17 mar 2022

Manuel Azaña: "Paz, Piedad, Perdón". Discurso pronunciado el 18 de julio de 1938.

Foto: Pérez de Rojas; Arxìu Fotografic de Barcelona
 "Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de  energías, se comprobará  una  vez  más  lo  que  nunca  debió  ser desconocido  por  los  que  lo desconocieron:  que  todos  somos  hijos  del  mismo  sol  y  tributarios del mismo  arroyo.  Ahí  está  la base  de  la  nacionalidad  y  la  raíz  del  sentimiento  patriótico,  no  en  un  dogma  que  excluya  de  la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico  de  la  nación  y  del  Estado!"

 El 18 de julio de 1938, Manuel Azaña, presidente de la II República española, era ovacionado en el Ajuntament de Barcelona a la conclusión del que, a la postre, resultaría su último discurso público en calidad de jefe de Estado.




 (Min. 1.10') A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste (…) Al cabo de dos años, en que todos mis pensamientos políticos, como los vuestros; en que todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de patriota, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: en un banderizo obtuso, fanático y cerril (…)

 (Min. 4.40') Lo que importa es tener razón, y después de tener razón, importa casi tanto saber defenderla; porque sería triste cosa que, teniendo razón, pareciese como si la hubiésemos perdido a fuerza de palabras locas y de hechos reprobables. Es seguro que, a la larga, la verdad y la justicia se abren paso; mas, para que se lo abran, es indispensable que la verdad se depure y se acendre en lo íntimo de la conciencia y se acicale bajo la lima de un juicio independiente y que salga a la luz con el respaldo y el seguro de una responsabilidad. He deseado y procurado siempre que todos lo hagan así.  El derecho de enjuiciar públicamente subsiste a pesar de la guerra (…)

  (Min. 16.50´) He tenido ocasión de decir ya, meses hace, que limitar la guerra de España es obligación de los demás, porque no hemos sido nosotros quienes han extendido la guerra de España a los intereses de otras potencias; que incumbe a los demás limitar la guerra de España. Nosotros no tenemos medios de impedir que desembarquen en España los millares de hombres y los millares y millares de toneladas de material de guerra de Italia y Alemania. Incumbe a los demás limitar la guerra de España; extinguir la guerra de España incumbe a los españoles; pero les incumbe, les incumbirá cuando haya desaparecido de la Península el padrón de ignominia que supone la presencia de los ejércitos extranjeros luchando contra los españoles, antes no.

 (Min. 20.10’) Yo añado ahora que limitar la guerra de España, si en efecto se limita, es extinguirla, porque la guerra de España está única y exclusivamente mantenida por la invasión extranjera.

 (Min. 26.05’) A los españoles se les dice que esta invasión es la piedra angular de un nuevo imperio (...) Cuando la corona de España aspiraba y casi conseguía el dominio universal, los españoles iban a guerrear a Lombardía y a Nápoles, saqueaban a Roma, ponían preso al Papa, y sojuzgaban a los italianos, seguramente sin ningún derecho y con excesiva dureza, pero los sojuzgaban, y no se les ocurría traer a los italianos a España a matar españoles en las orillas del Tajo y del Ebro a titulo de la fundación del imperio español (...) Caso como éste, no tiene semejanza en la historia contemporánea de Europa. Para encontrar algo que se le parezca hay que recordar las guerras civiles del siglo XVI y del siglo XVII, en que, so capa de guerra religiosa, se disputaba realmente el predominio político sobre el continente. Entonces, los españoles, soldados de un imperio, hacían en Francia exactamente el mismo papel que hacen ahora en España los alemanes y los italianos, pero a los ligueros católicos franceses que cooperaban con los ejércitos invasores de España en Francia, no se les ocurría decir que estaban fundando un imperio francés (...)

 (Min. 29.35’) Para nosotros, la salida de los invasores de España es una cuestión de honra (…) porque ninguna nación puede vivir decorosamente ni tiene derecho al respeto ni a la amistad de las demás, si ha perdido la honra y la libertad (…)

 (Min. 30.50’) Es un hecho indiscutible que el pronunciamiento militar fracasó; fracasó a las 48 horas, y estos dos años en que el poderoso concurso en hombres y material –más importante quizá el del material que el de los hombres– de Alemania y de Italia y la numerosa presencia de la morisma no han bastado para derrocar por la fuerza a la República, están probando qué habría sido del pronunciamiento y de la guerra civil subsiguiente sin el auxilio exterior.

  (Min. 32.15’) En la base del ataque armado contra la República había, entre otros, unos errores que conviene señalar. Había, en primer término, un error de información, abultado y explotado por la propaganda: el error de creer que nuestro país estaba en vísperas de sufrir una insurrección comunista. Todos sabemos el origen de esa patraña (…) La lógica hubiera prescrito que ante una amenaza de este tipo o de otro semejante contra el Estado republicano y contra el Estado español, que no era comunista, ni estaba en vías de serlo, de alto a abajo, ni en los costados, todas esas fuerzas políticas y sociales amedrentadas por esa supuesta amenaza, se hubieran agrupado en torno del Estado para defenderlo, hubieran hecho el cuadro en torno suyo, porque al fin y al cabo era un Estado burgués, pero, lejos de eso, lo cual prueba la falsedad de la tesis, en lugar de defenderlo lo asaltaron (…) Y derivado de ese error, otro todavía más grave: el error de suponer que el pueblo español, atacado por sorpresa, no sabría ni podría ni querría defenderse (…) El enemigo de un español es siempre otro español. Al español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba (…)

 (Min. 37.15’) Y ya estáis viendo, ya estarán viendo el cuadro: el triunfo… en las nubes; cientos de miles de muertos; ciudades ilustres y pueblos humildísimos, desaparecidos del mapa, lo más sano del ahorro nacional, convertido en humo; los odios, enconados hasta la perversidad; hábitos de trabajo perdidos; instrumentos de trabajo desaparecidos; la riqueza nacional, comprometida para dos generaciones (…)

 (Min. 38.35’) El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses nacionales son solidarios, y, donde uno quiebra, todos los demás se precipitan en pos de su ruina y lo mismo le alcanza al proletario que al burgués, al republicano que al fascista (…)

 (Min.41.30’) ¡Y cuántos, cuántos, y no de los menores, darían algo bueno por volver al mes de junio de 1936, y lo pasado, pasado y que se borrase esta pesadilla y, sobre todo, que se borrase la responsabilidad de haberla desencadenado! La guerra civil está agotada en sus móviles porque ha dado exactamente todo lo contrario de lo que se proponían sacar de ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno, ni una guerra contra los gobiernos republicanos, ni siquiera una guerra contra un sistema político: es  una  guerra  contra  la  nación  española  entera,  incluso  contra  los  propios fascistas,  en  cuanto  españoles,  porque  será  la  nación entera  quien  la  sufra  en  su  cuerpo  y  en  su alma.

 Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiese sido revelado en  una  zarza  ardiente,  tiene  derecho,  para  conquistar  el  poder,  a  someter  a  su  país  al  horrendo martirio  que  está  sufriendo  España.  La  magnitud  del  dislate,  el  gigantesco  error,  se  mide  más fácilmente  con  una  consideración  dramática,  casi  vulgar.  Hace  dos  años  que  empezó  este  drama, motivado  aparentemente  en  el  orden  político  por  no  querer  respetar  los  resultados  del  sufragio universal en el mes de febrero de 1936. Han pasado dos años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad de   las   situaciones   políticas   en   España   y   con   las   fluctuaciones   propias   de   las   instituciones democráticas y de las variantes de la voluntad del sufragio popular, si en vez de cometer esta locura, se hubiera seguido en el régimen normal, a estas horas es casi seguro que estaríamos en vísperas de una  nueva  consulta  electoral,  en  la  cual  todos  los  españoles  libremente  podrían  probar  sus  fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio ha sido éste de desencadenar la guerra civil en España?

 (Min. 47.10’) Hace más de año y medio, en aquellos días rudísimos, alcé la voz en Valencia para recordar a todos que el Estado republicano sostiene la guerra porque se la hacen; que nuestros fines de Estado eran restaurar en España la paz y un régimen liberal para todos los españoles; que nosotros no soportaremos ningún despotismo ni de un hombre, ni de un grupo, ni de un partido, ni de una clase (…) que no es aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario, exterminio ilícito y, además imposible (…) porque por mucho que se maten los españoles unos contra otros, todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de resignarse –si éste es el vocablo– a seguir viviendo juntos, si ha de continuar viviendo la nación (…)

 (Min. 50.45’) Este ejército que, con su tesón, con su espíritu de sacrificio, con su terrible aprendizaje, está formando y ha formado el escudo necesario para que, entre tanto, la verdad y la justicia se abran paso en el mundo, forja con sus puños y calienta con su sangre el arquetipo de una nación libre. Su causa, por española que sea, tiene una repercusión en todo el mundo. Hacia ellos va no sólo nuestra admiración, sino nuestro profundo respeto. Tejed con vuestro aplauso la corona cívica que merece su ejemplar ciudadanía.

 (Min. 54.40’) Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de  energías,  cuando  puedan  emplear  en  esa  obra  sus  energías  juveniles  que,  por  lo  visto,  son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirá la gloria siniestra y dolorosa de la guerra.  Y  entonces  se  comprobará  una  vez  más  lo  que  nunca  debió  ser  desconocido  por  los  que  lo desconocieron:  que  todos  somos  hijos  del  mismo  sol  y  tributarios  del  mismo  arroyo.  Ahí  está  la base  de  la  nacionalidad  y  la  raíz  del  sentimiento  patriótico,  no  en  un  dogma  que  excluya  de  la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico  de  la  nación  y  del  Estado!  Nosotros  vemos  en  la  patria  una  libertad, fundiendo en ella, no sólo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, sino todo  el  patrimonio  moral  acumulado  por  los  españoles  en  veinte  siglos  y  que  constituye  el  título grandioso de nuestra civilización en el mundo.

 Habla de reconstitución el Gobierno. Y, en efecto, reconstitución en todo aquello que atañe al  cuerpo  físico  de  la  nación:  a  las  obras,  a  los  instrumentos  de  trabajo, etcétera;  pero  hay  otro capítulo, en otro orden de cosas, en que no podrá haber reconstrucción; tendrá que ser construcción desde los cimientos, nueva. Y esto, por motivos, por causas que no dependen de la voluntad de los hombres  ni  de  los  programas  políticos,  ni  de  las  aspiraciones  de  nadie.  En  primer  lugar, la conmoción que  ha producido  la  guerra, echando  por  el  suelo todas las convenciones sociales  en vigor (no me refiero a las convenciones de tipo jurídico, sino a las convenciones de la vida social, del trato entre los hombres), echándolas por el suelo y  poniendo  a  cada  cual  en  el  trance  terrible  de optar entre la vida y la muerte. Todo el mundo, altos y  bajos, han mostrado ya, sin disfraz, lo que llevan dentro, lo que realmente son, lo que realmente eran. De suerte que hemos llegado, por causas no  precisamente  de  las operaciones militares,  sino  de  toda la conmoción que  ha  producido y produce la guerra, a una especie de valle de Josafat, como después del acabamiento del mundo, en el  que  nadie  puede  engañarse  ni engañarnos: todos sabemos ya quiénes éramos  todos.  Muchos  se han engrandecido. ¡Dichoso el que muere antes de haber enseñado el límite de su grandeza! Muchos no han muerto, por  desgracia para  ellos. Esta situación de  orden  moral  creará  en  el  porvenir  de España una situación, digamos, incómoda, porque, en  efecto, es difícil  vivir en una sociedad sin disfraz,  y  cada  cual  tendrá  delante ese espejo mágico, donde ya  no  se  verá  con  la  fisonomía  del mañana,  sino  donde,  siempre  que  se  mire,  encontrará  lo  que  ha  sido,  lo  que  ha  hecho  y  lo  que  ha dicho  durante  la  guerra.  Y  nadie  lo  podrá  olvidar,  como  no  se  pueden  olvidar  los  rasgos  de  una persona.

 Además  de  este  fenómeno,  de  muchas  y  muy  dilatadas  y  profundas  consecuencias,  como probará  el  porvenir;  además  de  este  fenómeno  de  orden  psicológico  y moral  respecto  de  las personas,  hay  otro  mucho  más  importante.  Nunca  ha  sabido  nadie  ni  ha  podido  predecir  nadie  lo que se funda con una guerra; ¡nunca! Las guerras, y sobre todo las guerras civiles, se promueven o se  desencadenan  con  estos  propósitos,  hasta  donde  llega  la  agudeza,  el  ingenio  o  el  talento  de  las personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuáles van a ser sus  profundas  repercusiones  en  el  orden  social  y  en  el  orden  político  y  en  la  vida  moral  de  los interesados en la guerra. Conste que la guerra no consiste sólo en las operaciones militares, ni en los movimientos  de  los  ejércitos,  ni  en  las  batallas.  No;  eso  es  el  signo  y  la  demostración  de  otra  cosa mucho más profunda y más vasta y más grande; ése es el signo de dos corrientes de orden moral, de dos  oleadas  de  sentimiento, de  dos  estados  de  ánimo  que  chocan,  que  se encrespan, que luchan el uno  contra  el  otro,  y  de  los  cuales  se  obtiene  una  resultante  que  nadie  ha  podido  nunca  calcular. Nadie; nunca. 

 (1,02,40’) Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mí hablar del porvenir de España en el orden político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país  de  las  sorpresas  y  de  las  reacciones  inesperadas,  lo  que  podrá  resultar el  día  en  que  los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con este espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio de que “no hay mal que por bien no venga”. No es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la  musa  del  escarmiento  el  mayor  bien  posible,  y  cuando  la  antorcha  pase  a  otras  manos,  a  otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse  con  la  intolerancia  y  con  el  odio  y  con  el apetito  de  destrucción, que piensen en  los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, piedad, perdón.

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