Escribe Unamuno en su artículo La crisis actual del patriotismo español (1905): "España se hunde -me decía un catalán catalanista- y nosotros no
queremos hundirnos con ella, y como no queremos hundirnos, hemos de
vernos precisados a cortar la amarra." Y le contesté: "No; el deber es
tirar de ella y salvar a España, quiera o no ser salvada. El deber
patriótico de los catalanes, como españoles, consiste en catalanizar a España, en imponer a los demás españoles su concepto y su sentimiento de la patria común y de lo que debe ser ésta; su deber consiste en luchar sin tregua ni descanso contra todo aquello que, siendo debido a la influencia de otra casta, impide, a su convicción, el que España entre de lleno en la vida de la civilización y la cultura."
En su obra Catalanismo y Revolución burguesa, Jordi Solé-Tura plasmaría una amplia perspectiva de la cuestión suscitada por Unamuno. Un aconsejable trabajo respecto a la Renaixença como particular aspiración de clase de una burguesía catalana que, buscando desprender a España de sus lastres e hipotecas, pretendía liderar en lo económico su modernización. Con el nacimiento del siglo XX y el paulatino desmoronamiento del turnismo, la Lliga de Cambó recogía el difuso guante de aquella posibilidad mediante un colaboracionismo con el sistema que llegaba a ocupar la cartera de Fomento bajo el gobierno de concentración de Maura, o a sostener, posteriormente, la dictadura de Primo de Rivera.
La misma negativa al pacto fiscal por parte de la Convergencia de Jordi Pujol en los primeros años de la década de los 80, quizá no pueda concebirse sin dicha referencia histórica. Pujol encontraba acaso su referente en el viejo catalanismo de clase: el nacimiento de la democracia contemplado como, ahora sí, la definitiva gran oportunidad peninsular que –presumiblemente– estaba por llegar.
Lejos de ser antónimos, diríase que tanto el seny como la rauxa encierran una suerte de razón fundada, cabal, llevada o no al extremo, en función de cada momento histórico. El germen de la actual rauxa catalana lo hallamos en un temperamento conocido; imperante desde los tiempos del conde-duque. Alguien tan libre de sospecha como Marañón lo calificó como “el eterno pecado de la incomprensión”. Gracias a ello, Cataluña es hoy una cuestión lanzada al mundo. Conocidos son los motivos por los que la inicial pretensión estatutaria termina por derivar, doce años después, en leviatán separatista. No cabe ahora volver sobre ellos. Sí, acaso, preguntarse ¿qué resultados pretende el actual gobierno cosechar mediante la absoluta abdicación de la política? ¿Es con la punición, con el denominado Gobierno de los jueces, con lo que aspira a neutralizar el nuevo escenario? Lo que hoy parece evaporarse, en tanto ligazón histórica, es el viejo anclaje catalanista, la antigua esperanza burguesa de reconducción peninsular; también parece consumarse aquella otra manera de entender España, que si bien, minoritaria en lo demográfico, cayó siempre derrotada, permanecía, sin embargo, subsistiendo en tanto abstracta posibilidad o relato político.
En su obra Catalanismo y Revolución burguesa, Jordi Solé-Tura plasmaría una amplia perspectiva de la cuestión suscitada por Unamuno. Un aconsejable trabajo respecto a la Renaixença como particular aspiración de clase de una burguesía catalana que, buscando desprender a España de sus lastres e hipotecas, pretendía liderar en lo económico su modernización. Con el nacimiento del siglo XX y el paulatino desmoronamiento del turnismo, la Lliga de Cambó recogía el difuso guante de aquella posibilidad mediante un colaboracionismo con el sistema que llegaba a ocupar la cartera de Fomento bajo el gobierno de concentración de Maura, o a sostener, posteriormente, la dictadura de Primo de Rivera.
La misma negativa al pacto fiscal por parte de la Convergencia de Jordi Pujol en los primeros años de la década de los 80, quizá no pueda concebirse sin dicha referencia histórica. Pujol encontraba acaso su referente en el viejo catalanismo de clase: el nacimiento de la democracia contemplado como, ahora sí, la definitiva gran oportunidad peninsular que –presumiblemente– estaba por llegar.
Lejos de ser antónimos, diríase que tanto el seny como la rauxa encierran una suerte de razón fundada, cabal, llevada o no al extremo, en función de cada momento histórico. El germen de la actual rauxa catalana lo hallamos en un temperamento conocido; imperante desde los tiempos del conde-duque. Alguien tan libre de sospecha como Marañón lo calificó como “el eterno pecado de la incomprensión”. Gracias a ello, Cataluña es hoy una cuestión lanzada al mundo. Conocidos son los motivos por los que la inicial pretensión estatutaria termina por derivar, doce años después, en leviatán separatista. No cabe ahora volver sobre ellos. Sí, acaso, preguntarse ¿qué resultados pretende el actual gobierno cosechar mediante la absoluta abdicación de la política? ¿Es con la punición, con el denominado Gobierno de los jueces, con lo que aspira a neutralizar el nuevo escenario? Lo que hoy parece evaporarse, en tanto ligazón histórica, es el viejo anclaje catalanista, la antigua esperanza burguesa de reconducción peninsular; también parece consumarse aquella otra manera de entender España, que si bien, minoritaria en lo demográfico, cayó siempre derrotada, permanecía, sin embargo, subsistiendo en tanto abstracta posibilidad o relato político.
"Hagamos
la revolución desde arriba antes de que nos la hagan" decía Maura.
Coincidía en el diagnóstico Cambó al afirmar durante el convulso 1917 que, en
España, lo más conservador que se podía ser, era ser revolucionario. Con el
colapso alfonsino y el advenimiento de la Segunda República, el país evidenciaba la imposibilidad de romper sus tradicionales cadenas. Hoy, más de cuarenta años después de
la muerte de Franco, España vuelve a asistir al progresivo deterioro de su
edificación estructural. A la negativa a abordar cualquier proceso de
democratización institucional, se añade, en lo social, un nuevo asalto del
capital por la acaparación de la riqueza.
Quién sabe si la idea de España quedará para siempre condenada a una cuestión de balanzas fiscales; al sempiterno resentimiento. Ello obedece en gran parte a que, al contrario que en el resto de Europa, España sigue sin conocer, en los últimos doscientos años, una verdadera reforma fiscal y estructural. ¿Es que son los beneficiados por esta circunstancia, tradicionales albaceas de la patria, quienes realmente desean sanarla? Intentar reconciliar la Cataluña de progreso desconectada se antoja acaso el más patriótico de los esfuerzos. Frente al lógico pesimismo, el optimismo de la voluntad. Urge pedagogía; tender los brazos, buscar converger hacia un gran bloque transversal y de progreso, en aras a, en palabras de Juan Antonio Molina en reciente artículo, “la profundización de la democratización institucional y una reforma del Estado conducente a ubicar los intereses de las mayorías sociales como elemento axial de la vida pública". A fin de cuentas, ¿por qué había el Gobierno de escuchar pretensión alguna procedente de Cataluña, si durante todos estos años ha demostrado despreciar, de igual manera, las demandas del resto de pueblos de España? Exenciones a Iglesia, nobleza y oligarquía financiera, rescates a bancos y autopistas, un fraude fiscal que asciende a 85.000 millones al año, incrementos en partidas de armamento, desmantelación del estado social... La demanda ciudadana está servida. Falta, una vez más, una respuesta política a la altura.
Quién sabe si la idea de España quedará para siempre condenada a una cuestión de balanzas fiscales; al sempiterno resentimiento. Ello obedece en gran parte a que, al contrario que en el resto de Europa, España sigue sin conocer, en los últimos doscientos años, una verdadera reforma fiscal y estructural. ¿Es que son los beneficiados por esta circunstancia, tradicionales albaceas de la patria, quienes realmente desean sanarla? Intentar reconciliar la Cataluña de progreso desconectada se antoja acaso el más patriótico de los esfuerzos. Frente al lógico pesimismo, el optimismo de la voluntad. Urge pedagogía; tender los brazos, buscar converger hacia un gran bloque transversal y de progreso, en aras a, en palabras de Juan Antonio Molina en reciente artículo, “la profundización de la democratización institucional y una reforma del Estado conducente a ubicar los intereses de las mayorías sociales como elemento axial de la vida pública". A fin de cuentas, ¿por qué había el Gobierno de escuchar pretensión alguna procedente de Cataluña, si durante todos estos años ha demostrado despreciar, de igual manera, las demandas del resto de pueblos de España? Exenciones a Iglesia, nobleza y oligarquía financiera, rescates a bancos y autopistas, un fraude fiscal que asciende a 85.000 millones al año, incrementos en partidas de armamento, desmantelación del estado social... La demanda ciudadana está servida. Falta, una vez más, una respuesta política a la altura.
Josep
Fontana concluye La Formació d'una
Identitat haciendo referencia a tres históricas fechas: 1652, 1714,
1936-39; en las tres, Cataluña luchó por otra manera de entender el particular proyecto España existente en cada momento.
Joaquím Albareda Salvadó concluye La
Guerra de Sucesión de España (1700-1714) aludiendo al discurso de Azaña en
las Cortes, en mayo de 1932, en relación a la cuestión catalana: “el último
Estado peninsular de la antigua monarquía católica que sucumbió al peso de la
corona despótica y absolutista fue Cataluña; y el defensor de las libertades
catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las
libertades españolas”. “¿Cuándo se ha visto al Gobierno y al Parlamento
–decía en Comillas el brillante orador– entrar a saco en la administración de
Justicia, como estos señores han entrado y entran todavía?” ¿Cuándo, cabría
añadir, semejante laminación de los principios rectores constituyentes que
vertebran y garantizan la paz social? “Yo me pregunto –añadía Azaña– si en
España hay conservadores en la política, a no ser que los conservadores seamos
nosotros”. De eso, acaso, trata hoy el verdadero patriotismo; de preservar la democracia y
los principios rectores que rigen una Constitución violentada y seriamente enferma. “Azaña
no dejó de evocar –prosigue Albareda Salvadó– a los revolucionarios Comuneros y
a la doble interpretación que podía suscitar su alzamiento: “O bien se admira
en ella el último destello de un conflicto político medieval, o bien se
advierte en ella, y se admira más, la primera percepción de un concepto de las
libertades del Estado moderno, que nosotros hemos venido ahora a realizar".
El problema será saber si España puede o desea sanarse, porque igual ni puede ni quiere
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