Juan Antonio Molina / nuevatribuna.es
"La abolición de la política, la criminalización del disidente, la imposibilidad de profundizar en la democratización institucional y la reforma del Estado conducente a ubicar los intereses de las mayorías sociales como elemento axial de la vida pública, la inexistente división de poderes, la influencia autoritaria de las élites, suponen tal exceso de adherencias autoritarias que la democracia se hace difícil y lejana"
El viejo eslogan turístico del tardofranquismo “España es diferente” (Spain is different) no deja de ser hoy exhortación de una indeseable singularidad política. El caso catalán se ha convertido en un paradigma de lo extraordinario y excepcional en un sentido morboso que en nada se compadece con la vida pública de los países de nuestro entorno y que nos coloca históricamente, una vez más, en las periferias más oscuras de la homologación democrática. Los hechos tal como se encuentran hogaño no pueden ser más estrafalarios: la política no se dirime en los parlamentos, sino que son los jueces quienes desautorizan, impugnan a los parlamentos y encarcelan a los diputados y, de esta forma, se convierten en los árbitros ejecutivos y ejecutores de la vida pública. Más de cien años debatiendo y aventando vías políticas sobre la realidad de Cataluña y el encaje de su realidad en el ámbito del Estado español y un rey beligerante, Rajoy y el juez Llarena encuentran la solución al problema catalán, desmontando la conllevancia orteguiana o el entendimiento azañista, sustrayendo la centralidad soberana de la ciudadanía, que con su voto ha configurado una mayoría parlamentaria, a la que se impide formar gobierno encarcelando preventivamente a todos sus representantes, y ello fundamentado en un relato procesal apriorístico, donde se establecen, no conclusiones sobre hechos, sino especulaciones en base a prejuicios de intenciones futuras, actitudes psicológicas indemostrables, elucubraciones para construir delincuencia y delincuentes de una voluntad expresada democráticamente y de aquellos que la representan. Como ha denunciado no hace mucho el magistrado emérito del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín, son jueces que se creen con la facultad de decir a los representantes de la voluntad popular a quien pueden elegir y a quien no, qué pueden hacer o dejar de hacer en su actividad parlamentaria.
"La abolición de la política, la criminalización del disidente, la imposibilidad de profundizar en la democratización institucional y la reforma del Estado conducente a ubicar los intereses de las mayorías sociales como elemento axial de la vida pública, la inexistente división de poderes, la influencia autoritaria de las élites, suponen tal exceso de adherencias autoritarias que la democracia se hace difícil y lejana"
El viejo eslogan turístico del tardofranquismo “España es diferente” (Spain is different) no deja de ser hoy exhortación de una indeseable singularidad política. El caso catalán se ha convertido en un paradigma de lo extraordinario y excepcional en un sentido morboso que en nada se compadece con la vida pública de los países de nuestro entorno y que nos coloca históricamente, una vez más, en las periferias más oscuras de la homologación democrática. Los hechos tal como se encuentran hogaño no pueden ser más estrafalarios: la política no se dirime en los parlamentos, sino que son los jueces quienes desautorizan, impugnan a los parlamentos y encarcelan a los diputados y, de esta forma, se convierten en los árbitros ejecutivos y ejecutores de la vida pública. Más de cien años debatiendo y aventando vías políticas sobre la realidad de Cataluña y el encaje de su realidad en el ámbito del Estado español y un rey beligerante, Rajoy y el juez Llarena encuentran la solución al problema catalán, desmontando la conllevancia orteguiana o el entendimiento azañista, sustrayendo la centralidad soberana de la ciudadanía, que con su voto ha configurado una mayoría parlamentaria, a la que se impide formar gobierno encarcelando preventivamente a todos sus representantes, y ello fundamentado en un relato procesal apriorístico, donde se establecen, no conclusiones sobre hechos, sino especulaciones en base a prejuicios de intenciones futuras, actitudes psicológicas indemostrables, elucubraciones para construir delincuencia y delincuentes de una voluntad expresada democráticamente y de aquellos que la representan. Como ha denunciado no hace mucho el magistrado emérito del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín, son jueces que se creen con la facultad de decir a los representantes de la voluntad popular a quien pueden elegir y a quien no, qué pueden hacer o dejar de hacer en su actividad parlamentaria.
A
los que piensan, desde el otro lado del Ebro, envueltos en ese vaho mortecino
del rancio patriotismo de charanga y pandereta con el que la derecha quiere que
comulguemos, que lo de Cataluña es algo merecido, porque los catalanes son unos
engreídos y egoístas, no les vendría mal reflexionar sobre las hechuras del
conflicto y que no se trata de una estrategia cuyo diseño se circunscribe a
Cataluña, sino un proceso involutivo en el que los resortes antidemocráticos y
represivos del Estado de la Transición se han mostrado, y se mostrarán, con
toda su crudeza ante cualquier signo rupturista. El Estado no es democrático,
tolerante y liberal en Madrid y represor y autoritario en Barcelona, sino que
se define por una escasa capacidad de asunción de políticas alternativas que no
se compadezcan con los intereses de las élites económicas y estamentales, y eso
conduce a lo que nos advertía Norberto Bobbio, que la democracia no se
caracteriza por el hecho de que se pueda votar sino por la posibilidad real de
que se puedan elegir auténticas alternativas.
La
abolición de la política, la criminalización del disidente, la imposibilidad de
profundizar en la democratización institucional y la reforma del Estado
conducente a ubicar los intereses de las mayorías sociales como elemento axial
de la vida pública, la inexistente división de poderes, la influencia
autoritaria de las élites, suponen tal exceso de adherencias autoritarias que
la democracia se hace difícil y lejana.
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