Juan Antonio Molina / nuevatribuna.es
Que Cayetana Álvarez de Toledo, portavoz del Partido Popular en el Congreso de los Diputados, llame en sede parlamentaria hijo de terrorista al vicepresidente 2º del Gobierno, siendo como exabrupto desabrido e inconveniente una boutade fraudulenta y moralmente criminosa, es algo que no debería sorprender a nadie si tenemos en cuenta que Álvarez de Toledo reconoce con esta acusación las bondades de las diligencias y condenas de un tribunal franquista de carácter exclusivamente represor y que aplicaba una legislación fascista en la que tipos penales como “reunión ilegal” o “propaganda ilegal”, por la que fue condenado el padre de Pablo Iglesias, le podían costar al reo quince o veinte años de prisión.
Cayetana Álvarez de Toledo, su soberbia, lagunas intelectuales y despotismo representan el arquetipo psicológico y moral más fehaciente de lo que ha sido la transición y su crisis sistémica que escombra la calidad y cualidad democrática del régimen del 78. En realidad, todo se sustancia en el intento fracasado de redefinir el franquismo como un artefacto pseudopolítico de apariencia democrática que sirviera no sólo para ejercer el poder, sino también ahora para retenerlo. Ello se compadece con la etiología violenta y soez del talante público de Cayetana Álvarez de Toledo. El líder democrático sabe –o debe saber- que al ejercer el poder lo está negociando. Para una mente autoritaria, como la de la portavoz del Partido Popular, el líder es un paradigma y la historia una sucesión de hechos incontrovertibles porque no se permite una argumentación alternativa.
Que Cayetana Álvarez de Toledo, portavoz del Partido Popular en el Congreso de los Diputados, llame en sede parlamentaria hijo de terrorista al vicepresidente 2º del Gobierno, siendo como exabrupto desabrido e inconveniente una boutade fraudulenta y moralmente criminosa, es algo que no debería sorprender a nadie si tenemos en cuenta que Álvarez de Toledo reconoce con esta acusación las bondades de las diligencias y condenas de un tribunal franquista de carácter exclusivamente represor y que aplicaba una legislación fascista en la que tipos penales como “reunión ilegal” o “propaganda ilegal”, por la que fue condenado el padre de Pablo Iglesias, le podían costar al reo quince o veinte años de prisión.
Cayetana Álvarez de Toledo, su soberbia, lagunas intelectuales y despotismo representan el arquetipo psicológico y moral más fehaciente de lo que ha sido la transición y su crisis sistémica que escombra la calidad y cualidad democrática del régimen del 78. En realidad, todo se sustancia en el intento fracasado de redefinir el franquismo como un artefacto pseudopolítico de apariencia democrática que sirviera no sólo para ejercer el poder, sino también ahora para retenerlo. Ello se compadece con la etiología violenta y soez del talante público de Cayetana Álvarez de Toledo. El líder democrático sabe –o debe saber- que al ejercer el poder lo está negociando. Para una mente autoritaria, como la de la portavoz del Partido Popular, el líder es un paradigma y la historia una sucesión de hechos incontrovertibles porque no se permite una argumentación alternativa.
Al
contrario que en Europa, en la España de hogaño, derecha y ultraderecha viven en una permanente promiscuidad
ideológica y estratégica, porque su origen, intereses y argamasa doctrinal
tienen la raíz común del franquismo reformado, gestionan el mismo poder fáctico
que conlleva una degradación de la política, ya que ésta supone siempre una
profundización democrática y una reordenación del poder real.
Cuando
los problemas políticos dejan de estar en el ámbito de la política la vida
pública entra en una espiral de descomposición democrática donde las relaciones
de poder sólo se plantean en términos de vencedores y vencidos, de uniformidad
ideológica y abolición de la disidencia. Se concentra, de este modo, el régimen
político en una etapa histórica en la que ya es imposible la reconstrucción de
la convivencia en parámetros de pluralismo y tolerancia. A ello hay que añadir,
para que la decadencia sea total, que es un régimen, por si lo habíamos
olvidado, que ha ejecutado una devaluación de salarios y expectativas sociales
bajo una lluvia constante de escándalos de corrupción.
Y
como instrumento de resistencia sistémica,
el lenguaje orweliano donde performativamente se limita la democracia en
nombre de la democracia, se empobrece a la gente en nombre del bienestar de la
gente, donde la violencia la ejercen las víctimas y que sirve a las minorías
dominantes y su aparato político y mediático para delimitar los asuntos no
opinables ni sujetos a formato polémico.
Siendo
la esencia de la democracia su vertebración como régimen de poder sometido al
escrutinio de la ciudadanía y la política el instrumento de participación y
fiscalización cívica de los poderes del Estado, cuando el poder fáctico de los
grupos de influencia y sus administradores políticos, logran reprimir la misma
política, la influencia del poder real, no sometido a ningún procedimiento
democrático, consigue que todo el sistema formal se precipite a su concepción
primitiva, no corregida, con independencia a sus enunciado retóricos.
Los
informes policiales manipulados, la invención de testimonios y pruebas con
fines políticos, la permanente judicialización de la política por parte de la
derecha, son la consecuencia de un poder fáctico cuya influencia y control
sobre los resortes represivos y el monopolio de la violencia del Estado no
quiere que sea contaminado por el debate público y democrático del poder que
proporciona la política.
El franquismo no fue derrotado, como los fascismo europeos, primigenios y
tardíos, la transición, como afirmaron
los propios muñidores de la reforma política desde el interior del caudillismo,
fue ir de la legalidad a la legalidad, es decir el mantenimiento reformado del
Estado y el poder nacido como consecuencia de la sublevación del 18 de julio de
1936 contra la legalidad democrática de la República. Esta ecología política
después de cuarenta años agudiza su decadencia mediante una crispación y
agresividad en ascenso por parte de una derecha y ultraderecha en comandita que
estrechan los márgenes de la política para el ejercicio de un poder del que se
consideran únicos albaceas.