25 abr 2019

Azaña; reflexiones republicanas: la transacción liberal; el moderantismo; el lastre español; un porvenir necesariamente creativo

  (…) Del contraste entre la voluntad de su vida y el destino que la presidió, nace el apasionante dramatismo de aquella edad, compendio del drama político de nuestro siglo XIX (…) Aquellas gentes, como revolucionarias, sabían de sobra lo que no todos los aspirantes a revolucionar han sabido, ni tal vez saben: que una revolución, para ser cumplida, necesita dos condiciones: cambiar la base económica del Poder; variar la base psicológica de la fidelidad. Más fortuna tuvieron en lograr la primera que la segunda. Unos cientos de familias, mediante el órgano legislativo de su creación, privaron de riquezas incalculables a sus dueños seculares, dueños en virtud de principios que los mismos expoliadores no se atrevieron en último término a destruir. Desde las apropiaciones territoriales por derecho de conquista, fuese en la Península para enriquecer a los grandes señores, fuese en la América colonizada, los españoles no habían presenciado suceso comparable ni visto alzarse de la nada una clase terrateniente resuelta a defender su título adquisitivo con todos los excesos de la autoridad. Los fundadores del Estado liberal formulan principios ante cuyas consecuencias retroceden; y a la inversa: se arrojan a tales actos de gobierno, cuya justificación reside en puntos de vista que en su original crudeza les horrorizan. Por otra parte, el Estado que esta clase de nuevos ricos viene llamada a sostener, soberano, heredero de la omnipotencia absorbente de la Corona borbónica, es un Estado inerme, una entelequia que a nadie intimida, y apenas se extiende más allá de las personas de sus conductores. Los liberales eran pocos, de hecho, y no podían dejar de serlo. "La revolución de España –escribe uno de los promotores del alzamiento de las Cabezas de San Juan– había sido obra de la conjuración de unos pocos y de la inquietud y asombro de la muchedumbre, y la nueva forma de gobierno establecida, no descansaba ni en la opinión general ni en interés de clases poderosas, y antes teniendo mucho contra sí, había menester algo que la mantuviese trabada y sólida, y este algo podría encontrarse en el interés y aun en las pasiones de secta." No podían llegar a ser muchos en virtud de su doctrina.

 Democracia y república los espantaban. Fundaron la libertad sobre un país "legal", constituido por la riqueza y la ilustración de los mejores. El Estado liberal tendría que vivir sin base popular, falto del apoyo de los nueve décimos de la nación. Abajo quedaba la masa innumerable de las blusas y zamarras. Enfrente los poderes seculares desposeídos. La raíz psicológica de la fidelidad no tenía apenas donde encarnar. ¿A quién se obedece? ¿En virtud de qué? ¿Quién es capaz de hacerse obedecer libremente, o quién es dueño de la fuerza coactiva para implantar la obediencia? Estas preguntas no podían tener para los desposeídos ni para los proscritos, respuesta satisfactoria.
 La conclusión de este proceso, que no es cronológico, como bien se comprende, sino psicológico, se impone sola. La experiencia probó en 1823 que la pasión de secta no bastaba –como quisiera Galiano– a mantener el régimen contra la hostilidad o la indiferencia de la mayoría. Los mismos que en 1812 degollaban franceses, los recibieron con alborozo y aplauso cuando venían a libertar al rey neto. De suerte que, decretada la expoliación territorial necesaria para formar un interés de clase adicta al régimen, los liberales necesitaron además "algo que lo mantuviese trabado y unido"; ese algo fue la transacción con las potencias históricas. Transigieron con la realeza, más aún: con la dinastía; transigieron con la Iglesia, y en apoyo del Estado, nacido de la Revolución, llamaron a las potestades en cuyo menoscabo la Revolución se había hecho (...) El precio de la transacción fue la libertad de conciencia, es decir, lo más valioso del principio liberal. El Estado renegó de su origen, ofuscó la razón política que lo define, y para seguir viviendo soberano en apariencia, decapitó la libertad individual, de que pretendía ser expresión y baluarte.

 El moderantismo

  El moderantismo se instala para siempre, mediante una corta oligarquía de hombres entendidos en la administración y en los negocios, y acaba por anexionarse el Estado, convirtiéndolo en dependencia de un partido. Su política consiste en hallar un orden legal que cubra el despotismo, y en cebar las ambiciones con el fomento de los intereses materiales. Sus armas: el autoritarismo despótico y la corrupción.
 La política moderada se propone la felicidad del país enriqueciendo a los secuaces; o como ya se decía: "Alumbrando nuevas fuentes de riqueza." (Las imágenes se petrifican en la prosa oficial.) Procura el auge de la industria y los valores mobiliarios, de que era arquetipo la fortuna inglesa (...) El moderantismo declara concluida la era de las revoluciones y aseguradas sus conquistas. El progreso existe, pero se realiza dentro del marco de la Constitución moderada. Por vez primera se opone, como doctrina de gobierno, el bienestar personal a las controversias de principio. Se reputan estériles las batallas de partido. Se llama a la reconciliación en torno de un montecillo de oro. El porvenir es brillante. Cierto que España –declara la prensa ministerial– está muy atrasada; pero su mismo atraso es gran ventaja, porque nos permite progresar con paso de gigante. Y se progresa, en efecto. Se negocia turbiamente a la sombra del poder, y en, la ganancia participan manos blancas. Notable sino: las concesiones de ferrocarriles se repartían en el Palacio Real. Y un realismo beato pretende encubrir el desorden con abusos de autoridad. Los directores de la sociedad española son autoritarios: unos, por fanáticos; otros, por escépticos.

  El lastre español

 Nada es más urgente en España que el concurso de la inteligencia pura en las contiendas civiles. Normalmente, los españoles somos poco propensos al libre examen, a valernos de nuestra razón personal. Hace tiempo, el señor Rodríguez Marín publicó un catálogo de 21.000 refranes; creo que después ha publicado otro de 13.000 refranes. Y yo me pregunto, un poco asustado: ¿Qué puede esperarse de un país con 34 000 refranes? Es de esperarse atonía del entendimiento. En cada trance específico, el español, antes que de su razón, echará mano de una fórmula genérica que le permita salir del paso sin fatiga de las meninges. No es menos clara nuestra falta de memoria, que nos impide en toda ocurrencia entender su origen, hallar su antecedente, presentir sus resultados probables. Refiere el historiador de los pingüinos, ponderando la frágil memoria de estos inocentes pájaros, que algunos se acostaban con su abuela y al día siguiente ya no se acordaban. De incontables nupcias nefandas los españoles no guardan recuerdo. Sin tales faltas de experiencia y actividad racional independiente, no habría españoles dispuestos a comulgar con ruedas de molino, ni habría habido, siete años ha, cuantioso número de gente (los hombres oscuros y modestos alabados por el profeta) capaz de creer que los problemas de gobierno rebeldes a la controversia libre iban a resolverse, mediante la supresión de toda actividad espiritual, por ocho brigadieres cuchicheando en torno de una mesa. Tamaña injuria al entendimiento no fue rechazada por cuantos debieron protestarla. De algunos corros intelectuales salieron consignas esotéricas, haciendo creer que el caso denigrante encerraba gran misterio, virtud de justicia distributiva, inasequibles para nosotros los vulgares. En España, de todo quiere hacerse pretexto para eludir el deber social. Ningún pretexto más pernicioso que el de fundar en el talento o el saber un privilegio contrario a la regla común. El talento es don natural, que por si a nadie cualifica. La sabiduría está al alcance de quien la quiera: basta estudiar para ser sabio, aunque el estudioso, larva de sabio, sea tonto. El talento y el saber se cualifican por la probidad de su empleo: consiste en reconocer la deuda con la sociedad y abnegarse para servirla, porque sin su apoyo y socorro, imperfectos cuanto se quiera, muchos que se engríen de ser talentudos, sabios o técnicos, y toman de ello ocasión para infringir las reglas elementales de la decencia pública, estarían destripando terrones. En España, las cosas de la cultura suelen tener pobre arraigo, aire de advenedizas, de ropita dominguera, como en país colonial, y desvanecen a los espíritus ligeros que con ella se adornan. La sabiduría, o lo que pasa por tal, corrompe a veces más que el dinero.
 Concibo, pues, la función de la inteligencia en el orden político y social como empresa demoledora. En el estado presente de la sociedad española, nada puede hacerse de útil y valedero sin emanciparnos de la historia. Como hay personas heredo sifilíticas, así España es un país heredo-histórico. No hablo de la historia impasible, objetiva y, en fin, científica, si puede llegar a tanto, que algunos lo niegan; precisamente, si ha de ser ciencia, la historia debe abandonar cualquiera pretensión normativa ulterior al hallazgo de la verdad; no hablo tampoco de la historia en cuanto significa el hecho natural de un pueblo vivo, en su inconsciente devenir. El morbo histórico que corroe hasta los huesos del ente español no se engendra en la investigación ni en la crítica o análisis de los hechos; antes, la falta de esos hábitos mentales prepara el terreno y lo dispone a la invasión morbosa. España es víctima de una doctrina elaborada hace cuatro siglos en defensa y propaganda de la monarquía católica imperialista, sobrepuesta con el rigor de las armas al impulso espontáneo del pueblo. Inventa unos valores y una figura de lo español y los declara arquetipos. Exige la obligación moral de mantenerlos y continuar su linaje. Provee de motivos patéticos a la innumera caterva de sentimentales y vanidosos, semilocos, averiados por una instrucción falaz y un nacionalismo tramposo que ni siquiera se atreve a exhibir sus títulos actuales. Cada vez que la tiranía tradicional arroja la máscara y se costea a nuestras expensas el lujo de ostentar una semejanza de pensamiento y una emoción fluente, se vuelve al pasado.

 El porvenir, necesariamente creativo

 Si me preguntan cómo será el mañana, respondo que lo ignoro; además, no me importa. Tan sólo que el presente y su módulo podrido se destruyan. Si agitan el fantasma del caos social, me río. "Caos social" es muy necia expresión. De chico me enseñaban a probar la existencia de Dios con el argumento –entre otros– del orden maravilloso reinante en el Universo. Y yo me preguntaba: ¿se concebiría el Universo desordenado? Si no hubiese Dios, ¿andarían las estrellas dándose trompicones por el espacio? ¿No se establecería por acción y reacción de las masas un equilibrio que los físicos me describen en las leyes de la Mecánica? Este argumento, concluía, no prueba nada. Otro tanto digo del caos social; no es menester que yo intente ordenarlo. Si me arrojan a la cara como un baldón que este punto de vista hace tabla rasa de lo español, evapora las esencias nacionales y maltrata nuestro carácter, me niego incluso a rebatir el argumento.
 No todo lo español merece conservarse por el hecho de existir. Nadie podrá delimitar con criterio que se me imponga como una verdad científica la imitación y lo genuino. Abundar en lo español no es regla utilizable en ninguna creación: lleva a risibles anacronismos y mascaradas. Díganle a un pintor con talento original que se atenga a recopilar los maestros del Prado; sería condenarlo a muerte eterna, y, en definitiva, sería impedirle continuar la tradición que tanto se alaba. Así en política. Ninguna obra podemos fundar en las tradiciones españolas, sino en las categorías universales humanas. Subsistirá lo español compatible con ellas; el carácter, en su fuerza profunda, sabrá manifestarse, tal vez a nuestro pesar, de seguro sin nuestro permiso, como se revela y declara en las civilizaciones florecidas sobre el suelo peninsular. Es peligroso emplazar a las gentes para un mañana próximo, sobre todo si está en alguna manera pendiente de nuestra acción personal. Sobreviene el fracaso y queda uno expuesto al sarcasmo y la burla. También yo manejo el sarcasmo, pero me abstengo si la ocasión excede de mi gusto e interés propio, ni puede someterse a los altibajos del humor. El porvenir será nuestro como obra del pensamiento, del trabajo, de la energía, no de la Providencia ni de un vago Destino, formado generalmente con la suma de los desmayos y menguas de la voluntad.
 Esta confianza tiene otro arraigo y vigor que las volátiles quimeras juveniles. Se funda en mi experiencia de la vida. Imaginarse que el brío personal repone la novedad del mundo, es propio de un joven. Cada cosa nueva en su experiencia vale por un hallazgo no soñado siquiera. Oleadas de sangre moza sustituyen a la sangre amortecida y caduca. Tantas veces como la marea ascendente de la sangre penetra en la vida pública, viene bajo la hechicera imagen de una misión inaugural: comienza otra jornada, tiempo nuevo. Pretenden rehacer el mundo a su semejanza: condición de nuestra felicidad jamás cumplida, porque las imperfecciones del mundo consisten en no estar hecho a mi gusto, es decir, para cada uno, a su igual. De este deseo, por más que se malogre, sólo es posible hablar bien: engendra el progreso, libra sobre albores remotos la razón de la vida, y, según la explicación mitológica de nuestro origen, le debe el mundo su advenimiento al ser. En los senos de la eternidad y la nada, al pensar el mundo, Dios lo creó a medida de su deseo, por donde viene a saberse, gracias al Génesis, que Dios tenía imaginación. Se logró, por una vez, ese afán de que arde en cada hombre una chispita. En el hombre hay, pues, algo de divino. La fantasía, la quimera, la voluntad creadora, el don poético y el arrebato fatídico, recuerdan su hijuela en la divinidad; o bien el hombre, al pensar sus dioses, les regala un entusiasmo capaz, en el orden sensible, de aquello que el hombre sólo acaba en lo poético: engendrar criaturas, o, mejor dicho, crearlas a su imagen y semejanza mediante la palabra.

  • Manuel Azaña / Tres generaciones del Ateneo; extracto del discurso en el Ateneo de Madrid, 20-11-1930

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