En 1511 un joven Juan Luis Vives era lanzado por su padre al extranjero buscando garantizar su seguridad. No se equivocaba su progenitor, quemado vivo años más tarde. La madre de Vives, fallecida en 1508, sería desenterrada para quemar sus restos. En realidad, los judíos insinceros, perseguidos desde 1492, llevaban casi dos décadas buscando esquivar la represión católica. Una nueva amenaza a la ortodoxia estaba a punto de nacer. En 1517 Lutero daba forma a un primer argumentario reformista que se propagaría, bajo diversas formas, por toda Europa.
Vives, amigo de Erasmo y Tomás Moro, desarrollaría toda su obra en el extranjero. Evidentemente, no se le pasaría por la cabeza volver. Tampoco a los hermanos Valdés. Tras publicar su erasmista Diálogo de Doctrina Christiana, Juan de Valdés, de alumbradas amistades, optaba por largarse a Italia antes de ser procesado. Su hermano, Alfonso de Valdés, secretario nada menos que del emperador, y partidario de la entente con los protestantes en tanto fuera posible, moriría (1532) también en el exilio. Para entonces la Inquisición ya había prohibido cualquier tipo de publicación reformista. La sospechosa Universidad de Alcalá era igualmente purgada. Juan de Vergara, uno de sus más prestigiosos catedráticos, encerrado por tres lustros en las cárceles del Santo Oficio.
El emperador fallecía en Yuste exhortando a sus hijos a la represión. Si el conflicto entre reformistas y católicos dirimía la política continental, criticar los abusos del catolicismo o condenar su degradación era al tiempo la única manera posible de intentar regenerarlo. En la Península, los selectos focos reformistas que reclamaban un cristianismo más honrado y acorde a las Escrituras, sólo podían provenir de ciertos grupos que, precisamente por pertenecer al entorno de la corte o integrar la diplomacia hispánica, habían tenido ocasión de viajar y conocer la realidad europea. Todos serían destruídos.
Con Felipe aún en Flandes, el 29 de mayo de 1559, se celebraba en Valladolid un multitudinario Auto de fe presidido por su hermana, la regente Juana, y el príncipe Carlos. Lejos de los desdichados de costumbre, la multitud se agolpaba para presenciar un insólito espectáculo: los condenados eran distinguidos miembros del organigrama real; altos funcionarios, laicos acólitos a palacio, clérigos, monjas... Algunos como el doctor Agustín Cazalla, hasta buenos conocidos del rey. Cazalla había sido capellán del emperador en sus viajes por Europa; posteriormente había hecho lo propio con Felipe. El holocausto sumaba aquel día treinta víctimas, catorce en la hoguera, incluidos Cazalla, su hermano y hermana.
Felipe II regresaba cuatro meses después. El 8 de octubre, la multitud tenía ocasión de volver a observar al titular de la Monarquía hispánica. El hijo español del emperador –rey desde hace tres años tras renuncia Carlos–, inauguraba simbólicamente su reinado presidiendo un nuevo Auto de fe idéntico al celebrado cinco meses antes. Camino de la hoguera, el corregidor de Toro, Carlos de Seso, tenía tiempo de recriminar en grito al monarca: “¿Cómo podéis permitir que esto suceda?” Para sorpresa de todos, el rey católico respondía a su comisionado desde la presidencia: “¡Traería leña para quemar a mi propio hijo si fuere tan malo como vos!” El balance de aquel día se saldaba con otras treinta víctimas, doce quemadas en la hoguera, entre ellas cuatro monjas.
Tras purgar Valladolid, tocaba Sevilla. Varios Autos de fe en la capital hispalense terminarían por erradicar el otro importante foco reformista surgido al calor de estos selectos grupos. En apenas dos años, la amenaza protestante quedaba extirpada para siempre en la Península.
En 1563 el concilio de Trento se clausuraba con la firme decisión de ofrecer una batalla imposible: Sacro Imperio y Monarquía hispánica –Habsburgos austriacos y, ahora también, españoles– se lanzaban, junto al Papado, a intentar aplastar una ya incontenible realidad, amenazadora de sus intereses por toda Europa. Frente a la Reforma, la Contrarreforma suponía algo más que el gran contraataque católico; era también una contrarrevolución en clave feudal y absolutista frente a los primeros procesos constituyentes que muy pronto comenzarían a alumbrar en el Continente.
Para entonces, las Españas –inicialmente Castilla–, ya habían certificado el más siniestro oscurantismo. El celo inquisitorial llegaría a decretar el regreso de aquellas escogidas elites de estudiantes en el extranjero, a menos que permanecieran en las cuatro universidades católicas expresamente reconocidas por la Monarquía: Roma, Nápoles, Bolonia y Coímbra. Quedaban de igual modo prohíbidas todo tipo de lecturas extranjeras. Disposiciones que pasarían a extenderse, años más tarde, a los distintos reinos de la corona de Aragón.
Anécdotas ilustrativas del furor imperante, la prisión de fray Luis de León (1572) por criticar la versión latina de la Biblia –Vulgata– y ocurrírsele traducir el sensual Cantar de los Cantares, o las denuncias contra una apasionada Teresa de Jesús. “Aquí la envidia y la mentira me tuvieron encerrado” escribiría fray Luis al despedirse de la cárcel.
Vives, amigo de Erasmo y Tomás Moro, desarrollaría toda su obra en el extranjero. Evidentemente, no se le pasaría por la cabeza volver. Tampoco a los hermanos Valdés. Tras publicar su erasmista Diálogo de Doctrina Christiana, Juan de Valdés, de alumbradas amistades, optaba por largarse a Italia antes de ser procesado. Su hermano, Alfonso de Valdés, secretario nada menos que del emperador, y partidario de la entente con los protestantes en tanto fuera posible, moriría (1532) también en el exilio. Para entonces la Inquisición ya había prohibido cualquier tipo de publicación reformista. La sospechosa Universidad de Alcalá era igualmente purgada. Juan de Vergara, uno de sus más prestigiosos catedráticos, encerrado por tres lustros en las cárceles del Santo Oficio.
El emperador fallecía en Yuste exhortando a sus hijos a la represión. Si el conflicto entre reformistas y católicos dirimía la política continental, criticar los abusos del catolicismo o condenar su degradación era al tiempo la única manera posible de intentar regenerarlo. En la Península, los selectos focos reformistas que reclamaban un cristianismo más honrado y acorde a las Escrituras, sólo podían provenir de ciertos grupos que, precisamente por pertenecer al entorno de la corte o integrar la diplomacia hispánica, habían tenido ocasión de viajar y conocer la realidad europea. Todos serían destruídos.
Con Felipe aún en Flandes, el 29 de mayo de 1559, se celebraba en Valladolid un multitudinario Auto de fe presidido por su hermana, la regente Juana, y el príncipe Carlos. Lejos de los desdichados de costumbre, la multitud se agolpaba para presenciar un insólito espectáculo: los condenados eran distinguidos miembros del organigrama real; altos funcionarios, laicos acólitos a palacio, clérigos, monjas... Algunos como el doctor Agustín Cazalla, hasta buenos conocidos del rey. Cazalla había sido capellán del emperador en sus viajes por Europa; posteriormente había hecho lo propio con Felipe. El holocausto sumaba aquel día treinta víctimas, catorce en la hoguera, incluidos Cazalla, su hermano y hermana.
Felipe II regresaba cuatro meses después. El 8 de octubre, la multitud tenía ocasión de volver a observar al titular de la Monarquía hispánica. El hijo español del emperador –rey desde hace tres años tras renuncia Carlos–, inauguraba simbólicamente su reinado presidiendo un nuevo Auto de fe idéntico al celebrado cinco meses antes. Camino de la hoguera, el corregidor de Toro, Carlos de Seso, tenía tiempo de recriminar en grito al monarca: “¿Cómo podéis permitir que esto suceda?” Para sorpresa de todos, el rey católico respondía a su comisionado desde la presidencia: “¡Traería leña para quemar a mi propio hijo si fuere tan malo como vos!” El balance de aquel día se saldaba con otras treinta víctimas, doce quemadas en la hoguera, entre ellas cuatro monjas.
Tras purgar Valladolid, tocaba Sevilla. Varios Autos de fe en la capital hispalense terminarían por erradicar el otro importante foco reformista surgido al calor de estos selectos grupos. En apenas dos años, la amenaza protestante quedaba extirpada para siempre en la Península.
En 1563 el concilio de Trento se clausuraba con la firme decisión de ofrecer una batalla imposible: Sacro Imperio y Monarquía hispánica –Habsburgos austriacos y, ahora también, españoles– se lanzaban, junto al Papado, a intentar aplastar una ya incontenible realidad, amenazadora de sus intereses por toda Europa. Frente a la Reforma, la Contrarreforma suponía algo más que el gran contraataque católico; era también una contrarrevolución en clave feudal y absolutista frente a los primeros procesos constituyentes que muy pronto comenzarían a alumbrar en el Continente.
Para entonces, las Españas –inicialmente Castilla–, ya habían certificado el más siniestro oscurantismo. El celo inquisitorial llegaría a decretar el regreso de aquellas escogidas elites de estudiantes en el extranjero, a menos que permanecieran en las cuatro universidades católicas expresamente reconocidas por la Monarquía: Roma, Nápoles, Bolonia y Coímbra. Quedaban de igual modo prohíbidas todo tipo de lecturas extranjeras. Disposiciones que pasarían a extenderse, años más tarde, a los distintos reinos de la corona de Aragón.
Anécdotas ilustrativas del furor imperante, la prisión de fray Luis de León (1572) por criticar la versión latina de la Biblia –Vulgata– y ocurrírsele traducir el sensual Cantar de los Cantares, o las denuncias contra una apasionada Teresa de Jesús. “Aquí la envidia y la mentira me tuvieron encerrado” escribiría fray Luis al despedirse de la cárcel.