Juan Antonio Molina / Diario16
El esperpento como auténtico género dramático partió de una localización real; se encontraba a principios del siglo pasado un comercio de ferretería en Madrid cuya característica más llamativa era la fachada publicitaria, donde se hallaban un espejo cóncavo y otro convexo que deformaban la figura de todo aquel que frente a ellos posase. Esto, que se convirtió en un entretenimiento de la época, sería utilizado por Valle-Inclán como metáfora llevada al teatro. Así, la deformación de la realidad bien podía ser divertida, como de hecho lo era para los transeúntes, pero podía convertirse en algo más: en un espejo social, en una crítica, en una deformación exagerada de la realidad que devolvía la verdadera imagen que se iba buscando al enfrentarse al espejo.
El texto considerado fundacional acerca del tema es la conversación mantenida por Max Estrella con Don Latino de Hispalis en una escena de Luces de Bohemia, donde Max Estrella declara: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.” Y cómo no recordar en este punto los versos de Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal.” Y acaba mal porque intentan hacernos creer, aquellos que prefieren siempre, como se lamentó Albert Camus, estar del lado de quienes hacen, o deshacen, la historia en lugar de quienes la padecen, que la realidad es lo que refleja el espejo cóncavo de feria que han pulido para preservar sus codiciosos e irracionales intereses.
Ortega planteó el problema español en la crisis histórica del proyecto que forjó la nación española, –la desarticulación del proyecto sugestivo de vida en común–, en sus propias palabras y sin embargo, hoy esa “España invertebrada” sumida en una crisis económica, social, política e institucional carece del decoro de las graves decadencias existenciales. Todo se ha convertido en un grosero embeleco sin metafísica donde la banalización del drama humano que encarnan la pobreza, la exclusión, la desigualdad, se sustancia en que los bienes superiores a conseguir están fundamentados en la infelicidad de la mayoría porque la nación no es un proyecto común de convivencia sino una marca comercial que representa los intereses de las élites económicas-financieras.
No hay nada en la política nacional que no sea el cálculo de contable fullero en una sociedad cerrada que disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia, privada y pública. La manipulación de las necesidades de los individuos -ese control de las mismas formas del deseo en cada individuo- precondiciona los contenidos de la conciencia, de modo que no es de extrañar que el juego político de las democracias débiles como la española ofrezca salidas únicamente aceptables para la lógica de dominación del sistema. Al mismo tiempo, la posibilidad de un pensamiento crítico está obturada por el positivismo tecnocrático, que confirma la supuesta racionalidad de una realidad que es irracional (Herbert Marcuse).
Un Estado sin identidad en el imaginario colectivo, sin proyecto como país, que empobrece a sus ciudadanos, que expande la desigualdad, que limita los derechos y las libertades cívicas, carece de lo que Mommsen, al tratar de describir las costumbres del pueblo romano, llamaba un vasto sistema de incorporación y se convierte irremediablemente en un Estado fallido. Un Estado que al no ofrecer soluciones se torna en el problema. Como nos recuerda Eduardo Subirats, desde Ganivet hasta Castro o Zambrano el centro gravitatorio de la regeneración española ha sido una reforma de la inteligencia, aplazada por siglos de totalitarismo y escolástica. Uno de los síntomas más claros, advierte el poeta Luis García Montero, de la falta de justificación intelectual, científica o teórica de la actual política conservadora es su falta de compasión, su extrema crueldad.
Por su parte, escribe Gianni Vattimo, la izquierda se contentó con pequeñas reformas. Los partidos socialistas se han acostumbrado a ser fuerzas de gobierno y eso los mata. Pierden su electorado al comprometerse con los poderosos. Para Bauman, la izquierda compite con la derecha política por allanar el camino al gobierno de los mercados y de la filosofía que fomentaron con hechos y palabras, a pesar de la creciente injusticia, la desigualdad y el sufrimiento que ello conlleva. Mientras, la extrema derecha y los movimientos populistas recogen los postulados que la izquierda abandonó pretendiendo ser sus engañosos defensores y desvían a la gente del verdadero origen de sus desgracias.
Es por ello que la izquierda debe buscar una libertad que no se funde, como nos dice Marcuse, en la escasez y en la necesidad del trabajo alienado, ni encuentre en una y en otro sus límites. Concepción Arenal se preguntaba: ¿Los pobres serían lo que son, si nosotros fuéramos lo que debiéramos ser? Un interrogante que nos lleva a la lamentación de Kavafis por la fatalidad que supone someternos a un mundo donde nuestro destino se convierte en una continua renuncia: “sin consideración, sin piedad, sin recato grandes y altas murallas en torno a mí construyeron. Y ahora estoy aquí y me desespero. Otra cosa no pienso: mi espíritu devora este destino; porque afuera yo tenía que hacer muchas cosas.”
El esperpento como auténtico género dramático partió de una localización real; se encontraba a principios del siglo pasado un comercio de ferretería en Madrid cuya característica más llamativa era la fachada publicitaria, donde se hallaban un espejo cóncavo y otro convexo que deformaban la figura de todo aquel que frente a ellos posase. Esto, que se convirtió en un entretenimiento de la época, sería utilizado por Valle-Inclán como metáfora llevada al teatro. Así, la deformación de la realidad bien podía ser divertida, como de hecho lo era para los transeúntes, pero podía convertirse en algo más: en un espejo social, en una crítica, en una deformación exagerada de la realidad que devolvía la verdadera imagen que se iba buscando al enfrentarse al espejo.
El texto considerado fundacional acerca del tema es la conversación mantenida por Max Estrella con Don Latino de Hispalis en una escena de Luces de Bohemia, donde Max Estrella declara: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.” Y cómo no recordar en este punto los versos de Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal.” Y acaba mal porque intentan hacernos creer, aquellos que prefieren siempre, como se lamentó Albert Camus, estar del lado de quienes hacen, o deshacen, la historia en lugar de quienes la padecen, que la realidad es lo que refleja el espejo cóncavo de feria que han pulido para preservar sus codiciosos e irracionales intereses.
Ortega planteó el problema español en la crisis histórica del proyecto que forjó la nación española, –la desarticulación del proyecto sugestivo de vida en común–, en sus propias palabras y sin embargo, hoy esa “España invertebrada” sumida en una crisis económica, social, política e institucional carece del decoro de las graves decadencias existenciales. Todo se ha convertido en un grosero embeleco sin metafísica donde la banalización del drama humano que encarnan la pobreza, la exclusión, la desigualdad, se sustancia en que los bienes superiores a conseguir están fundamentados en la infelicidad de la mayoría porque la nación no es un proyecto común de convivencia sino una marca comercial que representa los intereses de las élites económicas-financieras.
No hay nada en la política nacional que no sea el cálculo de contable fullero en una sociedad cerrada que disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia, privada y pública. La manipulación de las necesidades de los individuos -ese control de las mismas formas del deseo en cada individuo- precondiciona los contenidos de la conciencia, de modo que no es de extrañar que el juego político de las democracias débiles como la española ofrezca salidas únicamente aceptables para la lógica de dominación del sistema. Al mismo tiempo, la posibilidad de un pensamiento crítico está obturada por el positivismo tecnocrático, que confirma la supuesta racionalidad de una realidad que es irracional (Herbert Marcuse).
Un Estado sin identidad en el imaginario colectivo, sin proyecto como país, que empobrece a sus ciudadanos, que expande la desigualdad, que limita los derechos y las libertades cívicas, carece de lo que Mommsen, al tratar de describir las costumbres del pueblo romano, llamaba un vasto sistema de incorporación y se convierte irremediablemente en un Estado fallido. Un Estado que al no ofrecer soluciones se torna en el problema. Como nos recuerda Eduardo Subirats, desde Ganivet hasta Castro o Zambrano el centro gravitatorio de la regeneración española ha sido una reforma de la inteligencia, aplazada por siglos de totalitarismo y escolástica. Uno de los síntomas más claros, advierte el poeta Luis García Montero, de la falta de justificación intelectual, científica o teórica de la actual política conservadora es su falta de compasión, su extrema crueldad.
Por su parte, escribe Gianni Vattimo, la izquierda se contentó con pequeñas reformas. Los partidos socialistas se han acostumbrado a ser fuerzas de gobierno y eso los mata. Pierden su electorado al comprometerse con los poderosos. Para Bauman, la izquierda compite con la derecha política por allanar el camino al gobierno de los mercados y de la filosofía que fomentaron con hechos y palabras, a pesar de la creciente injusticia, la desigualdad y el sufrimiento que ello conlleva. Mientras, la extrema derecha y los movimientos populistas recogen los postulados que la izquierda abandonó pretendiendo ser sus engañosos defensores y desvían a la gente del verdadero origen de sus desgracias.
Es por ello que la izquierda debe buscar una libertad que no se funde, como nos dice Marcuse, en la escasez y en la necesidad del trabajo alienado, ni encuentre en una y en otro sus límites. Concepción Arenal se preguntaba: ¿Los pobres serían lo que son, si nosotros fuéramos lo que debiéramos ser? Un interrogante que nos lleva a la lamentación de Kavafis por la fatalidad que supone someternos a un mundo donde nuestro destino se convierte en una continua renuncia: “sin consideración, sin piedad, sin recato grandes y altas murallas en torno a mí construyeron. Y ahora estoy aquí y me desespero. Otra cosa no pienso: mi espíritu devora este destino; porque afuera yo tenía que hacer muchas cosas.”
Extraordinario artículo. Si tuviera que resumirlo en una frase extraída del mismo, elegiría esta:
ResponderEliminar"...porque la nación no es un proyecto común de convivencia sino una marca comercial que representa los intereses de las élites económicas-financieras."
Saludos
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar