
Escribe Ortega en La deshumanización del arte: “Actúa, pues, la obra de arte como un poder social que crea dos grupos
antagónicos, que separa y selecciona, en el montón informe de la muchedumbre,
dos castas diferentes de hombres”. No tarda en llegar el primer trampantojo, marca de la casa: “No se trata de que a la mayoría del público no
le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la
masa, no la entiende”. De entrada, Ortega sitúa a su recurrente egregia minoría como única receptora óptima,
capaz de comprender la obra moderna. Emergen dos castas o clases de hombres: “los que la entienden, los más capaces, y los
que no la entienden (...) Unos poseen un órgano de comprensión negado, por
tanto, a los otros; el arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como
el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente
dotada”.
Ortega conjuga sus ocurrencias, que diría Azaña, con sus cautelas ante el convulso tiempo que se cierne: pujante rebelión
de masas agitadas por una audaz burguesía constructora: “Se acerca el tiempo en
que la sociedad volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o
rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares”. El pensador escribe estas líneas en 1925; son los años de la dictadura Alfonsina; ya entonces se vislumbra
el colapso del régimen. ¿Pero hasta qué punto el arte entraña sociología?
“España no existe como nación; construyamos España” había afirmado el filósofo
en Bilbao hacía una década, en 1914. Ortega extraña un relato nacional. Tiene claro, ya entonces, que no hay hechos, sino
interpretaciones. Así pues, huérfano de relato, urge velar al máximo por los mimbres capaces de instaurarlo: la prescripción intelectual, la Educación, los medios de comunicación, y, claro está, la Cultura en todas sus formas. ¿Pero puede dicha Cultura transformarse al punto de diluir sus más
esenciales referencias? Más aún, ¿pueden las clases dirigentes perder las
riendas del relato cultural que secularmente contribuye a sostenerlas y hasta legitimarlas?
Frente a la amenazante burguesía constructora, Ortega contempla su sonrojante antagónico:
una intolerante Iglesia, celosa de sus privilegios; un ejército de
inmisericordes africanistas, y una asilvestrada clase terrateniente, de
comprensión feudal, que resuelve el hambre del campesinado con sindicatos de
pistoleros. Esos son sus patricios; esa es, no hay otra, su egregia minoría
directora.
Ojo avizor, el gran ilusionista busca dar la voz de alarma respecto a
una insondable impronta cultural, capaz acaso de desafiar las coordenadas políticas
del histórico casticismo rector. Hablando en plata, Ortega busca, en fin, prevenir
al integrista cardenal, al obtuso general, al tosco terrateniente... Si se nos permite la licencia: no importa que las modernas variantes
artísticas te resulten irrelevantes o desconcierten; finge; aparenta incluso su
adecuada comprensión; en tanto elemento cultural, procede apropiarse de toda
vanguardia; no te distancies de ningún potencial significante; al contrario,
asume la necesaria impostura estética que acaso habrá de revestir y justificar
en breve el tradicional inmovilismo; quién sabe si hasta la reacción.
Si la moribunda fantasmagoría turnista comenzó
a desmoronarse con la elevación al trono de Alfonso XIII, nada iba a contribuir más en pro de la República que el régimen del rey-niñato, incompatible
a todas luces con el decoro político. En puertas del colapso Alfonsino ya no quedaba otro remedio que mudar al republicanismo. Alude Baroja a Ortega en sus
Memorias: “Me dijo que la vida de la monarquía era cuestión de meses, y que el
que tuviera un poco de sentido político debía estar atento”. El gran denunciante ya no podía quedarse atrás: Delenda est Monarchia. Pero he aquí un gobierno republicano de carácter liberal que resulta, por vez primera desde 1833, en verdad reformista. El 9 de septiembre de 1931, con su artículo Un aldabonazo, transcurridos apenas cinco meses desde la proclamación de la República, y con el moderado gobierno de Concentración aún vigente, el laico republicano Ortega no tardaba en arremeter contra la recién nacida democracia española sin ser capaz siquiera de justificar sus objeciones, en el más ridículo acaso de los textos de toda su carrera.
La platónica denuncia orteguiana, no persiguió nunca otra cosa que recrearse en su propia vanidad. Con la Guerra Civil, el tradicionalismo cancerbero
volvía a restaurar su dictadura. Escribe un conservador honesto como Miguel Maura
en su imprescindible Así Cayó...: “Desde
el día siguiente al 14 de abril un puñado de monárquicos exaltados traman la
conspiración armada contra la República, que cristaliza, primero, en el 10 de
agosto del 32, y luego en el alzamiento del 36. No se dan reposo en su labor.
Ponen en ella cuanto tienen (…) Así son y así serán, quizá siempre, las
derechas españolas. Su clima ideal fue siempre la dictadura. Un contratista de
su tranquilidad, que les garantice, sin el menor esfuerzo por su parte, el uso
y, sobre todo, el abuso de sus privilegios ancestrales, desterrados ya del
mundo civilizado”. Como ellas, también el aristocrático Ortega se mostraría incapaz de asimilar la democracia; menos aún, una idea de España que no fuera la suya. Con la victoria
franquista y la derrota del fascismo y el nazismo, la confirmación del
tibetanismo nacional-católico. A él regresaba Ortega un verano de 1945
descubriendo una España siniestra y oscura. De la fantasmagoría turnista a la espectral.
En su clásico El Maestro en el erial,
a Gregorio Morán le basta una frase para condensar el momento de verdad
existencial del gran impostor: “Aquel gran denunciante de la vieja política
desarrollaría el resto de su obra en un acomodaticio y plácido silencio hasta
fallecer en 1955”.
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