¿La
Estelada emergió tolerada desde su
más pura esencia separatista?, ¿o acaso como una poderosa demanda de
alternativa política? Toca insistir en esta especificidad. Aquel espontáneo
millón y medio de personas que nutrieron la Diada de 2012 ¿eran todos conversos
secesionistas de la noche al día?, ¿o constituían una sociedad
transversal y descontenta que goza cultural e históricamente de un anclaje
alternativo al que poder aferrarse?
El súbito independentismo catalán no supo asimilar su derrota en la Autonómicas de 2015. Aquella apuesta plebiscitaria obtuvo la mayoría absoluta en el Parlament, pero sólo alcanzó el 48% de los votos emitidos. Josep Fontana, maestro de historiadores, ya advertía en entrevista a El País/Cat (5 oct. 2015) que en esas condiciones, los planteamientos independentistas no eran otra cosa que un salto al vacío.
La hoja de ruta siguió, no obstante, adelante. Era la manera en que la clase política tradicional catalana –alguno tan español en sus prácticas como el secular adversario– se veía obligada a concretar no ya una poderosa exigencia de regeneración; también su redención política. Para un PDeCAT en plena expiación pujolista, embarcarse en dicha apuesta era la forma de eludir la debacle electoral. En ERC, la nueva empresa continuaría preludiando un sorpasso histórico. Coadyuvó a la tarea un actor tan necesario como incapaz en términos analíticos de arrogarse la esencia del catalanismo: las CUP terminaban por definir la especificidad del proyecto. La notable articulación civil de la sociedad haría el resto. Ciertamente se dieron todos los condicionantes; incluidas las urgencias estratégicas de un gobierno central enfangado hasta el cuello en sus nobles hábitos y cuyo entramado corrupto es calificado por la propia Justicia española como “organización criminal” en alguna de sus causas más notorias.
Todo proceso independentista requiere, de entrada, del más amplio consenso. Contemplar ciertos derroteros del Procés ha resultado no ya grotesco; también impropio del catalanismo. Diríase que lo que se agota es una cierta gratuidad política, cierto envite temperamental que tradicionalmente ha caracterizado los rasgos del nacionalismo vasco o del más genuino casticismo castellano, pero nunca el carácter catalán. Toca repliegue y autocrítica. Puigdemont y ERC revisan su discurso en clave posibilista y ello es de celebrar.
Un entendimiento impostergable
La deriva del Procés ha resultado triste y dolorosa. Las condiciones de posibilidad del catalanismo pasan por regresar a lo que no debe nunca dejar de ser: una gran mayoría civil y social. Lo ocurrido, lejos de quebrarlo, deberá servir, más pronto que tarde, para reorientarlo y vigorizarlo. Si PSOE y UP se ven en tantos apuros a la hora de trenzar sus relatos respecto a PSC y Podem es, precisamente, porque Cataluña ha conformado siempre un sol poble. No son las pretensiones del 48% sino las que descansan en 3/4 partes de la sociedad catalana las que deben considerarse, no despreciarse.
Las próximas elecciones deberían deparar, ante todo, una predisposición al diálogo. Si la aventura independentista ha constituido un error palmario, el reproche a toda esta situación no debería recaer únicamente en sus actores. Conocidos son los motivos por los que se ha llegado hasta aquí y no deberían solaparse. Toca ahora demostrar verdadera responsabilidad de Estado, atávica carencia. Contemplar todo este escenario como una oportunidad para acentuar la actual regresión autonómica sería otro grave error.
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