27 nov 2019

Cabalgando hacia el pasado

  Refiere Galdós en Cánovas último de sus Episodios, el viraje político del carlista Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, abrazando la causa alfonsina. El general se dirigía a sus hasta ahora partidarios haciéndoles saber “que el absolutismo teocrático era una estupidez en nuestros tiempos y que del lema de la bandera facciosa dejaba a los fanáticos el Rey, llevándose consigo el Dios y la Patria”. En efecto, con la llegada de Alfonso (XII), buena parte de los apostólicos abrazaría el nuevo acceso al trono. Carlos de Borbón, el derrotado primo del rey, se había postulado en realidad frente a un incierto liberalismo alumbrado al calor de la Gloriosa revolución y sus derivadas. En otras palabras, a finales de 1874 el regreso del hijo de la exiliada Isabel representaba la preservación del tradicional lupanar gubernamental. Cabrera era consciente de ello; lo importante eran las garantías; una ficción parlamentaria que la nueva monarquía, de la mano de Cánovas, aseguraba. Tras el advenimiento de un constitucionalista honesto como Amadeo y el fracaso de la posibilidad republicano-federal, volvía a sellarse el aval de las tradicionales aspiraciones oligárquicas por encima de cualquier incierto acceso al poder que pudiera, en mayor o menor medida, intentar enmendar la lastrada fisonomía estructural del país.
 
 Alfonso XII fallecía diez años después. Clodoveo Hohenlohe –futuro canciller alemán que por entonces representase al kaiser Guillermo I en los funerales del monarca–, dejaría por escrito su dictamen respecto a la ficción parlamentaria peninsular: "Dijérase que todo se reduce aquí a satisfacer a los 100.000 españoles de las clases distinguidas, proporcionándoles destinos y haciéndoles ganar dinero. El pueblo parece indiferente. Esto prueba que el gobierno actual tiene las elecciones en sus manos y aun se cuida de que sean elegidos algunos miembros de la oposición. Todo ello constituye un sistema de explotación de lo más abyecto, una caricatura de constitucionalismo, frases y latrocinio".

 Entrado el siglo XX, el proyecto nacional, si así puede denominarse, se traducía en “unos cuantos cientos de familias acampadas sobre el país”; una misérrima población que desconocía cualquier reforma de la tierra, y un sistema educativo monopolizado por la Iglesia con un 50% de analfabetos. Maura, don Antonio, no tardaría en preconizar la “revolución desde arriba”. Una vacía retórica –condensada en su “Nosotros somos nosotros”– que en cierto modo prefigura buena parte del lenguaje liberal-conservador anterior y posterior a la dictadura franquista. Azaña retrataría Las tres ideas de un estadista/enero de 1923 esta maurista comprensión de la política, defensora, claro, de todas las piezas capitales del sistema: Banca, Corona, oligarquía económica, prerrogativas de la Iglesia, ausencia de reforma de la tierra; en definitiva, de todas las garantías y aspiraciones de los tradicionales grupos rectores.

 Como ya ocurriera en tiempos de Carlos IV o de Isabel II, el régimen volvía a colapsar con Alfonso XIII. No resulta ninguna ligereza afirmar que en 1931 el pueblo español conocía el primer –verdadero– proceso legítimo constituyente de su historia. La transición pergeñada en San Sebastián derivaba, sin embargo, en el gobierno de una burguesía demasiado audaz a ojos del poder tradicional. El país, lastrado al extremo, e inmerso desde su abortado proceso constituyente en Cádiz, ya en el guerracivilismo apostólico, ya en el despotismo liberal, precisaba de profundas reformas; algo desde luego no tolerable. El inicial accidentalismo dejó paso al catastrofismo. El golpe fascista de 1936 simboliza el definitivo triunfo de un fundamentalismo en pie de guerra desde la muerte de Fernando VII en 1833. De la dictadura monárquica de Alfonso XIII a la monárquica dictadura de Franco y sus auspiciadores. Derrotado el nacional-socialismo en el marco de la II Guerra mundial, su preludio español, el nacional-catolicismo, se constituía en orgullosa excepción triunfante. 

 Transcurridas más de cuatro décadas desde la muerte del dictador, aquel tradicional maurismo, renuncia de cualquier obra creadora, es desplazado al calor de la crisis de los fundamentos constituyentes de 1978. Tras la abdicación y posterior judicialización de la política, sólo queda su revisión ultra. La invertebrada realidad es el mejor alcaloide del nuevo catastrofismo. Mussolini calificaba al fascismo como "el pragmatismo absoluto llevado a la política"; no le falta cierta razón al Duce por cínica que ésta pueda resultar; llegado el momento ¿para qué seguir fingiendo? ¿Quién niega la satisfactoria resolución del proyecto? Hoy, como ayer, basta con depurar sus contradicciones. España, "Luz de Trento", "concepto islámico de la nación y del Estado", ya busca cabalgar en pos de su glorioso pasado.