8 dic 2017

"¡Voilà un homme!"

En 1808 Napoleón es ya dueño de Europa. En la ciudad de Erfurt congrega a soberanos de todo el continente. Reyes, príncipes, ministros, altos diplomáticos, las más reconocidas personalidades... Rodeado de aquellos cuyos ejércitos ha aplastado, el emperador despacha, departe y moldea una nueva Europa postrada a sus pies. Por las noches se organizan representaciones como el Mahoma de Voltaire: “Los mortales son iguales; no es el nacimiento sino el valor quien establece su diferencia”. Al Usurpador de tronos le place educar a sus invitados de sangre azul.

 A los días Goethe se presenta en Erfurt. Napoleón ha tenido tiempo de saludar a distintas personalidades de la cultura, pero ha mandado expresamente buscar al genio alemán. Las memorias de Talleyrand y la pluma de Emil Ludwig en su espléndido Napoleón reproducen parte del magnífico momento:

"Napoleón almorzaba en una amplia mesa redonda, con Talleyrand a su derecha y Daru a su izquierda, cuando vio al poeta en el marco de la puerta; le hizo señal de que se aproximase y miró con asombro avanzar a aquel hombre de sesenta años, noble y hermoso, radiante de salud y de esa paz interior que Goethe había adquirido a costa de grandes esfuerzos y que pronto debía perder de nuevo. 
 El emperador le contempló un instante, y luego, como si hablase consigo mismo, dijo: 
“Voilà un homme!”.
 Napoleón saluda a su invitado comenzando por hacer elogio de su Werther, pero “no me gusta el fin de su novela”.
 “Lo creo, Sire; V.M. sin duda preferiría que una novela no tuviese fin alguno”.
 El Emperador, sin tomar en cuenta este apenas disfrazado epigrama, le reprocha el haber hecho intervenir la ambición en los motivos del suicidio de Werther. El poeta ríe -libertad tan inusitada en presencia del Emperador, que el mismo Goethe cuida de referirse a ella en dos cartas-, y contesta que la crítica es justa, pero que es preciso perdonar a los artistas el que se encariñen con ciertos efectos encontrados tras muchas dificultades. 
 Satisfecho de la pequeña victoria que ha ganado, el Emperador empieza a hablar del drama y expone ideas muy interesantes acerca del teatro trágico en general, teatro que parece haber estudiado con gran atención. Sentía profundamente lo que separaba al teatro francés de la naturaleza y de la realidad; en cuanto a las tragedias en que interviene el destino no podía admitirlas
 “Aquellos tiempos han pasado -dice-. ¿A qué hablarnos todavía del destino? ¡El destino es la política! Opinión que justifica en seguida a su manera, dirigiéndose a Daru, a propósito de contribuciones, y luego a Soult, que acaba de entrar. Y, dirigiéndose de nuevo a Goethe, pasa con habilidad a las cuestiones personales:
 “¿Le agrada su permanencia aquí?”.
Goethe, que también sabe coger al vuelo el momento favorable responde: “Mucho, y espero que éstos días traigan alguna utilidad para nuestro país”.
 “¿Es feliz su pueblo?” pregunta el emperador.  
 “Tiene muchas esperanzas” responde el poeta. 
 “Señor Goethe, usted debería permanecer aquí el tiempo que estemos y escribir después la impresión que le ha causado el gran espectáculo que le proporcionamos. ¿Qué dice usted de esto señor Goethe?”. El emperador no acostumbra a hablar con tanta consideración. El poeta contesta prudentemente: “¡Ah, Sire, se necesitaría la pluma de un gran escritor de la Antigüedad!”
 “¿Es usted de los que gustan de Tácito?”.
 “Sí Sire, mucho”.
 “¡Pues bien! Yo no; pero ya hablaremos de ello en otra ocasión. Escriba a Wieland para que venga aquí; iré a devolverle la visita a Weimar, donde el Duque me ha invitado. Durante algún tiempo el Duque se ha portado mal pero ahora ha corregido”.
 “Sire, si ha obrado mal, la corrección ha sido un poco fuerte; de todos modos, yo no puedo ser su juez; el duque protege las ciencias y las letras, y sólo elogios tenemos para él”.
 “Muy bien -piensa el Emperador-. Defiende a su señor y deja entrever al mismo tiempo que éste es un imbécil. Es preciso que este hombre escriba una tragedia sobre Cesar. El efecto en Francia sería mayor que el de una batalla”. Así, pues, le dice:
 “Una buena tragedia debe ser considerada como la mejor escuela de los hombres superiores. Debería usted escribir una tragedia sobre la muerte de César, y de manera más grandiosa que lo hizo Voltaire. Éste podría ser el más hermoso trabajo de su vida, su obra maestra. Sería preciso mostrar al mundo en esta tragedia qué felicidad habría dado César a la humanidad si le hubiesen dejado tiempo de realizar sus grandes proyectos. ¡Vaya usted a París! Se lo exijo. Allí tendrá usted una amplia vista sobre el mundo y encontrará numerosos temas para nuevas obras”.
 El poeta da amablemente las gracias al Emperador por el honor que le hace. 
 “No insistamos más -se dice Napoleón-, pues me creería demasiado interesado. Es extraño, no quiere nada de mí y ni siquiera procura brillar. ¿Cómo ganar a este hombre incorruptible? Que al menos asista a nuestras representaciones; el amor propio le incitará a hacer cosas mejores”. “Vaya usted esta noche al teatro; verá allí un buen número de soberanos. ¿Conoce usted al Príncipe Primado? Le verá usted dormir sobre el hombro del rey de Wurtemberg. ¿Ha visto ya al Emperador de Rusia? Si hace usted algo sobre la entrevista de Erfurt, habrá que dedicárselo”.
 Esta es la tercera invitación. ¿La dará, al fin, Goethe por recibida? Pero se contenta con sonreír amablemente, y dice con franqueza:
 “Sire, no acostumbro hacerlo; cuando comencé a escribir, me impuse como principio no hacer dedicatorias, a fin de no tener que arrepentirme nunca de ellas”.
Napoleón se siente ligeramente molesto, y apela de modo bastante inesperado al Rey Sol: “Los grandes escritores del siglo de Luis XIV no pensaban así.
 “Cierto, Sire, pero ¿puede Vuestra Majestad asegurarme que jamás se arrepintieron?”.
 A fe que tiene razón, piensa el Emperador. Y cuando Goethe hace ademán de retirarse, Napoleón no le retiene. 
 De esta sorprendente conversación entre aquellos dos grandes hombres, nos queda la impresión extraordinaria de que el Emperador, que debía conceder al diálogo menos importancia que Goethe, hace inútilmente cuanto puede por conquistar al poeta. La razón es sencilla: el Emperador quería servirse del escritor, pero el escritor no necesitaba del soberano. Napoleón esperaba de Goethe obras nuevas, pero Goethe conocía la vida de Napoleón, fuente preciosa para sus meditaciones sobre el genio, y no necesitaba ir a Paris para ello".

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