“Retírese el Don Quijote de la Regeneración y del Progreso a su escondida aldea, a vivir oscuramente, sin molestar al pobre Sancho el bueno, el simbólico idiota, sin intentar civilizarle, dejándole que viva en paz y en gracia de Dios en su atraso e ignorancia. ¡En paz y en gracia de Dios! He aquí todo”.
Unamuno -El Caballero de la Triste Figura- / La vida es sueño
Unamuno -El Caballero de la Triste Figura- / La vida es sueño
En su artículo La independencia de España, Juan Antonio Molina alude a la necesidad de la izquierda de desvincularse y superar la lectura de país de la derecha. Decía Pierre Vilar en su célebre Historia de España que el problema peninsular no se encuentra en sus hechos diferenciales, sino en las razones por las cuales, en un momento dado, esta diversidad recobra conciencia de sí misma. “Pues yo, antes de romper España, prefiero que la independicen entera” señala una brillante viñeta de Spartaquez. Cabe, en efecto, preguntarse qué hubiera sido de la cáfila de intachables que secularmente ha gobernado este misterio universal llamado España si ésta hubiera resuelto, en algún momento, su particular ensayo ontológico.
Resulta muy significativo que una sociedad que demuestra tener tan inculcada -como no puede ser de otro modo-, la necesaria solidaridad interterritorial, nada tenga que decir respecto a la solidaridad intraterritorial, a la permanente erosión de la filosofía progresiva de sus impuestos directos, o a los niveles de corrupción que padece en relación a sus gobernantes. A ojos de la población, las regiones más prósperas han de contribuir, qué duda cabe, un poco más. Pero no parece, según la misma lógica, que aquellas minorías o grupos sociales que más tengan deban hacer lo propio. Diríase que el pueblo español sólo reacciona a sus recortes en orden a sus vecinos territoriales, pero en absoluto se plantea enmendar semejante verdad otorgada; más aún, continúa exonerando a sus elites, aquellas cuyo patriotismo es siempre metafísico. Como en los Santos Inocentes de Mario Camus, acaso seguimos encontrando consuelo en el nobiliario saludo desde el balcón. ¿Debe la Iglesia pagar impuestos?, ¿conservar sus asombrosas prerrogativas decimonónicas? ¿Importa que la corrupción cueste 85.000 millones de euros al año? ¿Importa que nuestros bancos no devuelvan lo malversado? ¿Importa que la Justicia española haya sentenciado que las actuaciones de este gobierno delictuoso “suponen la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos”? En España nada importa. Lo decía Ortega; nunca pasa nada. Dejemos, pues, a la población “vivir en paz y en gracia de Dios”. Tal es el reflejo de nuestra sociedad en su platónica caverna. ¿Es consciente el buen pueblo español de que su porvenir no depende tanto de hundirse con los demás, sino de transformar juntos las condiciones que le permitan hacer suya la gestión de su cosa pública? ¿Es consciente la sociedad de cuáles son las fuerzas antagónicas a las que debe combatir?, ¿o cree, víctima de su eterna perspectiva teológica, que aquellas no habitan sino en Cataluña?
La sociedad intuye que separada será más pobre. Sin saberlo, esgrime una bandera que deja de ser rojigualda para convertirse acaso en histórica, en científica; un insólito y abstracto materialismo estéril y horizontal, que no va más allá de abjurar del pendón banderizo del vecino. ¡Qué elites no desearían un pueblo así!
Resulta muy significativo que una sociedad que demuestra tener tan inculcada -como no puede ser de otro modo-, la necesaria solidaridad interterritorial, nada tenga que decir respecto a la solidaridad intraterritorial, a la permanente erosión de la filosofía progresiva de sus impuestos directos, o a los niveles de corrupción que padece en relación a sus gobernantes. A ojos de la población, las regiones más prósperas han de contribuir, qué duda cabe, un poco más. Pero no parece, según la misma lógica, que aquellas minorías o grupos sociales que más tengan deban hacer lo propio. Diríase que el pueblo español sólo reacciona a sus recortes en orden a sus vecinos territoriales, pero en absoluto se plantea enmendar semejante verdad otorgada; más aún, continúa exonerando a sus elites, aquellas cuyo patriotismo es siempre metafísico. Como en los Santos Inocentes de Mario Camus, acaso seguimos encontrando consuelo en el nobiliario saludo desde el balcón. ¿Debe la Iglesia pagar impuestos?, ¿conservar sus asombrosas prerrogativas decimonónicas? ¿Importa que la corrupción cueste 85.000 millones de euros al año? ¿Importa que nuestros bancos no devuelvan lo malversado? ¿Importa que la Justicia española haya sentenciado que las actuaciones de este gobierno delictuoso “suponen la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos”? En España nada importa. Lo decía Ortega; nunca pasa nada. Dejemos, pues, a la población “vivir en paz y en gracia de Dios”. Tal es el reflejo de nuestra sociedad en su platónica caverna. ¿Es consciente el buen pueblo español de que su porvenir no depende tanto de hundirse con los demás, sino de transformar juntos las condiciones que le permitan hacer suya la gestión de su cosa pública? ¿Es consciente la sociedad de cuáles son las fuerzas antagónicas a las que debe combatir?, ¿o cree, víctima de su eterna perspectiva teológica, que aquellas no habitan sino en Cataluña?
La sociedad intuye que separada será más pobre. Sin saberlo, esgrime una bandera que deja de ser rojigualda para convertirse acaso en histórica, en científica; un insólito y abstracto materialismo estéril y horizontal, que no va más allá de abjurar del pendón banderizo del vecino. ¡Qué elites no desearían un pueblo así!
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