"Juana pasó de sentirse triste y abatida por tener que abandonar España, a contemplar con desdén a los españoles a su servicio"
"Un verdadero alud de festejos aguardaba a la joven pareja. Las ciudades competían en la suntuosidad de los recibimientos y en la magnificencia de los agasajos. La felicidad de Juana no tenía límites. En su honor se celebraron gran número de torneos. Se presentaban caballeros que lucían sus colores y obtenían la victoria al amparo de su divisa. Se le ofrecían banquetes sin cuento, y en todas partes era la reina de la fiesta. Los caballeros no tenían ojos más que para ella, y todas las damas le envidiaban su apuesto y joven marido.
Los españoles, viendo cómo la duquesa se entregaba a danzas y diversiones en lugar de subvenir a sus necesidades, empezaron a entablar correspondencia con España y a hacer llegar sus quejas a la corte de los Reyes Católicos. No pararon aquí las cosas: corríase ya la voz de que la princesa dejaba enfriar su piedad, y en lugar de elegir por directores espirituales a hombres severos y ascéticos, como había hecho su madre, se hacía decir misa por frívolos sacerdotes franceses.
Lo que ocurría en realidad era que Juana, después de topar con las primeras dificultades, estaba ahora intentando aclimatarse a su nueva patria. Las cosas allí eran muy distintas que en España. Todo era diferente, la naturaleza y las costumbres, los hombres y hasta la religión. Todo lo que en España era raro: bosques verdes, umbrosas orbaledas, anchos ríos, estanques poblados de peces, y sobre todo esa humedad que todo lo fecundaba, se daba aquí en inagotable abundancia. Lo que era desconocido en España: la idílica vida rural, la opulenta y altiva burguesía de las ciudades, los poderosos gremios, apoyados en sus incontables privilegios, con los que el gobierno tenía que contar mucho más que con la nobleza, había tenido aquí por efecto un fasto y una ostentación sin precedentes, que en España sólo estaba al alcance de los más encumbrados señores feudales. Aquí, la orgullosa nobleza feudal apenas si era conocida. La vida estaba penetrada de una cultura cortesano-caballeresca, más refinada cada día y regulada por las normas de una artificiosa etiqueta. La gente era parlanchina, amiga de los chismes y los placeres. Comíase y bebíase sin medida, gozando sin reservas de la vida. Las mujeres tenían libertad, no afectaban modestia ni fingían virtudes; en compañía de los hombres comían, reían y alborotaban no menos que ellos.
Los españoles, viendo cómo la duquesa se entregaba a danzas y diversiones en lugar de subvenir a sus necesidades, empezaron a entablar correspondencia con España y a hacer llegar sus quejas a la corte de los Reyes Católicos. No pararon aquí las cosas: corríase ya la voz de que la princesa dejaba enfriar su piedad, y en lugar de elegir por directores espirituales a hombres severos y ascéticos, como había hecho su madre, se hacía decir misa por frívolos sacerdotes franceses.
Lo que ocurría en realidad era que Juana, después de topar con las primeras dificultades, estaba ahora intentando aclimatarse a su nueva patria. Las cosas allí eran muy distintas que en España. Todo era diferente, la naturaleza y las costumbres, los hombres y hasta la religión. Todo lo que en España era raro: bosques verdes, umbrosas orbaledas, anchos ríos, estanques poblados de peces, y sobre todo esa humedad que todo lo fecundaba, se daba aquí en inagotable abundancia. Lo que era desconocido en España: la idílica vida rural, la opulenta y altiva burguesía de las ciudades, los poderosos gremios, apoyados en sus incontables privilegios, con los que el gobierno tenía que contar mucho más que con la nobleza, había tenido aquí por efecto un fasto y una ostentación sin precedentes, que en España sólo estaba al alcance de los más encumbrados señores feudales. Aquí, la orgullosa nobleza feudal apenas si era conocida. La vida estaba penetrada de una cultura cortesano-caballeresca, más refinada cada día y regulada por las normas de una artificiosa etiqueta. La gente era parlanchina, amiga de los chismes y los placeres. Comíase y bebíase sin medida, gozando sin reservas de la vida. Las mujeres tenían libertad, no afectaban modestia ni fingían virtudes; en compañía de los hombres comían, reían y alborotaban no menos que ellos.
Lo mismo que la vida, también la religión tenía un aspecto distinto. Jamás se le había ocurrido a Juana que se pudiera ser piadoso y al propio tiempo ir en pos de los placeres terrenos. Nunca había pensado que se pudiera rezar con alegría y no con aflicción, que Dios ama a sus criaturas y está siempre dispuesto a perdonarlas, en vez de estar al acecho de sus menores faltas para descargar sobre ellas su castigo. Lo más sorprendente era que los hombres que predicaban estas doctrinas, y que no tenían inconveniente en beber y divertirse, eran clérigos, frailes franciscanos como los que había en España, sólo que venían de París, la ciudad que allí era considerada como centro y capital espiritual del mundo.
En compañía de Felipe, Juana recorrió Flandes: Amberes, Gante, Brujas; recorrió también Holanda: Delft, La Haya, Haarlem, Leiden. En todas partes reinaba la misma alegría, el mismo gozo de vivir; y, sin embargo, los hombres eran en todas partes buenos cristianos, piadosos y contentos. Paso a paso empezaron a palidecer en el espíritu de Juana las enseñanzas inculcadas en su juventud."
En compañía de Felipe, Juana recorrió Flandes: Amberes, Gante, Brujas; recorrió también Holanda: Delft, La Haya, Haarlem, Leiden. En todas partes reinaba la misma alegría, el mismo gozo de vivir; y, sin embargo, los hombres eran en todas partes buenos cristianos, piadosos y contentos. Paso a paso empezaron a palidecer en el espíritu de Juana las enseñanzas inculcadas en su juventud."
- Michael Prawdin / Juana la Loca
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