José Antonio Pérez Tapias / ctxt.es
No sólo se muestra enquistado
el conflicto de Cataluña, sino que se ha agudizado la crisis del Estado. Tal es
la realidad que muestran los resultados de las elecciones al Parlament de
Catalunya del pasado 21 de diciembre. Carles Puigdemont, para unos fantasmal
expresidente de la Generalitat y para otros “molt honorable president” que
debiera ser repuesto en su lugar tras el apoyo recibido por los electores que
le han votado a él o a los partidos independentistas, en lenguaje coloquial y
con un punto de insolente grosería, tal como lo cuentan las crónicas, describió
la situación diciendo jocosamente que “España tiene un pollo de c…” –podemos
prescindir de la completa cita literal-.
El personaje Puigdemont –cada día refuerza los rasgos de su histriónico papel- nos puede gustar más, menos o nada en absoluto, pero es cierto que la composición del Parlament no sólo refleja fielmente la bipolarización de la sociedad catalana, sino que anuncia por dónde puede ir el devenir de su política al haber mayoría absoluta del independentismo, aun a pesar del éxito de Ciudadanos al consolidarse como partido con más escaños pero sin poder alcanzar con las fuerzas consideradas constitucionalistas mayoría suficiente para formar gobierno. A eso se irán sumando las difíciles situaciones jurídico-políticas que para todas las partes se plantearán al hilo de un candidato a presidente fugado en Bélgica que no se sabe qué hará de cara a una posible investidura, toda vez que será detenido en cuanto ponga pie en España, así como por lo que puedan hacer los diputados electos en prisión preventiva, imputados por presuntos delitos de rebelión y sedición. Ellos tienen problemas, ciertamente, pero el Estado español tiene igualmente muchos problemas ante sí, desde la inestabilidad política que tales hechos pueden propiciar hasta la imagen internacional que todas estas circunstancias proyectan. No son cuestiones menores tampoco la brutal caída electoral del PP, habiendo quedado con la exigua representación de tres escaños en el Parlament, después de esgrimir hasta la saciedad que la situación de Catalunya estaba encauzada gracias a la aplicación del artículo 155 de la Constitución promovida por el gobierno de Rajoy, o el estancamiento del PSC, que ha visto frenada las aspiraciones al papel mediador que su candidato, Miquel Iceta, se proponía desempeñar desde la misma presidencia de la Generalitat. Con todo, esas diferentes claves no son sino las que tachonan la superficie de un grave problema de fondo: el Estado español padece una crisis grave y no se deja ver por dónde ha de solucionarse.
Lamentablemente, es frecuente en política, y más al calor de las campañas electorales, que cada parte –cada partido- presente la realidad recortándola a la medida de sus aspiraciones, cultivando una descuidada demagogia para mantener al alza el apoyo de sus votantes. Se incurre así en el asombroso despliegue de elevadas cotas de lo que podemos considerar pensamiento mágico, consistente en la pretensión de modelar la realidad, hasta traerla al terreno de los propios deseos, confundiendo la primera con los segundos a fuerza de describirla y nombrarla con palabras usadas cual si tuvieran efectos taumatúrgicos. No se avanza hacia la independencia de un país con meramente invocarla, ni se gana la reconciliación entre sus ciudadanos con apelar a la loable intención de promoverla.
No se avanza hacia la independencia de un país con meramente invocarla, ni se gana la reconciliación entre sus ciudadanos con apelar a la loable intención de promoverla.
Si una campaña electoral no puede hacerse solamente a base de sesudos análisis políticos, pues a la vista está la fuerza de las emociones, lo que trae mala cuenta es dejar atrás el pensamiento crítico. Que las consecuencias de tal olvido son muy negativas es algo que se evidencia toda vez que se echa en falta el plan B con el que toda fuerza política debe contar para el momento en que pierda poder o apoyo electoral, o sencillamente, para esas circunstancias en que la realidad se impone con su tozudez –cuando lo real se echa encima con todo su peso- y no vale el fantaseo político. Respecto a Catalunya se dijo una y otra vez que el conflicto era, y es, político y que las vías judiciales no son las que pueden ofrecer una salida. Igualmente se reconoció que el camino del 155 hacia la intervención de las instituciones del autogobierno de Catalunya suponían un fracaso colectivo. ¿Qué cabe esperar entonces de una deriva de los acontecimientos en la que la convocatoria electoral ha venido dada bajo condiciones debidas a esos factores? Es más, ¿a qué sorprenderse de los resultados cuando era previsible el efecto movilizador, a pesar de las críticas que desde su base social se hiciera al “procés”, de la solidaridad demandada por los políticos de la Generalitat encarcelados, imputados o huidos para eludir la Justicia? Nociones elementales de psicología social habrían dado material para tomar distancia de la desmedida confianza en su estrategia que mostraron el gran timonel de la Moncloa y sus adláteres.
Llegados a donde estamos, y como asunto que afecta a toda la ciudadanía española al situarse más allá de la compleja papeleta de cómo conformar el gobierno de Catalunya, la cuestión es que lo vivido antes del 21 de diciembre y lo que vamos a vivir después hacen patente que el Estado español necesita abordar a fondo la crisis que le afecta o, de lo contrario, puede ver muy negro su futuro. Los términos en que queda políticamente expuesto el antagonismo entre independentistas y los llamados constitucionalistas –En Comú-Podem queda en medio con grandes dificultades también para definir su papel- dan a entender que esa situación de bloqueo requiere ir más allá de resolver para lo inmediato la gobernabilidad de Catalunya. Todo indica que hemos arribado al punto donde se evidencia una vez más que el problema de Catalunya es el problema de España. Y si no falta razón a quien diga que la hasta ahora exitosa Constitución del 78, diferenciando nacionalidades y regiones, y con su Título VIII, entre eufemismos e indefiniciones, a pesar de todo encauzó a través del constructo del Estado de las autonomías, no sólo la configuración territorial del mismo, sino ciertas demandas nacionalistas, destacando al respecto la de Catalunya, eso ha llegado hoy al límite de lo que podía dar de sí. La “cuestión de las naciones”, y entre ellas, la cuestión de la nación catalana, exige un replanteamiento en serio de la arquitectura institucional del Estado como respuesta al cuestionamiento del mismo que se hace desde el soberanismo catalán.
Ante el empate que presenta, de nuevo, la realidad política emergida de las elecciones del 21 de diciembre hay quienes se acuerdan -¡cómo no!- de la teorización de Ortega acerca de la “conllevancia” con que tenemos que marchar juntos españoles y catalanes: “Digo que el problema catalán –así reflexionaba Ortega desde la tribuna del Congreso en las Cortes Constituyentes de la II República- es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar”.
Pues bien, a estas alturas se nos impone con fuerza de evidencia que mantener la unidad del Estado con eso de la “conllevancia” a perpetuidad no es viable. La sociedad catalana, ahora mismo lacerada por una escisión que no debiera darse, no puede seguir en ese estado anímico de la mera “conllevancia”. Tampoco España puede continuar como un Estado de “conllevancia” respecto a Catalunya en el que los parámetros de la conciencia democrática, el contexto europeo, la realidad del mundo globalizado y las exigencia para una convivencia digna en la plural sociedad catalana y en la plural –también de naciones- realidad política española, demandan imperiosamente ir a la situación nueva que sólo puede ganarse con un nuevo pacto constitucional de neto carácter federal, a la medida de la complejidad de nuestras realidades y de la historia que nos trajo a este momento crucial. No abrir paso a esa posibilidad sí es hacer de la Constitución del 78 pieza dogmática de un “régimen” que se cierra sobre sí en detrimento de un Estado que ha de reconstruirse, con efectiva voluntad de reconocimiento e inclusión, al servicio de los pueblos de España y de sus ciudadanas y ciudadanos. Es de esperar que la proliferación de banderas no ofusque ni la mirada crítica ni el sentir solidario, pues el andar a banderazos es atávico ritual que vale para alimentar emociones, pero no para compartir las buenas razones que reclama nuestra mejor pasión política.
El personaje Puigdemont –cada día refuerza los rasgos de su histriónico papel- nos puede gustar más, menos o nada en absoluto, pero es cierto que la composición del Parlament no sólo refleja fielmente la bipolarización de la sociedad catalana, sino que anuncia por dónde puede ir el devenir de su política al haber mayoría absoluta del independentismo, aun a pesar del éxito de Ciudadanos al consolidarse como partido con más escaños pero sin poder alcanzar con las fuerzas consideradas constitucionalistas mayoría suficiente para formar gobierno. A eso se irán sumando las difíciles situaciones jurídico-políticas que para todas las partes se plantearán al hilo de un candidato a presidente fugado en Bélgica que no se sabe qué hará de cara a una posible investidura, toda vez que será detenido en cuanto ponga pie en España, así como por lo que puedan hacer los diputados electos en prisión preventiva, imputados por presuntos delitos de rebelión y sedición. Ellos tienen problemas, ciertamente, pero el Estado español tiene igualmente muchos problemas ante sí, desde la inestabilidad política que tales hechos pueden propiciar hasta la imagen internacional que todas estas circunstancias proyectan. No son cuestiones menores tampoco la brutal caída electoral del PP, habiendo quedado con la exigua representación de tres escaños en el Parlament, después de esgrimir hasta la saciedad que la situación de Catalunya estaba encauzada gracias a la aplicación del artículo 155 de la Constitución promovida por el gobierno de Rajoy, o el estancamiento del PSC, que ha visto frenada las aspiraciones al papel mediador que su candidato, Miquel Iceta, se proponía desempeñar desde la misma presidencia de la Generalitat. Con todo, esas diferentes claves no son sino las que tachonan la superficie de un grave problema de fondo: el Estado español padece una crisis grave y no se deja ver por dónde ha de solucionarse.
Lamentablemente, es frecuente en política, y más al calor de las campañas electorales, que cada parte –cada partido- presente la realidad recortándola a la medida de sus aspiraciones, cultivando una descuidada demagogia para mantener al alza el apoyo de sus votantes. Se incurre así en el asombroso despliegue de elevadas cotas de lo que podemos considerar pensamiento mágico, consistente en la pretensión de modelar la realidad, hasta traerla al terreno de los propios deseos, confundiendo la primera con los segundos a fuerza de describirla y nombrarla con palabras usadas cual si tuvieran efectos taumatúrgicos. No se avanza hacia la independencia de un país con meramente invocarla, ni se gana la reconciliación entre sus ciudadanos con apelar a la loable intención de promoverla.
No se avanza hacia la independencia de un país con meramente invocarla, ni se gana la reconciliación entre sus ciudadanos con apelar a la loable intención de promoverla.
Si una campaña electoral no puede hacerse solamente a base de sesudos análisis políticos, pues a la vista está la fuerza de las emociones, lo que trae mala cuenta es dejar atrás el pensamiento crítico. Que las consecuencias de tal olvido son muy negativas es algo que se evidencia toda vez que se echa en falta el plan B con el que toda fuerza política debe contar para el momento en que pierda poder o apoyo electoral, o sencillamente, para esas circunstancias en que la realidad se impone con su tozudez –cuando lo real se echa encima con todo su peso- y no vale el fantaseo político. Respecto a Catalunya se dijo una y otra vez que el conflicto era, y es, político y que las vías judiciales no son las que pueden ofrecer una salida. Igualmente se reconoció que el camino del 155 hacia la intervención de las instituciones del autogobierno de Catalunya suponían un fracaso colectivo. ¿Qué cabe esperar entonces de una deriva de los acontecimientos en la que la convocatoria electoral ha venido dada bajo condiciones debidas a esos factores? Es más, ¿a qué sorprenderse de los resultados cuando era previsible el efecto movilizador, a pesar de las críticas que desde su base social se hiciera al “procés”, de la solidaridad demandada por los políticos de la Generalitat encarcelados, imputados o huidos para eludir la Justicia? Nociones elementales de psicología social habrían dado material para tomar distancia de la desmedida confianza en su estrategia que mostraron el gran timonel de la Moncloa y sus adláteres.
Llegados a donde estamos, y como asunto que afecta a toda la ciudadanía española al situarse más allá de la compleja papeleta de cómo conformar el gobierno de Catalunya, la cuestión es que lo vivido antes del 21 de diciembre y lo que vamos a vivir después hacen patente que el Estado español necesita abordar a fondo la crisis que le afecta o, de lo contrario, puede ver muy negro su futuro. Los términos en que queda políticamente expuesto el antagonismo entre independentistas y los llamados constitucionalistas –En Comú-Podem queda en medio con grandes dificultades también para definir su papel- dan a entender que esa situación de bloqueo requiere ir más allá de resolver para lo inmediato la gobernabilidad de Catalunya. Todo indica que hemos arribado al punto donde se evidencia una vez más que el problema de Catalunya es el problema de España. Y si no falta razón a quien diga que la hasta ahora exitosa Constitución del 78, diferenciando nacionalidades y regiones, y con su Título VIII, entre eufemismos e indefiniciones, a pesar de todo encauzó a través del constructo del Estado de las autonomías, no sólo la configuración territorial del mismo, sino ciertas demandas nacionalistas, destacando al respecto la de Catalunya, eso ha llegado hoy al límite de lo que podía dar de sí. La “cuestión de las naciones”, y entre ellas, la cuestión de la nación catalana, exige un replanteamiento en serio de la arquitectura institucional del Estado como respuesta al cuestionamiento del mismo que se hace desde el soberanismo catalán.
Ante el empate que presenta, de nuevo, la realidad política emergida de las elecciones del 21 de diciembre hay quienes se acuerdan -¡cómo no!- de la teorización de Ortega acerca de la “conllevancia” con que tenemos que marchar juntos españoles y catalanes: “Digo que el problema catalán –así reflexionaba Ortega desde la tribuna del Congreso en las Cortes Constituyentes de la II República- es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar”.
Pues bien, a estas alturas se nos impone con fuerza de evidencia que mantener la unidad del Estado con eso de la “conllevancia” a perpetuidad no es viable. La sociedad catalana, ahora mismo lacerada por una escisión que no debiera darse, no puede seguir en ese estado anímico de la mera “conllevancia”. Tampoco España puede continuar como un Estado de “conllevancia” respecto a Catalunya en el que los parámetros de la conciencia democrática, el contexto europeo, la realidad del mundo globalizado y las exigencia para una convivencia digna en la plural sociedad catalana y en la plural –también de naciones- realidad política española, demandan imperiosamente ir a la situación nueva que sólo puede ganarse con un nuevo pacto constitucional de neto carácter federal, a la medida de la complejidad de nuestras realidades y de la historia que nos trajo a este momento crucial. No abrir paso a esa posibilidad sí es hacer de la Constitución del 78 pieza dogmática de un “régimen” que se cierra sobre sí en detrimento de un Estado que ha de reconstruirse, con efectiva voluntad de reconocimiento e inclusión, al servicio de los pueblos de España y de sus ciudadanas y ciudadanos. Es de esperar que la proliferación de banderas no ofusque ni la mirada crítica ni el sentir solidario, pues el andar a banderazos es atávico ritual que vale para alimentar emociones, pero no para compartir las buenas razones que reclama nuestra mejor pasión política.
"...la composición del Parlament [...] refleja fielmente la bipolarización de la sociedad catalana". Cierto, pero (aunque no se refleja en el Parlamento español porque PP+PSOE son caras de la misma moneda y por tanto no ha existido ni existe oposición) esa misma bipolarización existente en Catalunya existe también en el conjunto del país. Si mañana se diera en España la posibilidad de votar mediante referéndum cuestiones tan determinantes como el tipo de Estado (Monarquía o República, federación o confederación, etc.) dicha bipolarización se haría igualmente patente. O así me lo parece a mí.
ResponderEliminarSalud