En
1823 un nuevo ejército francés comandado por el duque de Angulema volvía a
invadir la península sepultando el denominado Trienio liberal (1820-1823) establecido a partir de la Revolución de Riego. Si en 1814 fueron banderas inglesas las que escoltaron el regreso de Fernando a Madrid, ahora serían las francesas.
La misma España que aún se jactaba de haber derrotado a los franceses, festejaba con alborozo su expulsión, y seguía recordando en las parroquias aquel coraje, acataba ahora en silencio, nueve años después, una nueva invasión francesa en clave reaccionaria. Bien financiado por la reacción europea, el nuevo ejército tomaba la península sin violencia ni oposición alguna. La razón era obvia: monarquía, Iglesia y nobleza perseguían la restauración. "Las redes clericales que movilizaron al pueblo en 1808 ya no quisieron hacerlo en 1823" señala Álvarez Junco. Los curas que antes apelaron a la guerra contra el Anticristo bonapartista, indicaban ahora en cada pueblo, en cada parroquia, en cada misa, cuál debía ser la actitud de sus feligreses hacia un nuevo ejército que paga cuanto consume allá donde llega.
Existía, además, otra razón de peso por la que el pueblo español acataría sin rechistar las nuevas indicaciones de sus elites. El proceso revolucionario de Cádiz “pasó sin que el pueblo hubiese adquirido un palmo de terreno” apunta Joaquín Costa. En Francia, clero y nobleza tuvieron que soportar una gran reforma nacional de la tierra; las vastas posesiones feudales fueron expropiadas y repartidas entre el campesinado. Tras la Revolución, los antiguos dueños de la tierra se toparon con un grave problema: cada campesino francés defendía ahora su pequeña parcela de terreno. Nada de ello pasó en España, donde se respetaron todas las propiedades feudales, eliminándose exclusivamente la vieja jurisdicción. Los vasallos se convirtieron así en potencial mano de obra. Los viejos dueños -señoríos nobiliarios y eclesiasticos de toda índole-, en terratenientes y potenciales grandes empresarios.
Tras la restauración impuesta al regreso del Deseado Fernando (1814) y el paréntesis surgido con el denominado Trienio liberal (1820-23), los Cien mil hijos de San Luis volvían a imponer las viejas leyes, el oscurantismo y el terror, en connivencia con el patriotismo dirigente. Si en Francia la hegemonía de la burguesía había desplegado sus efectos durante un cuarto de siglo, el pueblo español, al contrario que el francés, nada tenía que defender. Una vez más, serían los grupos sociales dominantes, los que continuarían arrogándose el único sentido del patriotismo posible; aquel estrictamente vinculado a la defensa de sus intereses. Las grandes líneas de Josep Fontana en su obra La Crisis del Antiguo Regimén (1808-33) respecto a las sesiones gaditanas se antojan una inestimable aproximación a la gestación de aquella realidad. He aquí un extracto:
La misma España que aún se jactaba de haber derrotado a los franceses, festejaba con alborozo su expulsión, y seguía recordando en las parroquias aquel coraje, acataba ahora en silencio, nueve años después, una nueva invasión francesa en clave reaccionaria. Bien financiado por la reacción europea, el nuevo ejército tomaba la península sin violencia ni oposición alguna. La razón era obvia: monarquía, Iglesia y nobleza perseguían la restauración. "Las redes clericales que movilizaron al pueblo en 1808 ya no quisieron hacerlo en 1823" señala Álvarez Junco. Los curas que antes apelaron a la guerra contra el Anticristo bonapartista, indicaban ahora en cada pueblo, en cada parroquia, en cada misa, cuál debía ser la actitud de sus feligreses hacia un nuevo ejército que paga cuanto consume allá donde llega.
Existía, además, otra razón de peso por la que el pueblo español acataría sin rechistar las nuevas indicaciones de sus elites. El proceso revolucionario de Cádiz “pasó sin que el pueblo hubiese adquirido un palmo de terreno” apunta Joaquín Costa. En Francia, clero y nobleza tuvieron que soportar una gran reforma nacional de la tierra; las vastas posesiones feudales fueron expropiadas y repartidas entre el campesinado. Tras la Revolución, los antiguos dueños de la tierra se toparon con un grave problema: cada campesino francés defendía ahora su pequeña parcela de terreno. Nada de ello pasó en España, donde se respetaron todas las propiedades feudales, eliminándose exclusivamente la vieja jurisdicción. Los vasallos se convirtieron así en potencial mano de obra. Los viejos dueños -señoríos nobiliarios y eclesiasticos de toda índole-, en terratenientes y potenciales grandes empresarios.
Tras la restauración impuesta al regreso del Deseado Fernando (1814) y el paréntesis surgido con el denominado Trienio liberal (1820-23), los Cien mil hijos de San Luis volvían a imponer las viejas leyes, el oscurantismo y el terror, en connivencia con el patriotismo dirigente. Si en Francia la hegemonía de la burguesía había desplegado sus efectos durante un cuarto de siglo, el pueblo español, al contrario que el francés, nada tenía que defender. Una vez más, serían los grupos sociales dominantes, los que continuarían arrogándose el único sentido del patriotismo posible; aquel estrictamente vinculado a la defensa de sus intereses. Las grandes líneas de Josep Fontana en su obra La Crisis del Antiguo Regimén (1808-33) respecto a las sesiones gaditanas se antojan una inestimable aproximación a la gestación de aquella realidad. He aquí un extracto:
“Cuando acudimos a los textos legales descubrimos una
realidad mucho más modesta: una abolición del régimen señorial que dejaba en
pie el diezmo y favorecía a los señores, que pudieron convertir sus derechos
feudales en títulos de propiedad plena de la tierra, despojando a los
campesinos; una libertad de imprenta que no tocaba a la esfera de lo religioso
y que hacía posible que cualquier autor fuese a parar a la cárcel, una vez
sometida su obra a los tribunales de censura; una constitución que confirmaba
que el catolicismo había de ser la única y exclusiva religión de los españoles
“perpetuamente”; una pretendida abolición de la Inquisición que permitía que
subsistieses tribunales eclesiásticos ante los que se podía denunciar a
cualquier ciudadano por herejía, hasta el punto que Argüelles reconoce que a lo
más que se atrevieron fue a suplicar a los eclesiásticos que “procurasen
conservar la pureza de la religión por medios más suaves (…) que los de
atormentar bárbaramente y quemar vivos a los que prevaricasen en la fe o no ose
conformasen con sus opiniones o doctrinas (…).
La Revolución francesa fue una revolución social: el
derrocamiento por la violencia del viejo orden feudal, efectuado, bajo la
dirección de la burguesía, por las clases populares urbanas, y radicalizado por
un proceso paralelo de revolución campesina. Su objeto era la transformación de
la organización social: abolió realmente el feudalismo –no sólo en sus aspectos
más externos y simbólicos, como se haría en España–, dio tierra a los
campesinos, estableció las libertades de expresión y de conciencia y barrió
toda la superestructura del pasado.
En la España de 1808 hubo, ante todo, un levantamiento
popular contra un invasor extranjero, que dio lugar, por la inacción o la
complicidad de las viejas clases dirigentes, a la constitución de un poder
revolucionario. Pero las propias clases dirigentes tomaron parte en este
proceso e impidieron su radicalización. Los diputados más exaltados de Cádiz
serán propietarios feudales como el conde de Toreno o sacerdotes como Muñoz
Torrero. Hombres que, ante las coacciones de los sectores más retrógrados, se
avinieron rápidamente a pactar. Querían cambiar el país, pero no por la
violencia, a la manera que en Francia, sino proponiendo soluciones razonables y
moderadas, que todos pudieran aceptar”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario