"La guerra es la continuación de la política por otros medios” escribió Clausewitz. El 6 de mayo de 1945, recién muerto Hitler y oficializada la rendición de Berlín, La Vanguardia Española brindaba en portada un montaje fotográfico más propio de una revista del corazón: “Protagonistas principales de la guerra que termina”. Evocador collage respecto a la trágica naturaleza de una condición humana tan mal avenida consigo misma. Se repetía el montaje el día 8: “Episodios culminantes de la guerra que ha terminado”. Apenas finiquitado el mundial conflicto, la perspectiva era acaso el modo de atenuar aquella continuación de la política. En Bretton Woods y Yalta habían quedado ya definidas las pautas de un nuevo orden económico mundial que, en lo militar, iba a terminar deparando dos grandes tratados geopolíticos: OTAN y Pacto de Varsovia.
Tiempo hace que aquel nuevo orden surgido a partir de la II Guerra Mundial busca preservar sus coordenadas –geopolíticas, comerciales, energéticas– ante un nuevo escenario global que discurre en claro detrimento de sus intereses. Si la lógica de la OTAN (entiéndase los EE.UU.) no resulta inocente en este sentido, no es menos cierto que Europa, en su natural condición asociada, parece verse cada vez más comprometida ante los derroteros de la actual geoestrategia atlántica.
Que Vladímir Putin y su gobierno han ido instaurando en Rusia un régimen autocrático que impide y reprime cualquier alternativa opositora a la suya, es algo que no ofrece discusión. Sofisticados envenenamientos, represión policial sin ambages, verosímiles denuncias de falsificación electoral y otras flagrantes arbitrariedades jalonan el juego de tronos ruso. Que los males de este conflicto son responsabilidad directa de Moscú es también una evidencia que brilla como el sol. No es otro sino el poder ruso quien ha instaurado la guerra en Ucrania. La insospechada agresión del Kremlin al hermano que escucha los cantos de sirena occidentales supone, a la vez, la definitiva victoria de un nacionalismo ucraniano que goza ya de su más legitimador relato. Para gran parte de su desdichada población, en cambio, el daño es ya irreparable.
Con la denominada Guerra de Putin llega también su tratamiento mediático: déspota, tirano, sátrapa émulo de Hitler… ¿Pero acaso sirve de algo ignorar las causas de la invasión y destrucción de Ucrania a partir del carácter maligno o las presuntas psicopatías del ocupante del Kremlin? En reciente entrevista en La Vanguardia, el director del Institute of Security Policy de Shanghai, Lanxin Xiang, pone el foco en los porqués de esta guerra. Alguna de estas motivaciones ha sido analizada por Rafael Poch en un reciente artículo en CTXT que sigue cobrando fortuna en redes. Escribe Poch en El forense y la víctima: “Si el plan A de Washington para Ucrania era convertirla en un ariete contra Rusia, el plan B era que Rusia se metiera por sí sola en una especie de Afganistán eslavo, es decir provocar la criminal acción de Moscú contra Ucrania con el resultado de un catastrófico desgaste del adversario. Para esa prioridad, el plan B puede ser visto incluso como “mejor” que el plan A. En cualquier caso, eso coloca a Ucrania en el papel de víctima propiciatoria e instrumento de un pulso imperial superior. La legítima resistencia armada de los ucranianos, que sin duda es un momento fundacional para una nueva fase de la soberanía y la independencia de la nación, forma parte de ese mismo trágico proceso. Para EE.UU. la sangría de Ucrania parece un precio perfectamente asumible si con ello se logra “desestabilizar y estresar a Rusia”, algo de consecuencias incalculables (…) Ahora se trata de sacrificar a un peón a cambio de hacerse con la reina, siendo la reina una posición definitivamente solidificada en Europa y una quiebra rusa como perspectiva que debilite indirectamente a China. Ante la pregunta de ¿cómo ayudar a los ucranianos?, que la gente común se plantea indignada al presenciar una acción tan canallesca y una respuesta tan digna de David contra Goliat, no se puede perder de vista esta situación”.
El pasado martes, décimo octavo día de guerra, el presidente Zelenski terminaba por declarar que Ucrania “no entraría en la OTAN”. ¿Pero acaso hubiera podido tolerar cualquier otro presidente ruso, ya fuera perteneciente a Rusia Unida –el partido de Putin–, ya al Partido Comunista, primer partido de la oposición, o, en fin, a los ultranacionalistas rusos, el riesgo de una fronteriza Ucrania controlada por su histórico enemigo? ¿Hubieran tolerado los EE.UU. bases rusas en la frontera mexicana? ¿Toleraría China una Corea del Norte controlada por los americanos? Frente a la interesada lógica de guerra que nunca ha de morir, comienza a significarse en Europa una creciente opinión que, condenando sin paliativos los crímenes y la guerra de la delincuencial oligarquía rusa, reclama al tiempo una cierta distancia, una voz y política propias, con respecto a su tradicional aliado.
Putin y sus pocos han de cargar aún con miles de ataúdes de soldados rusos llegando a Moscú. No pueden permitirse perder la guerra. Su supervivencia está en juego. Salvo un golpe interno que los derroque –y las expropiaciones por doquier a la oligarquía rusa allende sus fronteras quizá no persigan otra cosa–, la solución diplomática se antoja impostergable. "Es necesario dejar siempre una salida al enemigo" nos dejó dicho Sun Tzu veinte tres siglos antes de Clausewitz. Intentar minimizar el horror y evitar su expansión es, para todos, algo más que una obligación. Si no hay duda sobre quién es el innoble en esta guerra, mentar siquiera la posibilidad de una tercer conflicto mundial solo certifica nuestra putrefacción.
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