consejo de Indias y el de Castilla. Sólo en tiempos de Felipe IV, cuando el conde-duque quiso galvanizar un cadáver y unificar en la acción potente de un Estado, de una Corona central, la monarquía española, se creó la Junta de Estado como órgano de una política, que fue un fracaso desde su nacimiento.
Ahora bien; la proyección de la Corona sobre cada Estado implicado en la Monarquía católica, era directa de la Corona a los súbditos del Estado. Comunicación orgánica y política entre los Estados no la hubo en mucho tiempo, y lo que la Corona hacía con cada Estado era quebrantar, romper las franquicias, los fueros, las libertades propias de cada Estado, no para agregárselas a otros Estados favoritos o favorecidos, sino para destruir los obstáculos que se oponían al poder ascendente y progresivamente despótico de la Corona, que era una tendencia histórica que venía desde la Edad Media. (Aplausos). Esto no quiere decir, señores diputados, que los españoles, que los súbditos de la monarquía católica en esta forma no fuesen españoles (esto no se puede ni oír), tan españoles como nosotros, tan españoles como sus antecesores; no tiene nada que ver el concepto en que el súbdito español del siglo XVI dependía del poder del Estado, con su condición de español. En todo lo que verdaderamente nos une como tales españoles, la condición de tal no depende de que el Estado sea unitario, federal o autonomista; no depende del régimen del Estado ni del régimen político. ¡Bueno fuera! Pues si la condición de español dependiera del régimen político, todo lo que estamos haciendo aquí sería absurdo y monstruoso.
Ahora bien; en esta política de sojuzgamiento de las libertades locales, que no tenía un propósito asimilista (la política asimilista no es de los siglos XVI y XVII), había un propósito de despotismo real, de la Corona, no para fundir Estados, sino para sojuzgar a súbditos que podían defenderse detrás de instituciones locales; y esta política, que no tenía intención asimilista, doblegó al último Estado, que fue Cataluña. El último Estado peninsular procedente de la antigua monarquía católica que sucumbió al peso de la Corona despótica y absolutista fue Cataluña; y el defensor de las libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades españolas.
Cada vez que se habla de los particularismos locales y de la extensión de las libertades regionales, que, naturalmente, no voy a identificar con las libertades constitucionales de un Estado moderno, cada vez que se habla de esto, pensemos, señores diputados, que aquellos hombres tenían la persuasión de defender las libertades del pueblo español. Estos caracteres que ligeramente describo, prueban, señores diputados, contra las preocupaciones del patriotismo de plana tricolor, que España, la España perdurable, la España espiritual, aquella bajo cuyo jirón hemos nacido y cuyo pasado nos mantiene y nos ha formado, y cuya proyección sobre el futuro nos da fuerzas y alas para mantenernos sobre los trabajos y luchas de cada día, esta España no debe nada a las dinastías extranjeras, ni siquiera su unidad y, en cambio, España es acreedora de estas dinastías por muchos siglos de abyección y de desgobierno. (Muy bien.)
Esta es la realidad y no se puede admitir que por falso patriotismo histórico se confundan el amor y la reverencia a los valores perdurables de España, de que todos participamos; con el amor y reverencia a las personas que no hicieron más que aprovecharse de los valores del genio español para ocupar una página en la Historia. (Grandes aplausos.)
La política asimilista del Estado español se inaugura propiamente en el siglo XIX. No era asimilista la política de los reyes de la Casa de Austria; pero sí quiso serlo la política liberal, parlamentaria y burguesa del siglo XIX. Quiso serlo por varios motivos, entre otros, porque tenía a la vista el ejemplo francés. Hubo en España una ocasión, señores diputados, en que pudo nacer y fundarse con vigor y con un porvenir espléndido una política de Estado nacional, uniforme, asimilista; esta ocasión fue la guerra de la Independencia. Toda la historia política, y aun la no política, de España en el siglo XIX está determinada por la guerra de la Independencia; pero entonces, así como faltó un Estado bastante inteligente, o un poco inteligente siquiera, para recoger la conmoción nacional provocada por la guerra, también faltaron estadistas, pasada la guerra, para recoger políticamente el fruto de aquella conmoción nacional, que instantáneamente había unido un solo ideal común a todas las regiones de España, y había sacado de cuajo los cimientos, las raíces más profundas de la raza española. Aquello se dejó perder, entre otros motivos, porque el rey ocupaba el Trono de España más se atuvo a su despotismo, a su tiranía y a su poder personal que a los intereses de la nación, y ahogó, bajo una persecución brutal, en un lago de sangre, los impulsos naturales y espontáneos que hubieran podido librar a España de aquel estado en que se encontraba. (Muy bien, muy bien.) Cuando se instaló en España un débil remedo, una débil semejanza del régimen parlamentario –pronto hará un siglo–, el Estado español no tenía fuerza, no tenía instrumento, no tenía ni siquiera contenido que poner en una política de asimilación; disponía del concepto, pero no de los medios y del contenido. Los liberales españoles, los liberales del liberalismo parlamentario, tuvieron la desgracia, o se vieron forzados a pasar por ella, de aliarse con la dinastía reinante en Madrid, porque reducido aquel pobre liberalismo a unos cuantos cientos de familias parlamentarias, y necesitando del prestigio de una Corona, cuando la rama despótica, absolutista y católica se insurreccionó, por buena política tuvieron que apoyar a la rama que quedaba en Madrid, y siendo las regiones adheridas a la causa despótica de don Carlos absolutamente indiferentes al problema dinástico, porque lo que les importaba a los vascos no era don Carlos, sino sus fueros, y lo mismo se podría decir de Cataluña, el liberalismo parlamentario, aliado en Madrid con la Corona, tuvo que combatir, al mismo tiempo que al pretendiente de la Corona, el movimiento fuerista en que los monarcas pretendientes se apoyaban. Y esta desgraciada situación del liberalismo, aliado a la Corona reinante en Madrid, le impidió ser liberal con las regiones españolas, sino que le obligó a esfuerzos enormes de asimilación; porque la primera guerra carlista, señores diputados, que a todos nos ha enseñado que era una guerra dinástica, no fue tal, sino una guerra de asimilación, no sólo en el sentimiento religioso más potente en las Vascongadas, y desacreditado en Madrid por los políticos liberales, sino en el orden administrativo contra los fueros vizcaínos y las tradiciones vascongadas. (Muy bien, muy bien). Ése es el verdadero carácter de la guerra carlista, y el esfuerzo más potente que ha hecho España por la asimilación del Estado liberal y parlamentario del siglo pasado. (Aprobación.)
Claro está, señores diputados, que la influencia del siglo no podía menos de dejarse sentir en España. Contra esta pretensión del liberalismo parlamentario, enamorado del modelo francés llevado a la perfección por el Imperio, y contra el influjo de la Corona, de que luego hablaré, en los partidos constitucionalistas españoles no había unanimidad sobre el régimen local español, ni sobre el régimen señorial, ni sobre el régimen municipal. Actuaba ya en España el germen del siglo en este problema; había el espíritu de las nacionalidades; había la democracia, que –querámoslo o no–favorece el auge del sentimiento local y su transporte a la esfera política, porque sólo la espada es niveladora; había el romanticismo; había el auge de lo popular y de lo típico, que en España tuvo el formidable esplendor que vosotros conocéis, debido precisamente a la guerra de la Independencia. Todos estos factores y otros que no cito se introdujeron en la mentalidad y en el espíritu de los partidos políticos españoles, y los constitucionales disintieron en problema de esta índole orgánica del Estado, y nadie ignora que por una ley de ayuntamientos se produjo en España una de aquellas convulsiones a que nuestros abuelos daban el nombre de revolución.
Y a todo esto quedaba el papel de la dinastía. La Corona, tan disminuida, tan desprestigiada por tantos motivos, conservaba naturalmente el sentimiento de su antiguo prestigio. El prestigio de la Corona, la autoridad de la Corona, heredada del quebrantamiento de las libertades locales y de las franquicias de los Estados particulares de España, se identificaba con la oposición al sentimiento local de las regiones. La Corona jamás vio bien a los regionalistas, aunque fueran reaccionarios; había un enlace profundo, misterioso, preñado de consecuencias históricas entre el prestigio de la Corona y la oposición irreductible a transigir con el sentimiento autonomista, particularista o regionalista, y este enlace profundo se identificaba con la fidelidad a la Corona, con la unidad absoluta y centralista de España, y estos dos sentimientos querían identificarlos con el patriotismo español. Esta política produjo su última aberración en Cuba. Nosotros terminamos una guerra en Cuba con la promesa de una autonomía. No se cumplió. Un parlamento español rechazo la reforma autonómica que trajo para Cuba don Antonio Maura, y nació otra guerra. Pudimos transigir, y no se quiso; se prefirió afrontar una guerra con los Estados Unidos, y a los pocos hombres que dijeron entonces la verdad al pueblo español, entre ellos un político venerable y un escritor joven que comenzaba entonces su carrera y que3 aquí se sienta, don Miguel de Unamuno, se les tachaba de malos españoles, de traidores y de filibusteros. Ésta fue la culminación del régimen asimilista, unitario, intransigente, intransigente con las pretensiones autonómicas de las regiones españolas del siglo pasado. (Muy bien.)
Resulta, señores diputados, que la Corona, en el verdadero antiguo régimen (no en el que llamaba antiguo Primo de Rivera, refiriéndose al régimen parlamentario) hasta sus últimos días de permanencia en España, ha sido una argolla para esclavizar pueblos. Rompámosla, dijeron los españoles. Ya la hemos roto. ¿Y ahora se pretende que sigamos con el Estado el sistema de fundir su prestigio con el unitarismo absorbente y de asimilación, oponiéndonos a las querencias españolas más antiguas? Jamás. Nosotros perseguimos con esta política un alto fin español. Perseguimos con esta política satisfacer viejas querencias y apetencias españolas que habían sido desterradas del acervo del sentimiento político español por la monarquía absorbente y unitaria, y que son españolísimas, más españolas que la dinastía y que la monarquía misma (Aplausos) (…)
La República, señores diputados, necesita una doctrina para explicarse ella a sí misma y para darse a explicar a los demás. Esta doctrina tenemos que hacerla entre todos, por la aportación de todos los republicanos. Yo no tengo la pretensión de que lo que he dicho parezca irrefutable. No; pero no me negaréis que está fundado en una sensibilidad española y en una percepción de los fondos históricos de nuestro país, y cuando alguien combata esta política, que yo accidentalmente represento, no estoy dispuesto a tolerar que se me hable de España en el sentido de que yo desconozco los intereses o la historia de España. ¿Qué saben ellos de España? (Muy bien, en algunos bancos. –Rumores.) (…)
No puede admitirse por parte de los teorizantes autonomistas el concepto de que Castilla (metiendo en esta expresión no sólo los confines geográficos de una región, sino todo lo que no es región autónoma o autonomizante); no puede admitirse, repito, el concepto de que esta parte de España ha confiscado las libertades de nadie, ni ha agredido las libertades de nadie. Quien ha confiscado y humillado y transgredido los derechos o las franquicias o las libertades de más o menos valor de cada región ha sido la monarquía, la antigua Corona, en provecho propio, no en provecho de Castilla, que la primera confiscada y esclavizada fue precisamente la región castellana. (Muy bien) Es oportuno recordar, señores diputados, que las ciudades castellanas en el siglo XVI hicieron una revolución contra el rey cesareo, contra la majestad nueva, desconocida de España, y esta revolución puede tener dos caras: o bien se admira e n ella el último destello de un concepto político medieval, o bien se advierte en ella, y se admira más, la primera percepción de un concepto de las libertades del Estado moderno, que nosotros hemos venido ahora a realizar. Porque aquellas ciudades castellanas, sublevadas contra el César, reunieron unas cortes revolucionarias y redactaron una constitución revolucionaria, que elevaron al rey como suma de sus aspiraciones, y es una cosa que emociona, que profundamente emociona el espíritu de un español, leer en aquel texto constitucional frustrado, además de las máximas de buen gobierno, sugeridas por el buen sentido natural de las cabezas claras, de que hablaba el señor Ortega ha poco, los preceptos garantizadores de la libertad individual, que en todo el siglo XIX no hemos sabido consignar en una Constitución ni mucho menos cumplir; y es una cosa que emociona pensar que ha sido menester que venga la Republica en 1931 para que en la Constitución republicana se consigne por vez primera una garantía constitucional que los castellanos pedían a su rey en 1521. (Muy bien) (…)
Y a las gentes que en estas polémicas apelan a todo género de argumentos con cierta propensión a los argumentos cursis, y sacan a relucir las figuras históricas a quienes se atribuye la realización de la unidad española en el siglo XVI, yo les sometería a esta prueba: que hiciésemos aquí una semejanza de ley, un proyecto de ley organizando el Estado español en la misma forma, respecto a las facultades y poderes del Estado, en que se hallaba bajo Isabel Y Fernando V, y que lo publicásemos en la Gaceta, y veríais correr espantados a todos los grandes defensores de la unidad nacional, suponiendo que la hicieran estos reyes de quien vemos aquí su bulto en piedra. (Aplausos en varios sectores de la Cámara)
La unidad española, la unión de los españoles bajo un Estado común, la vamos a hacer nosotros y probablemente por primera vez, pero los Reyes Católicos no han hecho la unidad española, y no sólo no la hicieron, sino que el viejo rey, en los últimos días de su vida, hizo todo lo posible por deshacer la unidad personal realizada entre él y su cónyuge y, además, por dejarnos envueltos en una hermosa guerra civil; por fortuna, se lo estorbaron. Y cuando se habla de la dispersión de las partes españolas, comparándola con el esplendor de la política española y de la monarquía católica de tiempos pasados, yo pregunto: ¿el siglo XVI, el siglo XVII, son grandes siglos españoles? ¿Es aquel el esplendor del genio español en la Historia? ¡Ah! ¿Si? Pues no hay en el Estatuto de Cataluña tanto como tenían de fuero las regiones españolas sometidas a aquella monarquía (…)".
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