Entre
julio de 1937 y enero de 1939 Antonio Machado escribiría 29 artículos para el
diario La Vanguardia. En el primero de ellos, El poeta y el pueblo
–reproduciendo buena parte de su discurso en Valencia sobre la defensa y
difusión de la Cultura–, escribe sobre la figura del señorito, a quien
califica de antiespañol. Invoca a la patria para venderla después, añade en su Juan de Mairena: "La patria
es, en España, un sentimiento esencialmente popular, del cual suelen jactarse
los señoritos. En los trances más duros, la invocan y la venden;
el pueblo la compra con su sangre y no la miente siquiera". En su última entrega, Machado denunciará un ejercicio del periodismo al servicio de intereses ajenos al país. Fallecería en Colliure apenas un mes después. En el bolsillo de su chaqueta un
último verso: "Estos días azules y este sol de la infancia".
El
poeta y el pueblo / Antonio Machado
Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas: "Escribir para el pueblo –decía mi maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folk-lorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular."
Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.
Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas: "Escribir para el pueblo –decía mi maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folk-lorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular."
Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.
Los
milicianos de 1936
Después
de puesta su vida
tantas
veces por su ley al tablero...
I
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge
Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de
nuestros milicianos? Tal vez será porque estos hombres, no precisamente
soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la
expresión concentrada o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta,
«ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única –si se
pierde, no hay otra– por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos
estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
II
Cuando una gran ciudad –como Madrid en estos
días– vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella
advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita
desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya
o se esconda, sino que desaparece –literalmente–, se borra, lo borra la
tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de
Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre
varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede
observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene
que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
III
Entre nosotros, españoles, nada señoritos por
naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede
encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y
–digámoslo con orgullo– perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva
implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más
de superficie –signos de clase, hábitos e indumentos– a los valores propiamente
dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar
–jesuíticamente– la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la
conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular.
«Nadie es más que nadie», reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de
modestia y orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado
aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y
de tiempo. «Nadie es más que nadie, porque –y éste es el más hondo sentido de
la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el
valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha
despreciado al señorito.
IV
Cuando el Cid, el señor, por obra de una
hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a
romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña
Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con
tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero,
que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigiéndole, de
hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al
fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta
inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos;
aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia
encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la
lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor,
entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria.
V
No faltará quien piense que las sombras de los
yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas
tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto,
porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la
sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de
Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra
vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.
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Entre españoles, lo esencial humano se
encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo
no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folk-lore no ha traspuesto
las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que, en España, el
prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda
aceptarse y aun convertirse en norma literaria, sólo con esta advertencia: la
aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe
para los mejores. Si quisiéramos, piadosamente, no excluir del goce de una
literatura popular a las llamadas clases altas, tendríamos que rebajar el nivel
humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas el pueblo y
entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos
consciente, es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto
hay de superfluo en El Quijote no proviene de concesiones hechas al gusto
popular, o, como se decía entonces, a la necedad del vulgo, sino, por el
contrario, a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase
desmesurada, inaceptable ad pedem litterae, pero con profundo sentido de
verdad: en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folk-lore es
pedantería.
Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la cuestión, que se encierra a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría superior.
Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la cuestión, que se encierra a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría superior.
La cultura vista desde fuera, como la ven
quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en
numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es
suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería, para los
que así piensan –si esto es pensar–, un despilfarro o dilapidación de la
cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño que
sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista
de la historia, quienes expongan una concepción tan materialista de la difusión
cultural.
En efecto, la cultura vista desde fuera, como
si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede
aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos
pocos; y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos
contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado
depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde
el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni el tesoro, ni el depósito de
la cultura, como en fondos o existencias que puedan acapararse, por un lado, o,
por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por
las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa:
aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo?
Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos...
Para mí –decía Juan de Mairena– sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura –o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos– si averiguásemos que el principio de Carnot, rige también pare esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una excesiva difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
Para mí –decía Juan de Mairena– sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura –o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos– si averiguásemos que el principio de Carnot, rige también pare esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una excesiva difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
Para nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa que lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da.
Enseñad
al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los
corazones, de todas las conciencias. Y como tampoco es el hombre para la
cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada
hombre, de ningún modo un fardo ingente para levantado en vilo por todos los
hombres, de tal suerte que sólo el peso de la cultura pueda repartirse entre
todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el
árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis.
Los árboles demasiado espesos, necesitan perder algunas de sus ramas, en
beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser
bueno el huracán
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