26 mar 2018

El guionista Llarena

Enric Juliana / La Vanguardia

 "Cuando los jueces empiezan a tomar decisiones políticas, eso se llama “Gobierno de los jueces”. Lo puedo decir más alto, pero creo que no más claro”. González pronunció estas palabras el jueves por la noche"
 
  Felipe González oye crecer la hierba. Ha perdido mucho esmalte ante las nuevas generaciones, pero sigue siendo el político español más inteligente de los últimos cuarenta años. Seguramente cometió el error de no prestar más atención a su colega portugués Mário Soares durante el estallido de la crisis económica. El patriarca Soares, el socialista que evitó que los comunistas y los militares seducidos por el bonapartismo de izquierdas se hiciesen con el control de Portugal en 1975, se encaró hace diez años con el directorio europeo, pidió un frente común de los países del sur de Europa frente al dogma de la austeridad y se ganó el cariño de los jóvenes portugueses, la geração à rasca, la generación precaria, hoy muy dispersa por el mundo. Soares supo ver la situación desde abajo. González suele observarla desde arriba, muy atento a las vigas maestras que sostienen el edificio España.

“Espero que al juez Llarena no se le ocurra meter a Turull en la cárcel. Ojalá no se le ocurra meter en la cárcel a ninguno de ellos. Ya sé que nado a contracorriente, pero ojalá no lo haga, porque al independentismo no hay que destruirlo, hay que ganarlo”, dijo González el jueves por la noche en Madrid, durante la presentación de un libro de Joaquín Almunia que lleva por título Ganar el futuro.

Al expresidente le gustan las frases lapidarias: “No hay que destruirlos, hay que ganarlos”. Conviene apuntar esa frase, puesto que varios aspirantes a conformar una nueva clase dirigente en España creen estar en condiciones de alcanzar el poder, dentro de un año o dos, exhibiendo la cabeza de los dirigentes del independentismo catalán en todas las plazas mayores.

González habría estrangulado con sus propias manos a José Luis Rodríguez Zapatero y a Pasqual Maragall cuando en el 2004 pusieron en marcha la redacción de un nuevo Estatut de Catalunya. “Cuidado con los experimentos, Catalunya hace años que ya está inventada”, dijo una noche en Madrid, en presencia de Jordi Pujol. No siente ninguna simpatía por el independentismo catalán, pero oye el crujido en las vigas en el piso de arriba. Y no le gusta el ruido que llega a sus oídos.

“Nos amparamos en las togas a ver si alguien nos resuelve los problemas y cuando perdemos [alusión a las elecciones catalanas de diciembre del 2017], vamos a que los resuelvan los jueces. Si me dicen que yo resuelva un problema que es suyo, después no me digan que no me meta en política, porque es usted el que está renunciando a hacer política. Cuando los jueces empiezan a tomar decisiones políticas, eso se llama “Gobierno de los jueces”. Lo puedo decir más alto, pero creo que no más claro”. González pronunció estas palabras el jueves por la noche. Aún no había leído el auto de procesamiento emitido por el juez Llarena, ni tenía noticia de las cinco órdenes de prisión provisional para Jordi Turull, Josep Rull, Raül Romeva, Carme Forcadell y Dolors Bassa, ni de las órdenes de detención internacional, ni del impacto que estas medidas están teniendo en la sociedad catalana. Un impacto profundo, que trasciende claramente los límites electorales del soberanismo. El malestar, la irritación y el desasosiego superan con creces el 50% en estos momentos. Hoy la mayoría principal catalana es la que comparte dos disgustos: disgusto por los graves errores cometidos (disgusto por la “confabulación de los irresponsables”, título de un libro de Jordi Amat que definirá la época), y un profundo disgusto por los evidentes resortes de venganza que se están poniendo en marcha. Basta leer las declaraciones que ayer efectuó el arzobispo de Tarragona, Jaume Pujol, miembro del Opus Dei: “Los encarcelamientos hacen muy difícil un futuro de convivencia”. Ha protestado el abad de Montserrat, Josep María Soler, pero también ha hablado el moderado Pujol. El disgusto es amplísimo. Esa es hoy la mayoría catalana. Puede esfumarse, puede enquistarse, o puede transformarse en una nueva mayoría política. Dependerá de lo que decida el Parlament en los próximos dos meses y de lo que ocurra en las elecciones municipales de mayo del 2019, que serán tremendamente competidas en la ciudad de Barcelona. La crisis de Catalunya está entrando en una nueva fase.

González lo ha sabido captar de inmediato. Pedro Sánchez, no. El secretario general que resucitó en el octavo mes después de su defenestración, ahora no quiere arriesgar. Sánchez sigue amarrado al argumentario de seguridad –¡cuidado con Catalunya!–, porque vuelve a tenerle miedo a las encuestas y a las maquinaciones dentro del PSOE. Pablo Iglesias, que también había cogido miedo a los sondeos, ha visto venir el cambio de rasante. En Podemos ya vuelven a hablar de la España plurinacional, un concepto que no gusta a sus dirigentes más jacobinos, hoy fascinados por la nueva oleada de protestas sociales.

Mariano Rajoy quería otra cosa. El Gobierno empezó la semana buscando una señal de apaciguamiento y por ello el Fiscal General del Estado pidió la libertad para Joaquim Forn, petición denegada por el Tribunal Supremo. Un gesto que el PNV habría valorado. Rajoy quiere tranquilidad para poder aprobar los presupuestos del 2018 y disponer de la plataforma de estabilidad necesaria para afrontar las protestas de los descontentos y un ciclo electoral que se le presenta muy envenenado. Al Partido Popular se le está yendo de las manos la Comunidad de Madrid. Siendo marginales en Catalunya y sin poder en Madrid no se puede gobernar España.

En esta coyuntura, el juez Pablo Llarena se ha convertido en el principal guionista de la política española.

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